Crítica de Teatro
“El mar de noche”: Últimas imágenes antes del naufragio
Por Jorge Letelier
Exhibida en apenas tres funciones durante el pasado Festival Santiago a Mil, el impacto que causó en el público este montaje argentino fue como un estremecimiento emocional por capas: primero atendiendo a la belleza de su cuidadísimo texto y a su formidable potencia para generar imágenes vívidas; segundo, al impacto que generó la vulnerable y delicada interpretación del actor Luis Machín, un especie de hombre de arena que va progresivamente disolviéndose en el abandono y la soledad; y en último lugar, en el carácter universal de su relato de desamor ante la ausencia del ser amado. Quién no ha estado cerca de haber experimentado alguna vez ese sentimiento devastador.
Protagonizada por Luis Machín, dirigida por Guillermo Cacace y escrita por Santiago Loza, “El mar de noche” pone un mínimo de elementos en escena para entregar una experiencia teatral casi total: un hombre en una habitación y la evocación que hace del amor que ya no está. El lugar es una pieza de hotel casi imaginaria, sin música y apenas con el referente del exterior, pero con eso basta para pintar un cuadro con imágenes poderosas, como ese mar del balneario al que ha llegado este hombre, o la misma imagen del amado que ha decidido irse, todo lleno de detalles poéticos que no necesitan la materialidad para aparecerse en escena.
Este hombre que dialoga imaginariamente con esa pareja que se ha ido, intenta desde la anécdota cotidiana (la maleta extraviada durante el viaje) expresar la desolación que siente ante la ruptura, esa compulsión por revivir al amado con las palabras y la certeza de un abandono que viene a ser el inicio de la muerte. Es una apuesta de ritmo muy lento, vivencial y de un impacto que va en forma casi imperceptible dominándonos, donde el texto de Loza (conocido por el montaje “Un minuto feliz”, escrito especialmente para GAM) intenta musicalizar las palabras para dar con ese tono emocional exacto que lleva inevitablemente a la disolución total.
Un tema que salta a la vista en el montaje es la capacidad de evocar distintas imágenes desde la casi total ausencia de recursos materiales. Es una apuesta sumamente arriesgada dejar la construcción de la puesta en escena en manos de una virtualidad que debe ser completada por el espectador pero el texto de Loza y la minuciosidad del trabajo gestual de Cacace logra evocar esas imágenes de forma poderosa ya que se trata de una dramaturgia muy visual (inspirada en De profundis, de Oscar Wilde, y el clásico Muerte en Venecia, de Thomas Mann, al que alude con la imagen de la playa).
El personaje del actor Luis Machín está sentado en un sillón y se irá hundiendo a medida que transcurre el relato, como una metáfora de su progresiva disolución: “Ahora mismo estoy desapareciendo. Ya todo terminó y el cuerpo vuelve a un estado de crispación”, dice en un pasaje. Ese dolor que no puede explicarse en palabras es puesto en escena de forma magnífica por Machín, quien se abandona a sí mismo en cada pequeño movimiento. Lo que logra es devastador y una lección de economía de recursos para dejar solo lo esencial, lo que conmueve y resulta verdadero. El vacío, a fin de cuentas, ese misterio insondable asociado a la muerte y la desaparición (“He dejado de ser, y eso me conforma”).
A pesar de haber extrañado algún elemento que diera cuenta de una presencia más vívida del entorno, ya sea en escenografía o iluminación –y reconociendo que puede ser una percepción poco feliz de este redactor-, la fluidez con que se mueve la dramaturgia de Loza, la opción de dirección de Cacace y el trabajo de Machín es encomiable y de una justeza total. Pocas veces en el teatro una opción tan esencialista puede entregar tantas capas de sentido y tan alta profundidad emocional. En un medio acostumbrado a sumar todo tipo de recursos visuales, de puesta en escena o de actuación para dar cuenta de la “idea” a veces con majadera insistencia, o la noción de ir tras nuevos lenguajes cuando no se manejan fundamentos básicos de narración y dramaturgia, este montaje trasandino es una lección de aparente sencillez formal que indaga en una idea tan manida como el desamor con la potencia de las palabras que construyen mundos, sensaciones y estados de ánimo.