Crítica de Teatro
“¿Quién le teme a Virginia Woolf?”: La batalla del amor, la batalla de los sexos
Por Jorge Letelier
Con apenas un mes de diferencia, dos obras capitales del realismo sicológico americano de mediados del siglo XX llegan a la cartelera local. Primero con la temporada de “Todos eran mis hijos”, de Arthur Miller, en el Teatro UC, y luego con la corrosiva “¿Quién le teme a Virginia Woolf?”, cima de Edward Albee que se presenta en Teatro Mori Bellavista.
La confluencia de estos montajes podría dar a entender que la cartelera santiaguina es proclive a la representación realista de contornos sicológicos y sociales. Nada más falso y esta coincidencia es más una casualidad en un teatro que prefiere explorar caminos post realistas y más bien de experimentación expresiva de
puesta en escena, con no poca autoreferencia teatral y ausencia de linealidad narrativa. Vistas así las cosas, pareciera ser que el realismo es una moneda devaluada en nuestro teatro –hace 15 o 20 años que dejó de ser relevante- y que cuando emerge con dos obras imponentes como estas, genera una curiosa sensación de extrañamiento inverso que en la mayoría de los casos no permite dar con el tono exacto de su peso específico.
Esta sensación es marcada en la versión de la obra de Albee que dirige Pablo Halpern en Teatro Mori Bellavista, ya que se trata de un director aún novato (está fresca su fallida adaptación de “La casa de Rosmer”, de Ibsen, el año pasado) que se mete en terrenos de compleja exigencia actoral por su densidad sicológica y su crueldad inusitada para pintar relaciones familiares. La historia de George y Martha, un profesor universitario de historia mediocre y su esposa alcohólica, hija del rector del campus, quienes reciben en una velada de trasnoche a una pareja joven frente a quienes protagonizan un ritual macabro de descuartizamiento sicológico, son probablemente los personajes contemporáneos más exigentes para actores avezados.
La tensión entre individualidad y el apego a las normas sociales que refleja la obra de Albee entra en conflicto en una sociedad capitalista que comienza a afianzarse en los años 60’, y es un reflejo de la crisis de la institución familiar en torno a este matrimonio mayor y su reflexión sobre el poder y el hastío existencial. Acá se condensa una extroversión desatada en el caso de Martha que a través de insultos, defenestraciones y ácida amargura destila una vida marcada por la insatisfacción y la frustración que es aún más cataclísmica que la mera ofensa verbal. El derrotero de Martha va de la crueldad cotidiana a la sicopatía de quien destruye todo a su paso y es una metáfora de un modo de vida que ya en la década del 60’ avizoraba una crisis moral que se convirtió en crisis de paradigma.
Demasiados elementos para enfrentar solo desde la superficie del personaje, que es el rasgo que marca la interpretación de Solange Lackington, una Martha más borracha que destructiva y que incluso se ve menos sexualizada que la original. La adaptación de Halpern no corre riesgos y respeta el contexto de la versión estadounidense con un sobrio diseño escenográfico que concentra la acción del montaje muy cerca de los espectadores, lo que ayuda a no perder la concentración. Si la estela destructiva de Martha es más vociferante que lacerante, en la vereda del frente el George que compone Willy Semler crece en ambigüedad y fractura para convertirse en lo mejor del montaje. Curiosamente Semler dirigió las dos versiones anteriores del texto de Albee (la de 1992 y luego la versión remozada de 2006, siempre con la brillante actriz que es Blanca Mallol) y ese conocimiento se traspasa a su personaje, quien encarna la decepción ante la imposibilidad de convertirse en los que aspira y la presión por el exitismo, y es por lejos el más interesante del elenco que completan Diego Ruiz, muy improbable como el joven profesor supuestamente de gran magnetismo sexual, y su joven e inocente esposa (Camila Hirane).
La ausencia de un elenco acorde a las exigencias de un texto ajustadísimo en forma y fondo puede ser una de las razones del por qué el realismo sicológico se explora poco en el circuito local: son pocos los intérpretes más preocupados de la interioridad sicológica que de los ornamentos actorales, así como la musicalidad y cotidianidad de un texto “realista” rara vez suena con la naturalidad deseada. Puede ser falta de costumbre o simple y llana incapacidad interpretativa.
Una de las razones para retomar clásicos canónicos del siglo XX es comprobar cómo un texto puede dialogar con los tiempos presentes, cómo es capaz de tensionar nuestra experiencia actual (y real) y permitirnos una nueva forma de ver. Eso sí ocurre con “Todos eran mis hijos”, cuyo duro alegato moral sobre el “todo vale” en la posguerra americana resuena incómoda y venenosa en este Chile de relativismo moral disfrazado de exitismo. Nada de eso ocurre en esta versión de “¿Quién le teme a Virginia Woolf?”, la que pese a su apego al texto de Albee no reabre heridas ni pone en perspectiva sus rabiosas diatribas. Incluso una evidente mirada desde un feminismo radical que el personaje de Martha puede sintetizar en su derrota frente a la dominación patriarcal de su padre y el esposo que la convirtió en un objeto decorativo, tampoco tiene correlato pese a sus evidentes cruces.
Visto así, esta versión del clásico inmortal de Albee no huele a veneno ni pobredumbre, se extraña el hedor (no el olor) a whisky y el hambre sexual de Martha, así como el furioso nihilismo que desprende cada uno de sus lacerantes diálogos, un reflejo del mundo arribista y carente de espiritualidad que escandalizó hace 56 años y que hoy, en un peor contexto epocal, agresivo y puritano a la vez, es apenas un homenaje inocente a la poderosa negrura del original.
¿Quién le teme a Virginia Woolf?
De Edward Albee
Dirección: Pablo Halpern
Elenco: Willy Semler, Solange Lackington, Diego Ruiz, Camila Hirane.
Diseño de vestuario: Andrea Contreras
Diseño de escenografía e iluminación: Ramón López
Teatro Mori Bellavista, hasta el 2 de septiembre
Jueves a sábado, 21:00. Domingo, 20:00.