Nosotros, los rehenes

OPINIÓN

Nosotros, los rehenes

Por Fernando Garrido Riquelme

Las declaraciones del recientemente nombrado ministro de las culturas Mauricio Rojas, en las cuales cuestiona la existencia y contenido del Museo de la Memoria, tildándolos de “montajes”, ha incendiado la pradera con violencia y ha desatado demonios que creíamos exorcizados, y cuando no, contenidos. Lo que larvariamente podría haber sido una reflexión (siempre necesaria) sobre las falencias museológicas o curatoriales del Museo de la Memoria, y como éstas no permiten “construir una memoria que no sea binaria, simplista y autocomplaciente”*, derivó en una pachotada “contextualista” que raya en la negación, en la ofensa y en la revictimización.

En general, el mundo de la cultura y las artes ha reaccionado con celeridad y le ha quitado toda legitimidad como contraparte, lo cual no era solo esperable, sino deseable. La configuración de nuestra escena nacional, regional y comunal, desde los circuitos de galerías, salas, teatros, cines, proyectos “independientes”, fundaciones, medios y carreras individuales, viven una relación endogámica con el Estado de carácter problemática.

En un gobierno de derecha en nuestro país, seamos claros, el Estado es ese tío que te toca, pero te paga los estudios.

A estas alturas, creo que lo del Ministerio de las Culturas tiene menos épica de lo que creemos. Rojas había adquirido un protagonismo en el debate de la derecha muy por sobre su real peso en el sector. Como ghostwriter, estaba dando entrevistas fuera de La Moneda marcando pauta, interpelando a la oposición, durante la campaña incluso habló de un sistema de seguridades de Estado de proto-bienestar. La megalomanía del intelectual orgánico lo cegó o eso pensaban muchos al interior de palacio. Incluso por un momento creyó sortear indemne la contradicción que Max Weber define magistralmente en “El político y el científico”, libro que se actualiza día a día sin pedirle permiso a nadie. Piñera (o quien le sopló la designación) sabía que estaba obteniendo todas las dádivas del poder sin ninguno de sus sacrificios. Cuando lo expone en lo público, al sentarlo en la silla del poder con su historia y con sus dichos (los cuales fueron emitidos apenas hace un par de años), sin el peso o respaldo de un partido político fuerte, su nombramiento parece más un sacrificio en el altar del poder, fiesta pública de escarnio, una aniquilación perpetrada a manos del enemigo. No es que no piensen lo que dice Rojas, lo cual resulta tímido ante las ya folclóricas expresiones del sector “el único error de Pinochet fue dejar comunistas vivos” o el arrojo de huesos a los familiares de víctimas desaparecidas. Pero si había una forma de fulminarlo, de anularlo, de sacarlo del eje de influencias de palacio, era utilizar la propia fuerza de sus juicios (como en un elegante movimiento de judo) para estrellarlo en el piso.

Lo realmente preocupante, es que la operación utilice como vehículo el lugar que ocupa la institucionalidad de memoria y derechos humanos, bajo el pretexto de que esta estaría capturada por un sector, el cual obliga al otro, como han expresado José Antonio Kast, Camila Flores y Pablo Desbordes (presidente del partido del presidente y parlamentaria), a vivir en la represión, el silencio y la vergüenza su verdad. Una verdad que según ellos, no solo atenuaría la ferocidad de los juicios al periodo, sino que daría un marco de justicia y comprensión “al enfrentamiento fratricida” al cual nos condujo el descalabro del proyecto histórico de la izquierda chilena. Como si la toma de un predio, una huelga, una reforma o la nacionalización de un recurso natural diera legitimidad a introducir ratones por la vagina, tirar a los hornos de cal en Lonquén a campesinos indefensos, arrancarte las uñas con alicates, hacerte comer caca, violar a tus familiares frente a ti “por el bien de la patria” con fierros, electricidad, con perros. Como si una foto de la fila del pan o el azúcar diera marco de legitimidad a degollarte, expulsarte o colgarte como un carnero en el matadero mientras muelen tu cuerpo a golpes.

Esa verdad vivida en el silencio y en la vergüenza, no es la que busca entender de forma crítica el dispositivo museo con su recorrido concertacionista de la construcción de memoria, o a ratos la insulsa pedagogía de sus módulos o la coronación del fin del terror en la llegada de Aylwin al gobierno y su respectiva cantinela de la reconciliación. No, la rabia que expresan estos “contextualistas” no es la del que quiere penetrar en las sinuosidades de la militancia o en el marco comprensivo de fenómenos que van más allá de los 70’s y 60’s. Lo que quiere ser expresado sin complejos, es el orgullo del verdugo: alguien tenía que hacerlo y lo hicimos nosotros, mejor que nadie. Como decía Joseph de Maistre, alguien al que se le permitiera entrar al templo y orar, alguien que se sabe falto de virtud pero no un delincuente, el ejecutante del castigo y que ante la vileza de su actuar, encuentra consuelo en que en sus manos descansa el orden del mundo.

Mauricio Rojas, ministro de las culturas y las artes, es un hombre muerto caminando, incluso antes de comenzar este artículo, y nosotros, los rehenes de una polémica creada para sacar del mapa a un solo individuo.

*Nota: palabras de Cristián Mallol, ex mirista detenido que luego fue condenado a muerte por el MIR en el lanzamiento del libro “Trampas de la memoria” de Ricardo Brodsky, exdirector ejecutivo del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.

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