Por Pepa Valenzuela
Una bestia abre sus fauces. Y nosotros, pequeños lectores curiosos, nos deslizamos por su lengua como si fuera un resbalín. Bajamos por una garganta ronca y furiosa que expulsa a cualquier intruso. Nos escondemos entre sus dientes y nos lanzamos en picada. La caída es larga. Llegamos hasta los parajes y laberintos del estómago de la bestia. Es un estómago vacío, que hace ruido, y la sonajera de tripas es feroz. Porque la bestia tiene hambre y su eco resuena y queda dando vueltas, como un rasguño doloroso y lúcido ante los ojos del lector.
¿Qué tienen las tripas de la bestia?
Amaneceres solitarios y fríos en la ribera del río Mapocho. Olor a espray y una banda de muralistas que salen a pintar cuando la ciudad duerme. Un niño que ha escapado de ese sistema de protección para menores que al final no logra protegerlos de nada.
Un lugar donde van a morir aquellos a quienes nadie ve: niños y viejos. Gente de la calle. Personas que no tienen dónde dormir y que, en la novela, pareciera que lo único que pueden decidir es el día y el lugar donde quieren terminar su vida.
Una peluquera con los sueños rotos, que está enganchada hasta del último pelo de un DJ famoso y que lo acompaña por la noche santiaguina mientras ve cómo otras chicas se le cuelgan del cuello.
El gato llamado Tofu que cuida a Brandon, de día, Lady Medusa de noche, mientras ella está en cama, vendada como momia, después de sobrevivir a una paliza de un grupo de bárbaros homofóbicos.
Una academia de baile donde hombres se suben a tacones altos para bailar y cumplir su sueño. Escenarios y glitter. Competencia de sangre, sudor y lágrimas. Y niños que tiritan hasta perder la conciencia. El hambre de la bestia gruñe verdades dolorosas, potentes:
“Un niño de la calle es como un mundo sin sol”
“No quería ser la polilla porfiada que muere quemada por la luz”
“Serás feliz saliendo a la deriva”
“Ya tuvo la golpiza de su vida, queda inmune para recibir otras”
“La mancha café escondida al borde del cauce y que guarda a las familias que despiertan fogatas, charcos y gorriones”
Son los escombros que quedan después de una guerra. El hábitat de una bestia pareciera ser la desdicha. Un escenario hostil. Y a una le quedan preguntas,tantas preguntas: ¿Qué convierte a la bestia en bestia?, ¿el hambre?, ¿la adversidad?
¿O es al revés y las bestias necesitan los escombros para civilizarse? ¿es quizás la desventura un tránsito necesario para renacer? En el estómago de la bestia, la sonajera de las tripas se convierte en canción. Porque en el libro hay sobrevivencia. Y dolor. Y un mundo en contra para sus protagonistas. Pero también están la esperanza, las ganas de rearmarse, el coraje de seres invisibles que pelean cada centímetro de su viaje hacia la luz de una orilla segura. Personajes que quieren pasar del modo supervivencia al modo vida a pesar de todos los obstáculos.
Y una voz narrativa que hilvana las historias de estos personajes solo con la profundidad y la dulzura de quien es capaz de leer con delicadeza el alma humana. Hay tripas, pero también hay corazón. El de los protagonistas, el de la narradora, que se acerca a estas vidas y les toma la mano. No desde la vereda del frente. Ella está al lado, respirando. Sintiendo lo que sus personajes sienten. Sintiendo el miedo, el frío, el dolor y el hambre. Y sintiendo las garras que le van creciendo a una bestia cuando tiene que ponerse de pie, rugir y salir adelante.