Por Noelia Barrientos
Dura casi una quincena, pero un fin de semana largo parece suficiente para respirar (y juzgar) la esencia de Cannes cuando, esta pequeña localidad de la Costa Azul, celebra su famoso festival, este año en su 72º edición.
Ya bajándote del avión comienza a respirarse un algo diferente. Es lo que llamaremos el zsá zsá zsú de Cannes. Alguna palmera se cuela por el paisaje, mientras las primeras personas del mundo del séptimo arte, las que ya pertenecen a él y las que aspiran a serlo, asoman sus pintas. Es hora de decir: Bienvenido a Cannes.
El sol tímido arreglado con algunas nubes hace del resplandeciente paseo marítimo de la Croisette un panorama menos apetecible de lo imaginado. El bikini tendrá que esperar. Al igual que tendrán que hacerlo las películas porque, al contrario de otros festivales abiertos al público general, Cannes se encumbra como una mezcla de derroche, glamour, lujo y alfombras rojas. En definitiva, un traje hecho a medida para las estrellas y sus inabordables egos.
Las salas del Paláis, con capacidad para miles de asistentes, se llenan cada día de periodistas, actrices y directores de cine. Productores, distribuidores y cazadores de tendencias que se cuelgan su credencial y pasean, durante día y noche, por las colas de los teatros, por los cafés de una ciudad atestada o por las tiendas de lujo.
También están las películas a las que sólo se puede acceder con invitación, son las galas y los estrenos de alto rango. Las listas son cerradas y, muy de vez en cuando, regalan algunas entradas pocos minutos antes de la función. Es así como más de uno y más de dos animados, ataviados eso sí con sus mejores galas, se ubican en las puertas del cine con un cartel pidiendo el pase para la función. En la mayor parte de las ocasiones la suerte se inclina para el otro lado.
No tardas mucho en darte cuenta de que la ciudad no sólo se clasifica entre la gente con y sin credencial, esto ya per sé resulta demasiado evidente, ya que las propias credenciales tienen sus colores y, en función de tu rango (otra vez aparece este concepto), se puede acceder antes a las premieres, deshacerse de las colas inaguantables (que pueden dejarte fuera a pesar de la espera de horas) o que te concedan las mejores entrevistas.
Hablamos del sistema de castas de Cannes. Una pirámide de élite que convive durante esos días con el ciudadano a pie en un espacio relativamente pequeño. Al mismo tiempo, Cannes tampoco se muestra como una ciudad elegante y misteriosa. La ostentosidad, las mujeres posando hasta la ridiculez ante los fotógrafos, mientras la gente las admira ensimismada desde las gradas y los coches de lujo circulando con los cristales tintados muestran la cara B de la industria del cine.
Paralelamente a este ambiente viciado, está esa sensación de burbuja y encierro, dónde día tras día la rutina de los que no forman parte del celuloide y van a trabajar encuentran en este esquena del Festival, lleno de recovecos, algo adictivo.
“Éste es mi último festival”, proclamaba uno de los periodistas en su última noche en Francia, después de 15 años visitando y cubriendo este evento cumbre de la meca del séptimo arte. Hay dudas, sin embargo, de que esta predicción vaya a cumplirse. Y mientras unos se emocionan con su segunda o tercera edición, y otros sueñan con bajarse de la rueda, está la duda de cómo este pestazo a mercantilismo puede resultar atractivo para alguien.
Detrás del vértigo, que llama a ver películas vírgenes sin crítica previa, recién salidas del horno, están todas esas toneladas de purpurina que destapan un sistema injusto, elitista, para casi todos obsesivamente inalcanzable, para otros absurdo y molesto.
Criticamos a los indios en su propio país cuando señalamos sus vacas acostadas en la calle, su suciedad o esa espiral de dominio que marca tu destino y posibilidades desde el nacimiento. Y resulta que, no muy lejos de aquí, si miras hacia el Cantábrico, todo recto y a la derecha, aparece un sistema montado sobre principios muy similares, clasistas y hechos desde la diferencia, que nos muestran que da igual cuánta purpurina lleves en la cara, lo importante es tu credencial.
Por cierto, enhorabuena a Antonio Banderas por brillar en la ciudad de las castas.