Por Fernando Garrido
Hay quienes dicen que nuestra concepción del infierno, en su expresión bíblica cristiana, ha desencadenado una serie de confusiones y desconciertos entre sus devotos y estudiosos, dada la costumbre de los primeros traductores de la Biblia de traducir sistemáticamente el “Sheol”, hebreo, y el “Hades” y el “Gehena”, griegos, por la palabra infierno. Ya alguien más locuaz y profundo que el redactor de estas líneas dijo que no existían problemas filosóficos, sino problemas en el lenguaje. Puede que así sea. Pero el Infierno al cual hacemos referencia en esta crítica, es a la obra del director y dramaturgo José Luis Cáceres (El cañaveral, La furia de los amontonados, Territorios y cronología del olvido). Estrenada en medio de un desértico agosto, del cual no nos queda ni el recuerdo del frío, la obra, en clave de comedia negra, busca exponer la situación de miseria y abandono de una pareja.
La pareja interpretada por Carmina Riego y Gerardo Orchard, junto con vivir una existencia en donde el desprecio convive con la imaginación generada por la desesperanza, tienen por deporte el exponer y celebrar sus bajezas. La esposa, interpretada por Riego, se alimenta del gran oficio de la actriz, entregando los mejores pasajes del montaje, desarrollando un papel de una lasciva inteligencia y carácter, lo que hace evidente y abismal la distancia de su contraparte. Orchard, en cambio, transita en la representación de una masculinidad presa de la autoimagen de suficiencia, en donde la ocurrencia es un sucedáneo de la consistencia, extraviándose en una pirotecnia expresiva, dibujando un personaje cada vez más afectado conforme avanza la obra, del cual queda sólo su frustración e impotencia.
Aquellas vidas, sus vidas, desde un comienzo se nos explicita, recorren el camino que va de la miseria material al reproche; la distancia que recorre ese péndulo, ejerce una fuerza de atracción en el caso de la hija, quien es la única que los visita, y rechazo por parte de su hijo, del cual solo tenemos rastros, nimias menciones, vagas huellas de una homosexualidad, ausencia. La hija de esta pareja, interpretada por Valentina Acuña, entra en escena en la remembranza de la celebración de su menarquía. Aquel hito, la fundación del yo mujer en la vida familiar, dota de una forma definitiva su figura, la cual queda suspensa en la imagen de la nínfula. En ella y su grácil figura, su menuda existencia, en la fragilidad y celo por “la hija de papi”, está fundado el pecado y el silencio sobre el cual se sostiene esa familia. Esta vida suspensa en medio de las ensoñaciones y neurosis que producen una cotidianidad monocorde, se ve alterada e interrumpida por la presencia de un extraño, un haitiano interpretado por J. N. Becariño, que poco a poco se apodera de los espacios (y pieles) en los que viven, arrinconándolos, transformándolos en siervos de lo que, en un pasado no muy lejano, fue su reino.
Para articular todos estos elementos, Cáceres junto a Macanera Mora, generan una propuesta escénica que da cuenta de la serpenteante memoria en la cual está contenida y expresada la vida mental de sus personajes. La escenografía modela una conciencia, una psiquis en representación, un campo de batalla que se juega en distintos planos con secreto y desparpajo, un inframundo en cual colinda el deseo y el cinismo. Aunque nunca queda claro si a los personajes que lo habitan, les es relevante la culpa o la pena, conceptos centrales del padecimiento, tanto como lo es la llama al fuego, desaprovechando su potencial expresivo, tornando el recurso repetitivo e inocuo. Y esto no es problema del diseño escénico, sino que a la irregularidad interpretativa de Orchard y Vicuña, se le suma una dramaturgia sobrecargada, con una estaca en cada tema o pormenor que define la realidad de esta pareja de jubilados; condición de la pareja que si bien funda las condiciones materiales de su existencia, y el padecer, pasa desapercibida.
El Infierno de Cáceres es una propuesta más próxima a un museo de egos que el paseo a las cloacas de una clase media ensimismada y bastarda. Así, la obra es incapaz de ir más allá, ansiosa por ser ingeniosa e irreverente. Pero no lo logra. No lo logra porque la esposa interpretada por Riego nunca alcanza a desplegar la virulencia, majestad y hambre de Martha, de Who’s Afraid of Virginia Woolf?, obra que inspira, tributa y alimenta gran parte del conflicto con Orchard (hijos que solo existen en el discurso, celos, amantes, vida social, autocompasión, juegos mentales, etc.). Un George más patético que melancólico. No lo logra porque la obra, en su habitar la decadencia burguesa “Made in Chile”, con sus recriminaciones y lascivias, con sus impotencias y silencios cómplices, nunca logra mirarse realmente a la cara. Se posa a medio tránsito entre la definición de los espacios de su cólera y frustración, quedando presa de una enunciación que adjetiviza lo que apunta, en la viga de un realismo psicológico que nunca termina de desarrollar sus conceptos.
La obra pueden verla en Taller Siglo XX Yolando Hurtado, del 15 de agosto al 1 de septiembre, los jueves, viernes y sábados a las 20:30 horas, y los domingos a las 19:30 horas.
Dirección y dramaturgia: José Luis Cáceres
Elenco: Carmina Riego, Gerardo Orchard, Valentina Acuña y J. N. Becariño
Producción y prensa: Francisca Mundaca
Música: Marcello Martínez
Diseño: Macarena Mora y José Luis Cáceres
Vestuario: Fabián Jerez
Fotografía: Gabriel Munita
Diseño gráfico: Macarena Mora