Por Ana Castillo
Recuerdo la tarde, un par de años atrás, cuando pude apreciarla en una copia restaurada, con motivo del aniversario 55 del filme, y evoco las emociones que me colmaron en esa sala del Cine Club. Seguí atenta la historia de Nana, pero el final me encontró emocionalmente desprevenida; me sorprendió y me quedé sin palabras, como fuera de lugar.
Evoco el tironeo de la muchacha, devenida mercancía de una transacción, y quiero comprender qué significa ese final. Pronto me arrepiento de mi tendencia a la explicación. El arte no se explica, resuena en mi interior. Y vuelvo mentalmente a la escena que se fijó en mi retina: la muerte de la protagonista. Momentos antes la había visto discurrir lúcidamente sobre la vida. Las disquisiciones sobre las palabras se alzan en medio de las imágenes: se tensan ambos lenguajes. Pronto sabría que es la tensión que precede el final: lo inexorable. La filosofía no salvó a Nana.
Es definitivo: el final me sorprende, pero no me golpea. Incluso le asigno coherencia. (¿Se enojaría Godard?) Y es que no llegué a empatizar con Nana. No tuve permiso. El personaje se me revelaba en intimidantes primeros planos, y aun así no logré entrar en su misterio. Lo percibo roto, lo intuyo con deseos de recomponerse, como un espejo; el mismo elemento que me conectó, a través de un mezquino reflejo, con algo de la fisonomía de la joven, cuando ya me había dado la espalda. ¿Me anunciaba que el destino, la suerte o simplemente la vida, también se la daría a ella?
De la última escena, con Nana en el suelo como un papel arrugado, vuelvo mentalmente a la presentación, mientras caen los créditos. De perfil, de frente, de perfil. De allí, al primero de los doce cuadros anunciados y la conversación en un lugar ajeno. La discusión sobre la ruptura; la decisión de marcharse: coqueteos con la libertad. Hacia ella quiere volcarse Nana, desde donde le da la espalda al presente, frente al espejo que, ahora lo pienso mejor, sólo le permitirá acercarse al reflejo de la libertad.
Me resulta inasible el entorno de Nana, pero no lo necesito para seguirla en su aventura. Las imágenes fragmentadas son eco de su manera propia de querer vivir la vida. El dinero no alcanza. Se mueve entre los préstamos y las carencias, pero se empecina en que no le falte aire y éste le llega con la sensación de dominar su vida. Se le dificulta ganársela en lo que le gusta: la actuación. Entonces, se las arregla con un trabajo nuevo. ¿Vender el cuerpo? Pues es suyo. Se tiene, se descubre, se seguriza. ¿Es linda? Le dicen que sí. En el fondo, ya lo sabía.
A Nana le gusta el cine y se conmueve con la heroína que va a la hoguera; se entrevera con ella y llora en la oscuridad de la sala. Jeanne D’Arc muere y se libera; así lo ha escogido. No será la hoguera, sino un arma de fuego la que terminará con Nana. Antes, deberá completar las doce estaciones de su particular Vía Crucis, pues no transita por el dolor sino por algo parecido a la felicidad; pero como todo buen “cordero”, Nana morirá.
Me parece haber asistido al sueño de la muchacha: el de creerse dueña de sí, mientras se presta a todos, como reza el epígrafe de Montaigne. La protagonista se acercará a la experiencia de vivir, no la vida, sino la suya: sa vie. No la que parece natural y debida, sino la que escogió. Y lo hizo informada —en uno de los momentos más impactantes del filme— después de conocer todo el “reglamento” de la prostitución.
Por eso, creo, la película de Godard es honesta desde el título (y envejece con la misma honestidad). Se anuncia que es la vida de otro, tal vez igual a la de tantos. Y es justamente en este rasgo, en el de contar una historia a retazos que no busca la armonía canónica y que muestra sin mayores explicaciones una vida que puede percibirse miserable, donde se esconde la belleza de la obra. Una belleza que no puede explicarse con palabras, como no podía Nana explicar lo que sentía, según le cuenta al filósofo. Descubro, entonces, que –y me quedo con lo que decía mi voz interior– he estado frente a una obra de arte inefable en su belleza.
Dirección: Jean-Luc Godard
Producción: Pierre Braunberger
Guion: Jean-Luc Godard, Marcel Sacotte
Música: Michel Legrand
Fotografía: Raoul Coutard
Montaje: Jean-Luc Godard, Agnès Guillemot
Protagonistas: , Saddy Rebot, Guylaine Schlumberger