Por Fernando Arabuena
Henri Bergson, filósofo y premio nobel de literatura, de alguna manera nos dijo que hay que saber leer la inteligencia ya que funciona por esquemas tomando sólo trozos de la realidad. Es más, lo graficó como si fueran fotogramas de un cinematógrafo que nos arman una película discontinua y limitada. Lo único que nos pone en contacto con la fluidez de la vida es la “intuición filosófica”, dijo Bergson. Pero cuán difícil es salir de nuestra eterna película cotidiana, de eso que nos impide mirar desde la ventana de un vagón esa otra realidad que nos traspasa y nos dice:
“Aunque la garza
desde el tren
parece estática,
yo sé que la nieve de su cuerpo
está viva
como la luna.”
Así, sentado en ese vagón, el poema Vida de Marcelo Jarpa nos trae a la realidad aquello que trasciende a nuestro viaje. Porque la poesía son esos fotogramas compuestas de partículas subatómicas que nos atraviesan con su propio túnel cuántico, derribando las fronteras limitantes y llegando a nosotros con la pura intuición poética. Y no es que la visión de una garza excluya las barricadas del Parque Forestal; la crisis social que atraviesa Chile; ni el fuego que destruyó la pequeña sala de la Veracruz donde el poeta leía a Cicerón en su taller de lecturas literarias. Más bien, esa garza es aquello que:
“emerge como un gran reino perdido pero que es posible de reconquistar por medio de la palabra”
Como describió Raúl Zurita Las meditaciones del parque, de Marcelo Jarpa.
Y es en ese Parque Forestal desdoblado y desplegado a su infinita realidad, donde eres atravesado por la belleza en medio de nuestro padecer y miseria humana. Donde nace desde las fuentes la ninfa Cecilia, musa perdida entre corredores espaciales y puertas que juntan Santiago con Nueva York. Porque el poeta, caballero frente al fuego, no cede su reino, más bien lo levanta con el derecho propio de la libertad poética. Y lo hace entre bases espaciales tras los árboles, donde quizá aún se oculta Tristán e Isolda, o los sueños de Alonso Quijano en su libro El ángel frente al fuego.
“Me levanto a medianoche para admirar la luz de tu calendario. Vas poco a poco entrando a la nave principal de mi cerebro. Luego desapareces al doblar los ensueños y recorrer mis impulsos de ardiente pasajero. La luna, lavandera de hilos blancos de todos los días es quien guarda los secretos de caballeros audaces. Por eso entenderás al príncipe al costado de un delfín sangriento y mañana al despertar seré tu niño y guerrero del fuego”
Las visiones siguen en espacios que se extienden a años luz, donde debemos perder el camino de regreso y suspendernos en un bosque que linda con Brocelianda. Donde caballeros toman del grial las palabras de la vida eterna; entre viajes por auroras boreales y lejanos parajes antárticos. Y siempre merodea el amor a Isolda, Penélope o su eterna musa María Amelia; entre las constelaciones del zodíaco, donde el poeta toma el vino del Líbano mientras contempla los jardines colgantes de Babilonia. Es la búsqueda del cuenco que contiene las palabras, o del diamante de Agra que lo espera en alguna parte de la Vía Láctea:
“Busqué luego el diamante Agra cuyo brillo en el turbante crema de un emperador mongol del S. XVI daba relámpagos de sabiduría sobre todos los planetas. Y acampé mi humilde cuerpo sobre una aurora boreal, llena de misterio a través de los siglos”
Pero mientras el viaje continúa, siguen sucediéndose los repetidos fotogramas de Bergson en las cenizas de los tiempos turbulentos de este lado de nuestra tierra (de nuestro Chile ciego y sordo). Mientras revienta el propio cinematógrafo de la realidad convenida, dejando libre a una garza que en la blanca lucidez de un poema nos deja ver tras las ventanas: “aquella corriente vital que en su proceso de creación continua, tiene al universo más vivo que nunca para abarcar una nueva realidad”.
Y en este intento, no hay más que Atravesar la Vía Láctea a Pie en las páginas de su libro Pan de Lágrimas, y darse cuenta de que hacen falta sólo las nervaduras de las plantas para acceder a ese nuevo mundo, cuyas partículas nos atraviesan con el permiso de la poesía:
“Podía ascender por el tallo de una rosa y tejer una corona de espinas en la sangre del sol. Después morir de amor. Ir en busca del eslabón perdido, atravesar la galaxia a pie y tomar el vino del Santo Grial.”
Hoy, el poeta contempla desde su ventana su siembra en un parque distinto, donde los enamorados caminan eternizando cada paso; solitarios como fantasmas, preguntándose como en uno de sus poemas: ¿Es posible que el arcoíris haga contacto en los dos polos? La respuesta quizá abra otras puertas que nos conduzcan a un mejor lugar… o a la insistencia de un mejor lugar:
“ Te recostaré sobre el color rojiblanco del arcoíris y dibujaré sobre tu muslo una Hostia Consagrada. Después iremos hacia la perspectiva de los astros luminosos donde alabaremos el relámpago de los arcángeles y serafines. ”
Mientras la luz del día cae, los poemas aún cantan anidados en los árboles del poeta del parque.