Por Fernando Arabuena
Corría 1990, y un grupo de poetas entraba a la librería Gandhi de Juan Luis Martínez en la viñamarina galería Saleh. Entre ellos uno más joven: de abrigo café claro, patillas largas y un libro bajo el brazo. Fue la primera vez que vi a Marcelo Novoa (Viña del Mar, 1964) entre la jauría de los poetas del puerto. Pronto se corrió la voz de sus talleres literarios en los salones del Palacio Carrasco, allí donde funciona la Biblioteca Municipal, y estudiantes de diferentes carreras se juntaron alrededor de largas divagaciones sobre Mallarmé, Rimbaud, Baudelaire o la recién estrenada película The Doors de Oliver Stone. Así salían esos escondidos poemas entre los chaquetones grises de los futuros músicos, diseñadores y relacionadores públicos que durante esos días sólo querían ser poetas vagabundos.
Hoy, seguimos sus huellas entre las escaleras-miradores de los cerros porteños. Pero no las que llegan hasta el doctor en literatura ni a su editorial de género fantástico: Puerto de Escape, sino esas que bajan cada noche de lecturas en bares hasta el mismísimo barrio puerto, hacia este autor-lector-editor de los 80 en su propia y más pura poesía.
“(haiku de acá)
a Milton Aguilar, allá
luna llena de invierno
sobre el mendigo
otra moneda esquiva”
(de Arte cortante 1988-2018)
Marcelo, volviendo sobre las huellas de tu propia poesía, háblanos de esos primeros pasos…
Repasar ese otro que fuimos alguna vez es raro, pues no sólo acuden fantasmas personales y muertos ilustres, sino también comparecen miríadas de influencias, una descarga de sensaciones atinadas y huidizas que aquí/ahora damos en llamar juventud. Entonces, me veo sentado en una escala de cerro, reflexionando con ebria franqueza sobre el oficio del poeta. Me juzgaba inexperto, incomprendido y antisocial, pero profundamente convencido de que sólo un gesto colectivo nos sacaría del pozo de los falsos deseos fachos. Pues para siempre o hasta nunca resuena el bajo continuo de mis años de formación: la dictadura marcando cada una de estas pulsiones adolescentes estampó en ellas una suerte de sensibilidad enferma. Pues, si quisimos tomarnos las calles, apenas nos emborrachamos en noches de plazas desiertas, con mucho miedo ambiente, entre espectros familiares y fuegos fatuos de la patria en duelo. Tanto tormento interior/exterior nos pudrió el aliento feliz de las mocedades y contaminó nuestra escritura con dosis letales de desencanto que alcanzan incluso a este presente hecho trizas, ardiendo en barricadas, tras tanta historia.
LP (1987) mi primer libro se escribió a saltos entre 1982 y 1986, en Valparaíso, bajo la órbita generacional de Trombo Azul (editorial independiente y autogestionada que hoy sería de nicho – se ríe – ) y puede leerse como el intento afortunado de dar con una voz propia entre la variopinta muchedumbre de poetas crecidos al amparo de las universidades intervenidas (pienso en la sombra bienhechora de los mayores: Moltedo, Martínez, Jacob, Cameron y Correa; o al descampado junto a mis contemporáneos: Rojas, Pérez, Madrid, Figueroa, Báez). Usos verbales tomados de la oralidad se funden con lecturas enganchadas a las vanguardias mundiales y latinas, adobadas con (in)cierta cháchara posestructuralista (Barthes, Derrida, Foucault, Deleuze, Kristeva dixit) que hoy supongo de conocimiento público al alcance de un clic o bien pasto del olvido virtual. Ese otro me temo, también fui yo.
“ii.
caminé entre películas de escombros, sucesivas
calles de similar miseria; lloverán incesante orina
ángeles lisiados sobre encendida pantalla de guerra
i se escucharán por doquier atroces baladas (…)”
(fuente de malentendidos en Arte cortante, 1996)
Esas “baladas atroces” que se repiten en la memoria de un poeta traspasado por este puerto principal, ¿cómo configuraron tu obra temprana?
En la coda de despedida a mi primer libro anuncié que “preparaba cuerdas y madera, a manera de cadalso o instrumento”. Esta idea funesta, muy propia del espíritu de época dictatorial, equipararon mi andamiaje verbal recién aperado al catafalco de sueños generacionales rotos tal si una máquina de torturar recuerdos los tragase. Esta sombría percepción rondaba mis días y mis noches porteñas, hasta que hizo su entrada triunfal el tardío amor, puro deseo casi, sin mucho más asidero real que un par de decepciones, otros muchos autoengaños y una vergonzante, hasta hoy, escena de celos sin culpable a la vista. Entonces, no sería inverosímil pensar que las “atroces baladas”, radiales y televisivas, fueron el sol y la sal sobre la piel sensible de alguien buscando amar a quien se fuese aparecer al otro lado de tanta pasión desatada. Los diarios de Kafka, recuerdo, trajeron lucidez a mi veladura de armas en medio de las tinieblas de un corazón irresoluto. Entonces, pensar en esta damisela esquiva y casquivana, belleza o verdad con ajustados jeans, torturando inclemente al ingenuo poeta, tan fuera de moda, se me transformó en un mantra donde fama, éxito y productividad casi nunca se corresponden con honestidad, compromiso y lucidez por parte de los escritores al uso; hasta que topamos techo con cierto paradigma recién estrenada la malnacida transición democrática: la postmodernidad que le dicen, instaurando al cinismo como forma de comunicación afectiva en aquellos tiempos que corrían y que aún hoy, tropiezan igual de mal. Pues la dictadura no sólo me condicionó a mí, sino a tres generaciones al menos, que aún no reparamos ―algunos entendieron que se trataba de negociar― nuestra culpabilidad. Por obra, omisión y testimonio no podemos huir de la escena del crimen, pues somos juez y parte. Lo terrible, es que a algunos viejóvenes de aquella época todo esto les importa un carajo, y no entienden que su desmemoria y apatía, son la respuesta que nosotros nunca aceptaremos. Y si nadie quiere oír tanta estropeada canción de amor igual seguimos entonándola.
“Una “lección de precipicio” en tu obra
vértigo de innúmeros pisos
no atrae al suicida tampoco
vacío de ascensor indecente
bostezo del cielo embobado
labios entreabiertos gigante
caries en plena boca de dios”.
(de Asomado al abismo de un sombrero, 1992)
Hablando de precipicios, ¿cuáles son los límites a los que llevas al lenguaje poético?
Siempre me interesaron autores híbridos como Poe o Cortázar (¿poetas o narradores, fantásticos o realistas?), esos mismos que Barthes llamó “anfibios”: Kafka, Mishima o Beckett. Y aunque me representa aquello que adivinó Carlos Henrickson al hablar de mi prosa «mestiza» también sé que me deconstruye como un holograma en pleno día. Ahora mismo, por ejemplo, escribo un largo poema sobre un Valparaíso poshumano, donde voces se pasean entre ruinas, compareciendo en un mismo plano, épocas, personajes y perspectivas diversas, hasta fundirse en una sola gran unidad: viva; esa alteridad cotidiana me hace creer que Valparaíso nunca morirá. ¿Cómo clasificarme entonces? ¿Poeta CF? Porque he vertido mis versos en tres entregas: Arte cortante 1996, 2002 y 2019, casi siempre bajo el mandato rimbaldiano de vida y obra hermanadas, pero al modo tercermundista. Una suerte de autoconstrucción que crece y crece en el sueño de la Obra Propia. Pues dicha prospección poética siempre en reparación ansía entender que la «pérdida» a la que alude-elude el arte contemporáneo, incluida mi tardía poesía suscrita en Valparaíso, al filo del XXI, es una inútil labor de apilar palabras contra el viento, sobre los escombros vivientes de otra lengua muerta: la poesía moderna. Y este amor por lo resta del lenguaje poético siempre en fuga, en la generosa y bella edición de mi amigo-editor, Patricio González: Arte cortante (Altazor, 2019) amplía y corrige tal mapamundi de mis obsesiones con el lenguaje y sus enrarecidos tropos humanistas, lo que bien podría constituir a estas alturas: mi huidiza poética sobre la imposibilidad de escribir en los tiempos que corren.
“nunca bailé la horrorosa onda disco
a Ronald Smith
juro que vi cuerpos hinchados de tedio, pies
lastimados por ningún rito, insomnes parejas
muertas en las cunetas.
tristes luminarias sobre pobres galpones
alumbrando su torpe contento, apenas un delito
de multitudes: juvenil tierra baldía, donde tirar
bajo la mortecina luna coca-cola.
ahí bebimos licor barato, temprano para retornar
a casa poblada de objetos fantasmales que
amaron nuestros padres. sin soñar siquiera una
fosa i dormir al ocupado mediodía de los demás.”
(de Arte cortante, 2002)
Lejos de la onda disco, ¿cuál es el baile del poeta que no claudica frente a las convenciones?
Una variante no exenta de anárquica falta de gracia me hace saltar feliz, desde oscuras bandas sonoras pospunk hasta las cerebrales rabietas del rock-in-oposition. También pongo oído a la nota honesta futura que aún puede iluminarme en estos tiempos de apariencias democráticas y dobles fondos sociales; pienso en los novísimos ucranianos de Dakha Brakha o esos pergenios de college gringo, Mother Falcon. Así aplaco mi duda metódica sobre el mercado todopoderoso, el inaplazable desastre medioambiental y las luchas intestinas en cada nuevo colectivo poético, pues siempre me sucede que suelo hallarme ante sus pasos en falso. Pero seguiremos dando cabezazos contra el capital (llámese Estado o Santiago). Ojo, que no he desistido ni pienso claudicar. Prueba de ello son el centenar de concursos, ponencias, reseñas de casi todos los de mi generación, amén de ediciones, encuentros y talleres que llevan mi firma. Aunque siento que falta tanto por hacer y deshacer en este resbaladizo terreno literario. Sé que se han sumado otros creadores, jóvenes y no tanto, autores desdoblados en antipáticos organizadores (muchas veces, los maledicentes nos consideran aguafiestas del desorden o bien, demasiado comedidos al minuto de celebrar la chifladura ambiental que rodea los círculos literarios locales). Pero, tristemente, veo prosperar la distancia casi insalvable entre nos-otros y los no-lectores de poesía en estas costas . Abismo que no tiene trazas de achicarse, al contrario, tiende a crecer con tantísima palabra rota haciendo de puente cortado.
Título: Arte cortante (1988/2018)
Autor: Marcelo Novoa
Editorial: Ediciones Altazor
Temática: Poesía
Número de páginas: 177