Entrevista al director regional de Sidarte, Ricardo Rodríguez: «Todas las veces que conversamos con Juan Radrigán sobre teatro aprendía algo»

Por Francisca Ortiz Sepúlveda

Conversamos con Ricardo Rodríguez Sepúlveda, director regional de Sidarte y cofundador del colectivo al cual el destacado dramaturgo nacional le confió sus principales obras para así fortalecer en la zona una de las corrientes más significativas del teatro chileno.    

Cuando se hace referencia al teatro social en Chile, el dramaturgo Juan Radrigán Rojas (1937- 2016) viene a la memoria como su principal exponente. Dentro de su trabajo literario se encuentran diversos géneros, como la poesía, el ensayo y la dramaturgia. Sus temáticas centrales están enfocadas, como decía él, “en los marginados sociales de esta tierra”. Acorde a sus propias vivencias, logró plasmar en guiones los contextos de vulneración, las vivencias y sentires de quienes la sociedad y el Estado mantienen al margen.

Este 23 de enero se conmemoran 84 años de su natalicio, momento propicio para recordar parte de su legado y revelar algunas historias de la mano de Ricardo Rodríguez Sepúlveda, teatrista, actual director del Sindicato de Actores y Actrices de Chile (Sidarte) en la región de Ñuble y cofundador de la extinta compañía El Litre, colectivo al cual confió sus principales obras para así fortalecer en la zona una de las corrientes más significativas del teatro chileno.

¿Cómo surge la amistad con Juan Radrigán?

Al año de la creación de El Litre nos contactamos con Radrigán. Eso a raíz de que conocí al maestro Roberto Parada, porque yo viajaba harto a Santiago y me movía en los circuitos teatrales: me iba al ICTUS a las 16.00 de la tarde porque a esa hora estaba la Maité Fernández y tomábamos mate mientras ella se maquillaba para la actuación de la noche. Un día tomando desayuno con el maestro Parada, en su casa, me dice: “Oiga, amigo Rodríguez, ¿sabe? Hay un autor nuevo que está apareciendo y yo creo que usted se va a entender bien con él”. Roberto Parada se dio cuenta que la onda mía era la de Juan Radrigán y al siguiente viaje a Santiago él ya me tenía agendada una reunión con Juan y ahí lo fui a conocer. Vivía en un cité allá por Recoleta, escribía en una mesa, en un cuaderno a mano, bueno, hasta el final escribió a mano no más, y ahí nos hicimos súper amigos. Conversando y viendo sus obras de teatro, eran de la línea de lo que estábamos haciendo en Chillán, porque nosotros habíamos escrito unos textos también, pero de ahí para adelante empezamos casi a hacer puro teatro de Radrigán. Juan, cuando iba al sur, pasaba siempre aquí a la casa en San Carlos y a tal punto llegó nuestra amistad que incluso tengo por ahí una obra de él pegoteada, escritas las líneas a máquina, cortadas con tijeras para cambiar la sintaxis de alguna frase. Él las pegoteaba y me mandaba fotocopias o mandaba el texto antes de publicarlo en Santiago. Eso fue, yo creo, el mayor reconocimiento a nuestro trabajo teatral.

¿Qué opinaba Juan Radrigán del trabajo que estaban realizando con sus obras?

Él trabajaba oficialmente con la compañía El Telón en Santiago, pero en el año del centenario de Neruda, invitaron a Juan a dictar un taller de dramaturgia en Parral, y para el cierre de las actividades invitaron a El Litre a presentar la obra La parábola de los fantasmas borrachos en el Municipal de Parral. Ese año, Juan había obtenido el premio a la mejor obra del año con Beckett y Godot en Santiago con el Teatro de la Universidad Católica. Al terminar la función en Parral, le hicieron entrega de las llaves de la ciudad, lo nombraron hijo ilustre y cuando empezó a despedirse y a agradecer el reconocimiento, contó que había recibido una invitación de Irlanda para el Festival Mundial de Teatro, que se hacía todos los años, para que llevara la obra Beckett y Godot y dijo: “Me tomé la libertad de responder que sí, que yo iba, pero que el montaje tenía que hacerlo el grupo de teatro El Litre de Chillán, y aceptaron la propuesta, así que aquí le hago la invitación a mis amigos”. Y esa fue una muestra de que la relación que había con él fue muy buena y cercana. Lamentablemente, yo no pude llegar a interpretar en inglés, eso nos impidió lograr esa meta”.

¿Hay algún hito significativo de tu amistad con Juan Radrigán?

Sí, claro, todas las veces que conversamos sobre teatro aprendía algo. Una vez me dijo: “Al dramaturgo de repente no le interesa que una obra sea académicamente bien mostrada, al dramaturgo le gusta que la obra le muestre al público lo que él sentía cuando estaba escribiendo, y para eso no puede ser una obra académica bien hecha, porque le va a faltar algo; y es eso lo que tienen ustedes conmigo: trabajan muy bien mis obras, porque tenemos una línea de pensamiento, de acción y de sentimiento por los valores del pueblo que son iguales”.

CULTURA DE LA RESISTENCIA

La práctica teatral como un acto de comunicación, construye un imaginario social cuyo mensaje se intenciona a partir de una realidad, este hecho o situación creada es dirigida hacia un público/audiencia/espectador(a). El objetivo, muchas veces implícito en diálogos, escenografía y gestos, es estremecer los sentidos, reflexionar sobre la contingencia, entretener, dar respuesta o repletarse de dudas, acciones que parecieran transformarse en armas frente a la censura.

El teatro en Chile, como toda disciplina artística con fundamentos en la crítica social, no está exenta de transformaciones y sobrevivencias marcadas por los distintos períodos de la historia nacional. Los intentos por diezmar este arte sólo lo condujeron a posicionarse a la cabeza de la cultura de la resistencia.

A pesar de que se trató de hacer desaparecer el teatro social, en los años 70 y 80 resurgieron propuestas alternativas que, de la mano de la creación colectiva, destacaron en aquella época. Parte de esto fue -en un inicio- las compañías de Teatro Universitario en regiones, la compañía La Feria, la compañía El Túnel, la compañía El Aleph, la compañía ICTUS, entre otras en Santiago, cuyas temáticas pusieron sobre la mesa aquellos temas que en el plano público estuvieron vetados y a los cuales los medios de comunicación no hacían referencia, como por ejemplo: la cesantía, la psicología social, el abandono, la pobreza y la dura realidad de “los(as) marginados(as)”. La región de Ñuble también fue un actor relevante en este contexto, a través del trabajo territorial y teatral en poblaciones como Santa Elvira, Rosita O’Higgins y Vicente Pérez de Chillán. La compañía El Litre, elenco local, cumplió un rol fundamental en descentralizar el arte y reivindicar el espacio público que fue arrebatado de las poblaciones.

¿Hubo movimiento teatral en Ñuble?

Sí, claro. En Chillán estaba el Teatro Experimental, el Teatro de la Universidad de Chile y tres o cuatros grupos independientes, pero eran más pequeños. En San Carlos también había y en Bulnes también creo que había otro.

¿Cómo surgió la compañía El Litre?

En 1974-1975, por ahí, nos echaron del Teatro de la Universidad de Chile. Nos juntamos todos y decidimos seguir en el Teatro Experimental y empezar a trabajar ahí. Era el único grupo al que nos podíamos sumar. Pero hicimos un compromiso: entrábamos al Experimental con la finalidad de dejar establecido, mediante la acción, que éramos la mejor compañía de teatro de la región. Dijimos: “Cuando hayamos ganado esa estatura, entonces empezamos a hacer el teatro que queremos”. En esos años estrenamos “Pedro, Juan y Diego”, fue una obra que estuvo una semana en cartelera en Chillán, lo que es mucho para esos tiempos. Bueno, después del estreno de esa obra dijimos: “Ya, hay que tomar la decisión, empezamos ahora a hacer el teatro que nosotros queremos”. Eso fue al comienzo de los 80. Fue comprensible que muchos no quisieran dar el siguiente paso, ya se tenía la experiencia de cómo era la dictadura, porque cuando recién empezó nadie pensó cómo sería, y hubo muchos compañeros que no se atrevieron. Finalmente partimos cuatro no más: Víctor Fuentealba, Erica Reyes, Lilian Mora y yo (Ricardo Rodríguez) fuimos el grupo central. Nos colaboraron en forma esporádica otros compañeros y compañeras. En los últimos montajes nos acompañó en la música Ricardo Alvarado y su esposa Anne Chipp, siempre conducidos por Víctor Fuentealba, un extraordinario director chillanejo. Con el tiempo nos invitaban a las peñas universitarias, porque sabían que estando nosotros se llenaban. Donde nosotros nos presentáramos, llegaba un montón de gente. El año 1987 recibimos un reconocimiento: dos de nuestras creaciones se incluyeron en una antología crítica, El teatro poblacional chileno publicada por la Universidad de Minnesota; y el año 1988 fuimos mencionados en el ensayo crítico sobre Práctica teatral y expresión popular en América Latina, publicada por Ediciones Paulinas en Buenos Aires, Argentina.

¿Cómo fueron sus primeros ensayos y presentaciones como El Litre?

El radioteatro fue lo inicial, porque hubo un momento en que no nos podíamos reunir para presentar una obra teatral, entonces empezamos a editar casetes que circulaban tan clandestinamente como si fuese un casete de Silvio Rodríguez (ríe). Llegaban a las poblaciones y la gente los corría, los escuchaba y pedíamos retroalimentación. Éramos muy cuidadosos en elaborarlos, teníamos un equipo de profesores, entonces con ellos se fijaba el objetivo en una reunión y nosotros escribíamos sobre tal o cual tema. Yo escribía el libreto, lo volvíamos a analizar para ver si cumplía todos los objetivos; si se daba el visto bueno, se grababa y se hacía correr. Para grabar, lo hacíamos en una de nuestras casas que tenía un clóset grande empotrado, tú entrabas, lo mirabas y era un clóset con ropa colgada y todo eso, pero sacabas los colgadores de ropa, cerrabas las puertas y estaban forradas por dentro con plumavit, había una ampolleta arriba, un micrófono colgado del techo que lo bajabas y ahí adentro del clóset podías grabar, sin ruido, sin interferencia, nada. Además, desde el 73 al 90 hicimos los actos de Homenaje a Neruda. Ahí se atrevieron a colaborarnos Gonzalo Rojas, Carlos René Ibacache, entre otros. Hicimos lecturas dramatizadas de gran parte de su obra. Creo que el Canto General es lo más destacado hecho en Chillán sobre su poesía, además fue hecha con la actuación de grupos poblacionales principalmente.

RECUPERAR LOS ESPACIOS

¿Qué características se propusieron como elenco para la fundación de la compañía?

Nosotros nos llamamos todavía teatristas, porque ese concepto identifica personas involucradas en el teatro, pero nadie es el primer actor, ni la primera actriz, sino que todos hacen lo que haya que hacer para cumplir con el propósito de juntar la obra, el/la autor/a y el/la espectador/a, lo que sea. Tampoco usábamos escenografías ostentosas, en algunas partes usábamos dos o tres elementos no más, cuando actuábamos en la calle no podíamos poner una escenografía, incluso hubo una etapa que trabajábamos con niños sin escenografía, con elementos en las manos nada más. Como compañía nuestro principal símbolo era que en nuestras obras de teatro nadie iba a ir a dormir siesta ni a descansar (de ahí el nombre “Litre”). Y la premisa: no se estrenaba en ninguna sala oficial, todos los estrenos de esta compañía eran en las poblaciones y todas las funciones debían terminar con una discusión escuchando a la gente. Por supuesto, para ello partimos con Radrigán. Estrenamos obras de Radrigán antes que las estrenaran en Santiago, porque nos hicimos muy cercanos con él. La primera obra que nos envió fue El loco y la triste, con esa iniciamos la compañía, pero la que más presentamos fue El invitado.

¿Cuál era el sentido o enfoque de llevar el teatro a las poblaciones?

Lo principal era reivindicar el espacio de los/as pobladores/as, esa era la idea. Nosotros decíamos que la cultura no tenía por qué estar radicada en el centro de la ciudad; y, al revés, si había gente en el centro de la ciudad haciendo trabajo cultural, tenía la obligación de llevarlo a quienes estaban siendo abandonados/as por el sistema en ese momento. Había que recuperar los espacios de las poblaciones, ir donde la gente a conversar con ellos/as, discutir, hacer y recoger propuestas. Siempre terminábamos la presentación con un conversatorio con el público. Lo bonito era que cada vez que la presentábamos, alguien tenía una visión de algo nuevo, porque para cada uno había sido importante una cosa distinta. A veces, para sacar a la gente de las casas a la calle, llegábamos, nos parábamos en una esquina y hacíamos una intervención teatral, entonces salía toda la gente a mirar. Nosotros nos íbamos y empezaba la protesta. Eso también lo hicimos en Osorno, Talca, Valdivia y Ancud con una Red Nacional de Teatro que existió en ese tiempo. Había compañías de Arica hasta Ancud y lo único que hicimos a través de talleres e intervenciones teatrales era demostrar a las personas que uno podía andar en la calle sin que le pasara nada, activarlos, sacarlos del miedo un rato. Y no solo fuimos una compañía de teatro, fuimos gestores/a de varias iniciativas, talleres, conducción de grupos, capacitación en prensa popular, enseñábamos análisis de noticias, se conformaron grupos folclóricos, hicimos varias actividades con dirigentes/as  y pobladores/as.

¿Qué rol cumplió la Iglesia en el vínculo entre el teatro y la población en Ñuble?

En el Obispado de Chillán existía un departamento laboral, ahí llegamos a trabajar con la compañía. Ese departamento se vinculaba con sindicatos de trabajadores y de ahí partimos insertándonos en las poblaciones. La Iglesia era una forma segura de llegar. Había curitas que eran muy jugados. Por ejemplo, cuando íbamos a otras ciudades a actuar, le teníamos que contar a un cura que trabajaba con nosotros. Él nos daba un papelito y una dirección. Lo primero que teníamos que hacer al llegar a la ciudad era ir a ese lugar, hablar con esa persona que decía en el papel y que esa persona nos dijera “ya, upa chalupa”… y generalmente esa persona era otro cura.

Edición: Daniel Giacaman Zaror

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