Por Paula Frederick
En Sueños de invierno de Nuri Bilge Ceylan, ganadora de la Palma de Oro en Cannes 2014, la palabra es la fuerza gravitante. Sea para llenar un momento de silencio o para decir cosas trascendentales, los personajes y los lugares hablan. Los diálogos llenan los espacios, los momentos y los días interminables. No es casualidad que la última entrega de Ceylan esté basada en cuentos de un clásico de la literatura universal, Ánton Chéjov, donde como en todas las obras del escritor ruso, los personajes se definen por su piscología y su intelectualidad. En otras palabras: más por lo que dicen, que por lo que hacen.
Después de todo, la vida del protagonista de Sueños de invierno, Aidyn (Haluk Bilginer), ha sido siempre cercana al mundo de los diálogos. Viejo actor teatral ya retirado de escena, decide dejar atrás su vida pasada y establecerse en su pueblo natal en Anatolia Central, para hacerse cargo de un hotel. Sin embargo, delega gran parte de sus funciones diarias a su administrador, para enfocarse en lo que más le interesa: escribir. Mientras intenta hilar sus ideas en una columna para el diario local y sigue adelante con su investigación sobre el antiguo teatro ruso, la vida cotidiana lo invade por varios frentes, lo que le impide permanecer en la dimensión de las ideas: los problemas del hotel, los reclamos de los lugareños, la relación tensa con su joven mujer, la presencia quejumbrosa de su hermana Necla. Cuerpos que se mueven en forma satelital pero que no logran totalmente ser parte de su mundo.
Siguiendo la línea de su anterior película, Érase una vez en Anatolia, Ceylan crea un cine que se toma su tiempo, que excava en sus personajes sin prisa y deja entrever poco a poco sus matices. Estos seres que parecen perdidos pero solo están absortos en sus pensamientos y se mueven siempre en los mismos códigos: paisajes que te quitan el aliento, horas interminables, ausencia de hechos decisivo que, al menos en el cine clásico, valdría la pena narrar. No hay sobresaltos, sorpresas, moralejas ni epifanías, solo destellos de acciones que prometen desencadenar algo pero que al final se quedan ahí, suspendidas, para luego disolverse en la dimensión de la normalidad. Entonces, la verdadera acción es la que sucede de manera subterránea, detrás de las piedras de las ruinas de Anatolia, entre los pliegues del alma de los protagonistas que solo verbalizan en palabras, pero que rara vez transforman en acción. Como si todo fuera parte de un letargo de invierno.
Convengamos que Sueños de invierno no es una película esperanzadora. Es más, parece inmovilizada en su propia dimensión onírica. Aunque los personajes hagan declaraciones de principios, describan acciones o incluso proclamen la manera en que cambiarían el mundo, esta voluntad se contrapone a su incapacidad de abandonar la zona de confort donde están absortos. Ese lugar seguro que amenaza al mismo tiempo con transformarlos en fósiles, parte indeleble de las ruinas de glorias pasadas que hoy solo ven pasar el tiempo.
Mientras abundan los primeros planos y los silencios incómodos, el director se afana por dibujar un protagonista intelectual, que se refugia en el estudio del teatro turco antiguo, en el desarrollo de la palabra y en una vaga noción de idealismo. Pero a medida que el relato avanza, Aidyn deja ver también su cinismo, su lado pusilánime y su incapacidad de involucrarse emotivamente con quienes lo rodean.
Así, los demás personajes parecen acoplarse a él, tanto en la pasividad como en la abundancia de palabras en desmedro de la acción. A excepción del actuar aislado de un niño enojado, de un hombre borracho y de un caballo salvaje que se resiste a ser domado, todos viven un día a día sin sobresaltos. Entre desayunos y cenas, un bajativo compartido, un viaje rutinario en auto o una caminata silenciosa por las rocas milenarias de la región de Anatolia. El relato entonces se desarrolla como la vida de los personajes, rico en su belleza exterior y en la inmensidad de sus paisajes, lleno de palabras y carentes de movimientos decisivos.
Al final, la propuesta de Ceylan deja suspendida varias preguntas: ¿Debe ser el cine, necesariamente, una cadena de acciones que sobresalten nuestra existencia? ¿Es válido sentarse a ver tres horas de belleza, suspensión y pasividad? ¿Por qué querríamos enterarnos de la vida de personas a los que no le sucede nada en particular? Quizás, sea cosa de gustos. O tal vez, la pantalla grande puede también ser un reflejo de la vida misma. Donde a veces no ocurren grandes acontecimientos, las horas se vuelven monótonas o, como en pandemia, la cotidianeidad del espacio se transforma en un constante deja vu. Donde, en ocasiones, solo las palabras nos ayudan a proyectarnos, a soñar otros mundos y vivir nuevas experiencias, aunque sean abstractas.
Ahora, si esta cotidianeidad se enmarca en un paisaje bellísimo (para nosotros lejano y misterioso), captado en su inmensidad de manera virtuosa y con actuaciones que conmueven por su simpleza y naturalidad, entonces puede valer la pena. La invitación es a detener el propio tiempo, hacer una pausa y sumergirse en este pedazo de vida paralela que el cine nos regala.
Título original: Kis uykusu (Sommeil d’hiver)
Dirección: Nuri Bilge Ceylan
Guion: Ebru Ceylan, Nuri Bilge Ceylan (Cuentos: Antón Chéjov)
Fotografía: Gökhan Tiryaki
Reparto: Haluk Bilginer, Melisa Sözen, Demet Akbag, Mehmet Ali Nuroglu, Nadir Saribacak, Ayberk Pekcan, Nejat Isler, Serhat Mustafa Kiliç, Tamer Levent, Gülsen Özbakan
Productora: Co-production Turquía-Francia-Alemania; Zeynofilm, Memento Films Production, Bredok Filmproduction
Año: 2014
Duración: 195 min.
País: Turquía
Distribución: Arcadia Films