Por Paula Frederick
Eric Rohmer es quizás uno de los cineastas franceses más amados. No es casualidad que haya partido de esta tierra en una fecha muy cercana a otros dos grandes maestros, Michelangelo Antonioni e Ingmar Bergman. El cine de los tres se caracteriza por su carácter intrínsecamente contemplativo, por tomarse su tiempo para retratar los detalles más mínimos e imperceptibles de una mirada entre dos personajes, por transformar los diálogos en el centro gravitante de la narración.
El rayo verde del director francés es, precisamente, una película profundamente “Rohmeriana”. Conversaciones reiterativas, a veces redundantes, personas comunes en situaciones ordinarias, que se nos presentan en su cotidianeidad hasta en el más mínimo detalle. El periplo de la protagonista, Delphine, a ratos puede hacerse agotador, porque la inercia que la lleva a pasearse por todas partes traspasa un hastío que hace imperioso el deseo de que encuentre lo que está buscando. Lo cierto es que Delphine está descontenta. No le falta trabajo, ni amigos ni un lugar dónde pasar sus vacaciones o con quien pasarlas, que se intuye es lo que más le importa. Pero eso parece no bastar. Nada llena ese vacío inexplicable, que ni ella es capaz de expresar a quienes se lo preguntan. Ese inconformismo lo lleva consigo a todas partes, lo que hace que no importe donde está ni con quién, sino dilucidar qué es lo que se apagó dentro suyo.
Un simple viaje a la costa francesa se transforma en el indicio de que algo está por cambiar. Es ahí cuando la película de Rohmer despliega toda su esencia, deambulando entre un realismo extremo y realismo mágico, como si en ese equilibrio se encontrara el secreto de la vida. Así, aparece el verde como símbolo inequívoco y universal de esperanza: a los oídos de Delphine llega una leyenda popular, que dice que en el momento exacto en que se pone el sol, aquellos que ven un rayo verde en el horizonte, han encontrado el verdadero amor.
Entonces, su desencanto total se contrapone al entusiasmo desbordado que nace en Delphine, quien empieza a ver signos de su buena fortuna en todas partes: en una carta que encuentra en el suelo, en un cartel verde pegado a una pared, en una conversación de un grupo de ancianos que se pierde junto a la puesta de Sol. Las señales de un destino sin garantía ni remitente parecen ser la mayor certeza que tiene Delphine, y aunque parece haber perdido el interés en todo, eso es lo único que no pone en duda.
La cámara de Rohmer se detiene en la gente incógnita, en una playa atiborrada de niños gordos, viejos panzones, madres deslavadas que corren tras sus hijos, olas que botan bañistas sin piedad, arena pegajosa. Un lugar donde la multitud borra la individualidad. En la mitad, mientras los niños corren por su espalda, el director grafica la soledad de Delphine, que se acentúa mientras más desconocidos la rodean.
Esa misma soledad que se vislumbra en su caminar errante por el campo, por la montaña o por un balneario atiborrado de gente. Esa que se subraya en la conversación aleatoria con una turista sueca que conoce en la playa, que al contrario de Delphine disfruta viajar sola, sorprenderse con lo que depara el día, sin tener control alguno de lo que sucederá. Mientras la turista nórdica intenta comprender la amargura de la protagonista, ella le dice “no tengo nada que revelar, si lo tuviera todos lo verían. No soy como tú, no puedo darme a conocer de a poco, porque no tengo nada que mostrar”. Esa convicción de la heroína es la que Rohmer disfruta en contrariar, al ir revelando poco a poco todos los infinitos matices que Delphine sí tiene por revelar.
Un final sublime termina por cerrar una historia que a ratos parece ir hacia ninguna parte, que engañosamente amenaza con acabar sin certeza el andar errante de una protagonista demasiado propensa a llorar y desmerecer su propio valor como individuo. Pero mientras ella arranca una y otra vez de las situaciones cotidianas que la abruman, el francés mantiene viva la certeza de que llegará un punto en que Delphine dejará de correr. Porque su intención no es retratar la amargura de la vida, sino el final feliz que a todos nos tocará alguna vez. El suyo es el cine de Pauline en la playa, Cuentos de primavera y Cuentos de verano; intimista, parsimonioso, pero sobre todo paciente. Ese que espera cada tarde frente al mar, porque sabe que tarde o temprano la luz verde se dejará ver.
Título original: Le Rayon vert
Dirección: Éric Rohmer
Guion: Éric Rohmer, Marie Rivière
Música: Jean-Louis Valero
Fotografía: Sophie Maintigneux
Reparto: Marie Rivière, Rosette, Béatrice Romand, Vincent Gauthier, Sylvie Richez, Basile Gervaise, María Luisa García, Virginie Gervaise, René Hernández, Dominique Rivière, Claude Jullien, Alaric Jullien, Eric Hamm
Productora: Les Films du Losange
Año: 1986
Duración: 94 min.
País: Francia
Plataforma: www.qubit.tv