Crítica de cine “Elvis”: La criatura de Tom Parker que brilló con luz propia

Por Paula Frederick

Dicen que maté a Elvis…yo no lo maté. Yo lo creé. Sin mí, no habría existido”. Las palabras del Coronel Tom Parker, mánager histórico del Rey del rock and roll, marcan el inicio de Elvis. Como si se tratara de una declaración de principios, una brújula, la fuerza de gravedad que guiará todo el relato. O quizás el mito de Prometeo, el fragmento de una novela gótica de ciencia ficción, una suerte de Víctor Frankenstein que le habla a su creación, cuando siente que ésta se le escapa de las manos. Así, la película de Baz Luhrmann instala sus principales interrogantes: ¿Quién es el protagonista de esta historia, Elvis Presley o el coronel Parker? ¿Existe un héroe y un villano, o ambos son caras de la misma moneda? ¿Podrían haber existido el uno sin el otro? Las respuestas no son tan evidentes y se difuminan entre el vértigo visual, las luces de neón y el montaje frenético al que Luhrmann, director de películas como Moulin Rouge, Romeo + Juliet y el remake de El Gran Gatsby, nos tiene acostumbrados.

A 13 años de su última película, el director construye una biopic que abarca el paso fugaz de un ídolo terrenal y su transformación en divinidad, quizás sin darse cuenta del alcance de su luz. Elvis Aaron Presley, el niño prodigio que encontró su fuerza artística escuchando góspel a escondidas. El adolescente cándido que cambió la historia con un movimiento pélvico. El adulto que, en sus momentos de máxima fama, nunca dejó de mostrar su vulnerabilidad.

La propuesta de Luhrmann, se construye enteramente desde el punto de vista del Coronel Parker (Tom Hanks), empresario holandés que emigró de forma ilegal a Estados Unidos y tomó las riendas de la carrera del músico. Esto le da al director la legitimidad necesaria para dejar de lado el rigor histórico, tomarse licencias y reinterpretar la figura de Elvis, esa criatura que Parker siempre reclamó como propia. La relación entre ambos es el centro gravitante del relato, que se mueve como un péndulo entre los gritos desenfrenados de las fans y los silencios incómodos tras bastidores, el amor incondicional y el odio desatado. Una codependencia errática con rasgos de síndrome de Estocolmo que se refleja en el montaje, en su ritmo frenético e inconstante y en lo plásticas de sus imágenes, demasiado perfectas para ser reales.

Mientras Elvis, interpretado en cuerpo, alma y voz por un hipnótico Austin Butler, lucha por no perder su centro y proyectar su verdadero ser a través de la música, el coronel guía su carrera hacia el lado comercial, los dividendos y el beneplácito de las autoridades. Este roce alcanzará varios puntos de ebullición, que Luhrmann atenúa con la aparición de figuras esenciales en la vida de Elvis, como su madre y Priscilla Presley. Las únicas mujeres, por supuesto, que adquieren cierta importancia en la película.

Más allá del análisis moral, o de la búsqueda de un culpable, Elvis es un verdadero parque de atracciones. Y hay que tomarla como tal. Plástica, agotadora pero también vibrante. Como un caleidoscopio que se repliega hasta el infinito, una sala de espejos, un acto de magia donde ya conocemos el truco. Un cine que se fragmenta constantemente, que divide la pantalla en tres partes sin pudor, porque un solo encuadre no es suficiente para abarcar la figura gigantesca del Rey. Pero que, a pesar de su aparente frivolidad, plantea una coherencia entre forma y fondo, sin perder jamás las riendas de su planteamiento inicial. Una propuesta cuyo caos visual parece ser la representación de la relación errática entre ambos protagonistas. O del propio estado interior de Elvis, mientras toma conciencia que es parte de un freak show, del cual se transformó en la principal atracción.

No hay equilibrio, ni recato, ni austeridad en la creación de Lurhmann. Su Elvis es un homenaje al cine clásico, un tren que se sale de la pantalla, un acto de magia de Méliés que provoca incredulidad, temor e incomodidad. Es la encarnación de una transgresión corporal, que cuenta también la mutación de la sociedad estadounidense de los años 50 y 60, desafía el paradigma y se transforma en bisagra entre dos ideas de mundo. Es la caída de las grandes utopías y de los propios ídolos de Elvis, como Martin Luther King y los hermanos Kennedy. La ilusión de un mundo que se deconstruye sin aviso, que nos encandila, que nos lleva a las alturas para después dejarnos caer. Pero siempre con la posibilidad de volver a la cima.

Haciendo alusión a la célebre frase: «Elvis has left the building», quizás el ídolo nunca partió del todo. El director lo retrata como si siempre hubiera sido un mito, incluso cuando estaba vivo. Una pieza de museo, tal vez parte de un mausoleo anticipado, para ser adorado mientras se transformaba en estrella. Como esas que vemos brillar aun cuando ya no existen hace miles de años. Cuya luz es una ilusión y a la vez la prueba más fehaciente de su existencia.

Al final del viaje, la película deja con una sensación de mareo, como bajarse de golpe de una montaña rusa. Pero también con la intuición de que la película de Lurhmann sea la única forma posible de abarcar esta historia. Excesiva, destellante, inabarcable e inmensa. Como el propio Elvis.

Título original: Elvis
Dirección: Baz Luhrmann
Guion: Jeremy Doner, Sam Bromell, Baz Luhrmann, Craig Pearce. Historia: Jeremy Doner, Baz Luhrmann
Música: Elliott Wheeler
Fotografía: Mandy Walker
Reparto: Austin Butler, Tom Hanks, Olivia DeJonge, Richard Roxburgh, Helen Thomson, Productora: Coproducción Australia-Estados Unidos; Bazmark Films, Roadshow Entertainment, Warner Bros., Whalerock Industries, The Jackal Group. Distribuidora: Warner Bros.
Año: 2022
Duración
: 159 min.
País: Australia

Disponible en salas de cine

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