Por Paulo Adriazola Brandt
El escritor norteamericano Ambrose Bierce nació en 1842, pero no hay certeza de la fecha de su fallecimiento, probablemente ocurrió en 1914, porque un año antes decidió cruzar la frontera con México para unirse a la Guerra Civil que lideraba Pancho Villa, pero no precisamente por alguna convicción ideológica, sino que exclusivamente para morir. En su carta de despedida, dijo: “Adiós. Si escuchas que morí de pie, apoyado contra un muro de piedra mexicano, baleado hasta quedar reducido a jirones, sepan que es mucho mejor que morir de viejo, enfermo o a causa de un resbalón en las escaleras del sótano”. No se tuvo noticias de él, salvo una extraña mención en un acta militar donde aparecía entre los muertos, un “gringo viejo” (título que más tarde le serviría al gran novelista mexicano Carlos Fuentes, para su novela homónima).
Al parecer, los conflictos bélicos lo cercaban o lo seducían, porque ya había participado en la Guerra de Secesión de Estados Unidos, que se prolongó durante cuatro años, en los que experimentó situaciones trágicas y extraordinarias, que indudablemente son representadas finamente en los catorce magníficos relatos que componen el libro Cuentos de la Guerra Civil. Y digo sin dudarlo, no porque sea evidente que un soldado podría relatar los horrores que presenció, sino porque él supo rescatar lo que la guerra tiene de absurda, de irónica y de expresión de una valentía sustentada en el terror.
Estoy seguro que es difícil imaginar, que un joven oficial aparezca galopando por una colina, antes de iniciar una batalla, para asegurarse de que el enemigo está escondido entre árboles y arbustos. Y más difícil de creer es que vaya montado en un caballo blanco, la manta que sobresale a la montura de un rojo evidente como si marchara a una parada militar, radiante con sus hilos de oro y charreteras, sí, es difícil de imaginar que en una batalla en que el objetivo es esconderse para atacar de mejor manera, exista un oficial que no comprenda esa norma básica y se despliegue por una suave colina, indiferente, sin voltearse jamás hacia donde está su regimiento, “diez mil pares de ojos clavados en él, lo observan con intensidad; diez mil corazones siguen el ritmo de los pasos inaudibles de su corcel albino”. Parece un ángel inmutable, seguro de su inmortalidad, y tal vez ignorante del fervor religioso que produce en la tropa ese acto, ya sea de brutal inconsciencia o de genial valentía, da lo mismo, el embrujo que provoca en esos soldados curtidos en el horror, y por supuesto el lector se instala en medio de la tropa y durante unos minutos se siente contagiado con esa maravillosa expectación, también suspende la respiración, unidos al “magnetismo de la valentía y la devoción”. Por un momento, en el cuento Un hijo de los Dioses, la guerra se convierte en un espectáculo de belleza e incredulidad.
¿Puede un filósofo participar en una guerra? Digamos que sí, ocurrió con artistas e intelectuales cansados de la vida burguesa, monótona y materialista de la Europa de principios del siglo XX, que no perdieron un minuto para enlistarse en las milicias de sus naciones, y así participar en la que se conocería como la Gran Guerra, tanto era el éxtasis bélico, que Rupert Brooke dijo: “Venid a morir, será tan entretenido”. Pero en el relato Parker Adderson, filósofo, aparece un pensador, tal vez devenido en filósofo por la cercanía de su muerte. Se trata de un sargento de los yanquis, un espía, que ha sido apresado por los confederados y se le ejecutará esa misma noche, aunque el general a cargo del interrogatorio, no comprende que exista una cierta complacencia en el acusado, como si estuviera agradado de morir, como si fuera algo que estaba buscando, porque define la muerte así: “Lo que usted llama morir, es simplemente el último dolor”. Y en la conversación, que se parece más a un soliloquio, va profundizando su idea sobre la muerte, y dice que se trata de una herencia social pensar que morir es horrible, y luego trata de explicarle al general que la curiosidad está en conocer ese momento intermedio, cuando ya hay consciencia de que la muerte es ineludible, se le divisa, quizás ya se huele. Por lo tanto, necesita morir ahorcado, es la única forma de conocer esa experiencia límbica, ese lento tránsito en que la persona se despide de la vida. Pero la orden del general es otra: que se le fusile de inmediato y el espía se horroriza, no lo tolera, vuelve a ser un simple soldado que se abalanza sobre el general, movido por la impotencia de ver su proyecto destruido. Logran reducirlo, esposarlo, y acto seguido lo ponen de espaldas a un paredón, pero no sabe si todo ese filosofar, valió la pena.
Lo que hallaremos con frecuencia en los Cuentos de la Guerra Civil, será la descripción de un instante, de un momento único en la vida de ese personaje, de ese soplo en que percibe que todo cambiará, lo que es narrado de manera que el lector no sabrá si ese hecho ocurrió en la vida o ya en la muerte. Este suceso lo describe magistralmente en el cuento titulado Un incidente en el puente de Owl Creek, porque todo lo que se cuenta, todo aquello que le estaría ocurriendo al personaje, realmente corresponde a uno segundos antes de morir, mientras aprietan la soga a su cuello. Sin duda, un gran poeta como T.S. Eliot, en la Tierra baldía, puede descifrar esto con claridad: “Quien estaba vivo está ya muerto, nosotros vivíamos y estamos muriendo con un poco de paciencia”.
En el relato El golpe de gracia, el sargento Caffal Halcrow, pertenece a la compañía del capitán Madwell, a quien considera un amigo del alma, un vínculo más allá de lo militar, no así con el hermano del sargento Caffal, el mayor Creede, con quien Madwell mantenía una enemistad profunda, a tal punto que podrían haberse eliminado si hubiese existido el momento propicio. Pero el destino puso al capitán Madwell a buscar sobrevivientes de su compañía en el campo de batalla. Tal vez quería encontrar a su amigo Caffal para darle correcta sepultura, porque no había esperanzas de que estuviera con vida, pero lo halló moribundo, “monstruosamente mutilado”, miraba a su amigo y aullaba cada vez que lo tocaba. Entonces el capitán creyó ver en esa mirada una súplica, un ruego, quizá para que terminara con ese sufrimiento de una vez, porque el agonizante solo gemía mientras sus labios convulsionaban. Entonces el capitán Madwell tomó la empuñadura de su sable con ambas manos, la puso sobre el pecho de su amigo y empujó hacia abajo con toda su fuerza y su peso. El sargento Cafall encogió las rodillas y tomó el acero con desesperación, se esforzaba en vano para retirar el sable. Fue un instante, en que la mirada de congoja y la contorsión de su cuerpo, se unieron al gesto de agarrar el arma que lo estaba matando.
Tal vez nuestro autor cruzó la frontera hacia México, para experimentar ese momento indescifrable que separa la vida de la muerte, como uno de sus personajes, porque internarse en una revolución tan caótica como cruel, era el escenario perfecto para reconocer en propia carne, ese instante final.
Esa es la guerra, perenne y odiosa para los seres humanos, que ni siquiera el asombro y el dolor logran detenerla. Porque en tanto sigamos mirándonos como seres totalmente extraños, un otro irreconocible, o como lo expresa el narrador, “El soldado nunca se acostumbra a la idea de que sus enemigos son hombres como él”, las guerras no acabarán, sino más bien, terminarán acabando con nosotros.
Ficha técnica
Título: Cuentos de la Guerra Civil
Autor: Ambrose Bierce
Cuentos
Editorial: La Pollera
Año:2020
Páginas: 218