Crítica literaria “El matarife”: Una pulsión destructora.

Por Paulo Adriazola Brandt

Sándor Márai (1900 – 1989), el escritor húngaro que sufrió el acoso tanto de los fascistas, en la convulsionada Europa de los años treinta, como el de los bolcheviques, que invadieron su país natal después de la Segunda Guerra Mundial, jamás renunció a sus convicciones y así lo hacía saber, tanto sobre cuestiones políticas como sociales, aunque ello pusiera en riesgo su vida. Pero a pesar de su fama mundial, sabía que en cualquier momento atentarían contra su vida y por eso el año 1948, decidió dejar su país para radicarse en Estados Unidos, donde murió cuarenta y un años después por una bala que él se disparó. Llevaba décadas en el olvido literario más absoluto a raíz de la prohibición de su obra en la Hungría comunista, lo calificaron de burgués y decadente. Porque hasta el año que decidió exiliarse, era considerado uno de los grandes escritores europeos, a la altura de Thomas Mann y del prolífico Stefan Zweig. Tuvo que caer el muro de Berlín para que su obra fuese redescubierta.

A sus veinticuatro años fue publicada su primera novela titulada El matarife, donde se narra de manera brillante una historia peculiar, desde los primeros acontecimientos de la trama. El narrador describe las circunstancias que facilitaron que Otto Schwarz, el protagonista, fuera concebido: una domadora de osos se enfrenta en pleno espectáculo a la fiera que se niega a obedecer, se miran fijamente, el animal abre su boca para que la domadora introduzca su cabeza, como ocurría en cada espectáculo, pero de un momento a otro “la osa cerró las fauces inmediatamente” y los brazos de la mujer cayeron inertes. El padre de Otto quedó totalmente sobrecogido, o más bien impactado, mientras el resto del público huía y su mujer desplomada en su asiento. Entonces nos dice el narrador, “Otto fue concebido esa noche”, después de veinte años de estériles esfuerzos.

Ese es el primer nudo narrativo que introduce al lector en una historia que tiene tanto de extraordinaria e improbable pero al mismo tiempo verosímil, porque es perfectamente posible que una situación escalofriante como esa, pueda provocar que un impulso bien guardado salga a la superficie inopinadamente. Los padres de Otto eran felices, pero tal vez no había existido un golpe que removiera una pasiva comodidad, que también puede fabricar la felicidad.

Siendo todavía un niño el protagonista, “presenció un episodio que le marcó para siempre”. El lector aún no se ha recuperado de la impresión del incidente de la osa que corta en dos a su domadora, cuando nos enteramos que Otto va de la mano con su abuelo y ve a un buey con una soga atada al cuello, arrastrado hacia un pozo donde lo espera el matarife del pueblo, “con un delantal sucio y un hacha en la mano”, el animal se resiste a su destino porque se da cuenta que la muerte lo acecha, y el niño no deja de observar con inusitado interés, sorprendido, quizás de la misma manera en que su padre no pudo abandonar el acto circense, entonces el hacha cumple con el mandato que el brazo del matarife le ordena y el animal cae en silencio. Para el pequeño Otto, la muerte de ese animal “se le quedó grabado como el recuerdo de un triunfo jubiloso”. Eso, jubiloso. No olvidemos ese adjetivo. Y desde ese momento no hubo otra actividad a la que estuviera dispuesto, sino a la de matarife, con veinte años, robusto, bien formado, luego de haber hecho su servicio militar, el padre se resignó y comenzaron a buscar un lugar donde pudiera aprender el oficio.

La ciudad de Berlín era la indicada porque ahí existía la cantidad suficiente de mataderos donde su hijo podría aprender, y hallaron uno donde se sintió a gusto porque lo vio como el servicio militar donde solo debía obedecer, jóvenes como él con la cara ensangrentada, botas altas y sucias, y el rumor de los animales se mezclaban con las órdenes de los capataces. El narrador nos cuenta esta historia con plena seguridad, oraciones bien estructuradas y profundas, no se detiene en inútiles adjetivos sino que nos asegura que aquello que nos cuenta fue así y no nos queda otro camino que creerle, hasta el final de la historia. Entonces no dudamos que Otto no sufrió cuando supo que su padre había muerto, solo dos años después de que él se trasladara a Berlín. Y al mismo tiempo, pero como destellos, nos va informando que en algún momento hubo un juicio, habla de testigos que se refieren bien de Otto, mujeres principalmente, y eso provoca otra curiosidad, el adelanto de un final que no será pacífico.

Casi no disfrutó de la herencia de su padre (no he dicho que la madre murió cuando él nació y la nodriza que ocupó su lugar, pronto se trasladó de la cocina a la alcoba) porque fue llamado por el ejército imperial para defender al Imperio Austrohúngaro en la Primera Guerra Mundial, y entonces la novela transita por otro escenario, que es esa realidad inhumana de la guerra de trincheras. La vida más o menos acomodada y sencilla que llevaba Otto da un vuelco, y aparece la pulsión escondida en esa sombra jungniana que habita en nuestro inconsciente, y es aquí también cuando podemos observar la sublimación como mecanismo de defensa en su plenitud, ya que este dedicado matarife, sosegado y trabajador, en realidad escondía a un asesino brutal y despiadado, y no hablo en una lucha cuerpo a cuerpo contra otro soldado, sino con civiles inocentes que se escondían en subterráneos, tan silenciosos como les permitía el miedo hasta que las tropas enemigas se retiraran, pero Otto lleva el instinto de un animal que busca comida porque “había vuelto a sus manos la destreza con que mataba al animal; ya agarraba la bayoneta listo para clavarla y hundirla con un ímpetu que le resultaba familiar”, jubiloso, y por ello forjó una leyenda, lo ascendieron a cabo y la Cruz de Hierro se la entregó el propio emperador. Así describe el narrador este matadero humano: “Abrió la puerta de hierro del sótano con una granada, y al estallar, del recinto subterráneo emergió un alarido animal tan ensordecedor, un bramido tan enloquecido de mujeres y niños, unos gritos tan roncos de hombres, que todos los miembros del destacamento que había rodeado el edificio, escucharon con el rostro consternado”. Aunque es descrito como parte de una ficción, en realidad hay una denuncia de brutales crímenes de guerra, y aquí la literatura toma su aspecto esplendoroso como la manifestación artística de lo subversivo, anti sistémica, anti autoritaria, que se atreve a desafiar al poder.

Luego, el fin de la guerra y el regreso a la vida cotidiana, más anodina que antes, ni siquiera su trabajo como matarife lo satisfacía porque “retorcía la nariz con el intenso y penetrante olor a sangre, que le parecía extraño e insufrible, y al cabo de un rato llegó a sentir repulsión, ¿Cómo puede uno dedicarse a matar carneros?”. Su humor variaba cada día, más solitario, no tenía relación con nadie salvo con algunos clientes de un bar esporádico y sombrío. Y al mismo tiempo nuestro personaje se va transformando en un ser imprevisible, las huellas de la guerra no sanan ni cesan, y parece ser que esa pulsión asesina sublimada en el oficio de matarife va reclamando su lugar con autoridad, no existe un entorno que lo quiera o que simplemente lo proteja de él mismo. Los horrores de la guerra, de cualquiera, siempre son narrados por los vencidos, por aquellos que siguen sufriendo sin posibilidad de cura y necesitan entender, sin embargo los vencedores de cierta manera también han sido derrotados y deben sobrevivir. Como expresa el poema A callarse de Pablo Neruda, “Los que preparan guerras verdes, guerras de gas, guerras de fuego, victorias sin sobrevivientes”.

Al final una mujer, Marta, una prostituta que le muestra gratitud a ese hombre frío por haberle permitido dormir en su departamento, en una noche peligrosa. Pero ni siquiera ante ese amor incipiente, el matarife dejó de ser el asesino condecorado por el emperador.

Ficha técnica

Título: El matarife

Autor: Sándor Márai

Género: Novela

Editorial: Salamandra

Año:2022                     

Páginas: 105   

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