Por Ana Catalina Castillo
Desde su estreno en el Festival Internacional de Cine de Venecia en septiembre recién pasado, Priscilla, el octavo largometraje de la directora, guionista y productora, Sofía Coppola, ha recibido tanto aplausos como algunas palabras de decepción. Sin embargo, esto podría considerarse positivo, porque nada hay más triste que la indiferencia, dicen. Ahora bien, reconociendo que la cineasta ha sabido construir un universo creativo original y distintivo, convengamos en que no con todas sus cintas nos ha hecho tocar el cielo, como sí ocurrió con la inolvidable Lost in Translation (Perdidos en Tokio, 2003). Aunque también es innegable que siempre se ha caracterizado por abordar con profundidad pero sin estridencias dilemas humanos, por su estética cuidada y sensible, por su esmerada fotografía, por generar atmósferas únicas a través de diálogos más sugerentes que explícitos y por el tratamiento sutil, cercano a lo poético, hasta de los temas más duros. Su impresionante ópera prima, Las vírgenes suicidas, (1999), así lo confirma. Entonces ¿Qué tiene esta última película suya que divide a la crítica?
Partamos reconociendo que, aun desde antes de su estreno, Priscilla no estuvo exenta de polémica dado el nulo apoyo que los herederos de Elvis le prestaron al proyecto, impidiendo incluso que se usara la música de Presley para la banda sonora, y la misma Coppola reconoció que seguramente a los admiradores del Rey del Rock no les gustará la película. Esto último es bastante posible, pues a diferencia de la premiada cinta de Baz Luhrmann, protagonizada por Austin Butler, la figura legendaria del amo y señor de Graceland queda ahora bastante disminuida. Tanto así, que Lisa Marie Presley, fallecida antes del rodaje de la película, tuvo reparos cuando leyó una versión preliminar del guion, calificándolo de “sorprendentemente vengativo y despectivo”. Pero vamos por parte.
Basada en las memorias de la viuda de Presley, Elvis and Me (1985), la película se ocupa de contarle al mundo, desde la perspectiva de Priscilla, cómo conoció al ídolo, como vivió su romance y cómo fue pasar de Priscilla Beaulieu a Priscilla Presley. Es decir, transita desde 1959, cuando comenzaron su relación, hasta que se separaron en 1972. Por lo mismo, toda la primera parte del film se centra en las emociones propias del estado de enamoramiento y sus luminosas imágenes nos muestran a una chica desconcentrada en la escuela, dibujando corazones y soñando despierta. Con todo ese torbellino emocional es fácil empatizar; más todavía gracias a la convincente actuación de Cailee Spaeny, por cuyo trabajo recibió la Copa Volpi. Ahora, súmele que el enamorado, un Elvis a cargo de un discreto pero correcto Jacob Elordi, es el objeto de deseo de toda una generación (y más) y ella, prácticamente una niña.
De estructura lineal, todas las escenas que permiten entender cómo fue para la joven vivir algo ordinario, como el primer amor, en un contexto extraordinario, fluyen gracias a un montaje que acierta al poner en relieve de manera dinámica y eficiente los cambios que va experimentando la inocente chica a través de sus tenidas y accesorios al compás de una banda sonora que realza la narrativa de manera orgánica, como habitualmente ocurre en las películas de Sofía Coppola. Toda esa luz comienza a matizarse gradualmente con las sombras que aparecen en el comportamiento algo errático y manipulador de un ya famoso Elvis, que vio en la adolescente de solo 14 años (él tenía 24), la materia perfecta para moldear la muñeca que quería, una especie de accesorio para su figura atractiva y cautivante. Porque ese es uno de los aspectos duros expuestos aquí: la relación nunca fue horizontal.
“¿Por qué mi hija?”, le pregunta el padre de Priscilla a Elvis. El subtexto de la interrogante que puede parecer una súplica, ya da cuenta de una relación asimétrica que va más allá de la edad y hasta de la estatura (al menos en esta versión cinematográfica). Por lo mismo, se podría aventurar que asistimos a la pérdida de la “edad de la inocencia” para ser testigos de la entrada consentida por los adultos a un ambiente nefasto que incluye trasnoches, consumo de drogas y sumisión ante el ídolo que la domina y hechiza al mismo tiempo. Detalles como el uso del diminutivo “Cilla” puede ser la expresión lingüística más clara del discurso que instala Elvis para recordarle a Priscilla quién manda a quien.
Entonces, si el propósito de Sofía Coppola fue poner el foco no en el ídolo sino en su compañera por varios años, lo cumplió. Si quería hacer hincapié en la soledad de Priscilla, en su callado sufrimiento por las infidelidades y explosiones de violencia de Elvis, también lo cumplió. Lo logra apoyándose en pocas líneas de diálogo y dejando que la cámara haga lo suyo desde el principio, centrándose en las expresiones del rostro de la actriz que la encarna, en los pequeños gestos que hablan de su desorientación emocional y social. No obstante, no se alcanza a dimensionar otro de los aspectos que Coppola destacó cuando presentó el proyecto: quería mostrar a una mujer empoderada, adelantada a su época.
Lo que vemos en la segunda parte de la película, cuando se abarca el matrimonio, el nacimiento de su hija y las grietas en la relación, es una mujer herida y rota que decide abandonar la prisión que al principio veía como un castillo, porque el cuento de hadas se acabó. Y aunque se quiera fijar la idea de que se va en busca de su lugar en el mundo, queda la sensación de que falta alguna pieza en la narrativa para entender cómo evolucionó esa decisión hasta concretarse.
Parte de la crítica ha vinculado esta biopic con su Marie Antoinette (2006) y tiene sentido porque, salvando las distancias, ambas protagonistas, la esposa de Elvis Presley y la de Luis XVI, compartieron la (mala) suerte de habitar un mundo dorado que más parecía una jaula. Graceland y Versalles fueron los espacios habitados por la una y la otra, teniendo que cumplir protocolos, respetar reglas difíciles de entender y lidiar con la soledad incluso en medio de mucha gente.
Otro punto de encuentro entre las dos cintas, y que llama profundamente la atención, es que ambas son retratadas en el mismo momento de su juventud: a los 14 años. De hecho, el subtítulo de Marie Antoinette es “la reina adolescente”. Siguiendo el parangón, podría pensarse en algo así como “la amante adolescente” si nos referimos a Priscilla. Cabe destacar que en este aspecto queda al debe la película, al suavizar la turbiedad de la situación. Es cierto que se hace cargo de ello a través de la oscuridad que le imprime mediante la paleta de colores, pero resulta un tratamiento casi quirúrgico. Lo mismo podría decirse de la escena que marca en la pantalla el fin indiscutible de la relación matrimonial, cuando Elvis incurre en violencia sexual contra su esposa en medio de una actuación en Las Vegas.
Volviendo a las figuras de Priscilla y María Antonieta, ciertamente el nivel de responsabilidades no es equiparable, pero resulta interesante el ejercicio para descubrir la mirada sorora y compasiva de Sofia Coppola hacia cada una de ellas. Este último es uno de los aspectos más notables de ambas películas. Y en Priscilla es esa perspectiva la que nos hace estar con la protagonista y soñar o sufrir con ella.
Lamentablemente, toda la efervescencia de la narrativa de Marie Antoinette, que permite al espectador entender al personaje y condolerse con lo que tocó vivir es lo que se extraña en esta entrega de la gran Sofía Coppola. ¿Será que la presencia de la propia y real Priscilla Presley como productora ejecutiva fue un escollo para su libertad creativa y distintivo rupturismo?
FICHA TÉCNICA
Título: “Priscilla”
Dirección: Sofía Coppola
Reparto: Cailee Spaeny, Jacob Elordi, Emily Mitchell, Ari Cohen
País: Estados Unidos
Año: 2023
Duración: 110 minutos
Compañías: American Zoetrope, Stage 6 Films, The Apartment, A24
Distribuye: BF Distribution