Por Paulo Adriazola Brandt
En esa gran novela, estandarte del realismo mágico, titulada Cien años de soledad, el narrador asegura que “el secreto para una buena vejez, no es otra cosa que un pacto honesto con la soledad”, porque de eso se construye la vejez, esa etapa en la que se despliega la decadencia física y mental por el agotamiento de las fuerzas, el cansancio por el simple esfuerzo de vivir y soportar las tristezas, asi como aceptar que la vitalidad será sólo un recuerdo. Y por supuesto que, tal vez, no exista una energía más renovadora que el sexo, con sus múltiples consecuencias de placer y posesión, sin dejar de mencionar la juventud que lo hace posible.
Sin embargo, es posible la compañía de una mujer joven que no muestre su rechazo ante la presencia de una figura vetusta, que dormirá con ella. Y esa solución, para hombres sin futuro, si no es la enfermedad o la muerte, aparece de manera magistral en la novela La casa de las bellas durmientes del escritor japonés Yasunari Kawabata (1899 – 1972), Premio Nobel de Literatura en 1968. La historia nos muestra una casa donde mujeres jóvenes y vírgenes, duermen narcotizadas para acompañar a hombres de edad, por una noche, que llegan ahí por recomendación, siempre con el mayor sigilo para vivir la experiencia de un exclusivo voyerista.
El protagonista se llama Eguchi, un hombre casado de sesenta y siete años, tres hijas también casadas, quien acepta la recomendación de Kiga, su amigo, que “sólo podía sentirse vivo cuando se hallaba junto a una muchacha narcotizada”. En eso consistía la experiencia erótica reservada para esos viejos, el permiso de pasar la noche junto a jóvenes sedadas, y así acercarse a una belleza tan presente como lejana por la inmensidad de un profundo sueño. Los clientes recurrían a esa casa “cuando la desesperación de la vejez les resultaba intolerable”.
Pero existían reglas que de ninguna manera podían violarse, como introducir un dedo en la boca de las mujeres, tratar de despertarlas, aunque no lo conseguirían, y por supuesto, intentar cualquier tipo de acto sexual, lo que en realidad no era un verdadero peligro por la condición de los invitados, quienes también debían tomar una pastilla para asegurarse un sueño placentero. “Algunos caballeros dicen que tienen sueños felices cuando vienen aquí, y otros que recuerdan lo que sentían cuando eran jóvenes”, le dijo la anfitriona a Eguchi, en su primera visita. Pero en realidad, lo que soñaran no importaba porque seguramente no lo recordarían, o tal vez vagamente. En cambio, las crueles evocaciones de una vida que ya no regresará, para Eguchi se parecía más a un tormento que a una situación placentera, al lado de aquellas jóvenes.
La habitación donde esperaba la mujer, ya profundamente dormida, estaba en el piso superior de lo que parecía una posada, y todos los muros estaban cubiertos por cortinas de terciopelo color carmesí. “El carmesí era aún más profundo bajo la luz tenue”, que se hacía presente porque era lo único que los ojos cansados de esos clientes podían ver, cuando no observaban el cuerpo inerte de la joven. Afuera se escuchaban las olas y a veces el viento. Era la exclusiva vitalidad que podía entrar en esa habitación de seres exánimes, ya fuera por el sueño, o por la incesante vejez. “Más que tristeza o soledad, lo que lo perturbaba era la desolación de la vejez”. Y para Eguchi, en su vejez que recién comenzaba, porque sabía que había otros hombres de más edad que visitaban esa casa, no conseguía distraer los obsesivos recuerdos de sus relaciones amorosas, que sin duda alcanzaban mayor nitidez junto a esas bellas durmientes.
El filósofo francés Blais Pascal, en su obra Pensamientos, dice: “La única cosa que nos consuela de nuestras miserias, es la diversión, pero al mismo tiempo es la mayor de nuestras miserias, pues nos impide indagar en nosotros mismos”. La diversión como evasión de nuestra precariedad, y del destino indescifrable. Para los viejos que asisten a la casa de las bellas durmientes, compartir el sueño junto a un cuerpo pasivo y vulnerable, entregado al placer exclusivo de ser observado, que no dará nada de su energía, de su erotismo activo, constituye una evasión de su realidad, pero al mismo tiempo es el contraste que los humilla decididamente, el ocaso se hace más presente. No era distinto de lo que sintió Alicia, en la novela Alicia en el País de las Maravillas, al caer en el pozo profundo, tan despacio, “que conforme iba cayendo, tenía tiempo de sobra para mirar alrededor y preguntarse qué iría a suceder después”. Para Eguchi era imposible no evocar al primer amor de juventud y su pulcritud; a una amante que se enoja con él porque llega con olor a leche, de una de sus hijas recién nacida; de esa mujer casada varios años menor que él que conoció en un viaje de negocios. Entonces, el privilegio de ocupar la misma cama con una mujer que no tiene más de veinte años, se transforma en el hecho innegable de su ancianidad.
La historia la cuenta un narrador omnisciente pero limitado, o equisciente, porque jamás abandona al protagonista, y parece que Eguchi hablara a través de este narrador y sus voces se confunden. El narrador duda sobre lo que está ocurriendo y por eso hace preguntas, como lo haría un personaje, elucubra constantemente y obliga al lector a entrar en esa ambigüedad, en esa relatividad moral, porque no olvidemos que son mujeres utilizadas como muñecas, a merced del hombre que las acompaña, que es el principal bien para esa casa. Entonces, el narrador nos informa todo lo que le ocurre a Eguchi, y al mismo tiempo nos muestra los hechos sin tomar una postura definida, con los mismos cuestionamientos que nosotros nos haríamos.
Poco a poco, la ingenuidad y la sorpresa de Eguchi ante la delicada femineidad de las bellas durmientes, se va transformando en un resentimiento hacia su realidad, hacia la juventud que lo desafía a evocar sucesos perdidos en su memoria, y se imagina una y otra vez que podría romper las reglas que le informaron en su primera visita: “Limítese a considerar a las muchachas dormidas como muchachas dormidas”. Cree que podría remecerlas para que despierten, o peor aún, asesinarlas, “probablemente la muchacha no seguiría durmiendo si, por ejemplo, le cortara un brazo o le clavara un cuchillo en el pecho o en el abdomen”. Y comienza a aflorar un evidente sadismo que verbaliza cuando conversa con su compañera ocasional, es decir, cuando se habla a sí mismo. Porque es ella la responsable de un ir y venir entre aquella juventud pletórica de energía y sexo, y esta vetustes, que lo único que puede pedir, es esta conformidad de observar. Y cada vez que se volteaba para escuchar el viento o las olas y abandonar la imagen sensual que lo incitaba, veía su propia vejez en la luz tenue de las cortinas carmesí.
En toda la novela, a modo de una isotopía semántica, aparecen palabras que denotan un contraste, o más bien, un reforzamiento de lo que representa esa juventud de las bellas durmientes. Entonces encontramos desparramadas a lo largo de la historia, expresiones como: bramido de las olas, mariposa pura y blanca, la leche, una gorra blanca, un vestido blanco, la pulcritud sexual. Todo ello entrega un ambiente narrativo que colabora eficazmente con aquello que transmiten las jóvenes dormidas.
Pero la realidad siempre se abre paso, y con mayor fuerza en el lugar de donde se le ha desplazado para instalar una bien construida e inmutable burbuja de fantasía. En la última noche, la anfitriona le ha preparado a Eguchi dos jóvenes, una delicadeza para un buen cliente. Una vez en la cama, las mira con insistencia, las acaricia, se pone boca arriba y coloca sus brazos alrededor de las dos muchachas. Luego se duerme, pero a los pocos minutos despierta con un gemido. Está vuelto hacia la joven morena, y se da cuenta que su cuerpo está frío, no respira, no hay pulso. Va a la otra habitación, temblando, y toca el timbre para llamar a la anfitriona. “¿La habré estrangulado mientras dormía?”. La mujer de la casa le pregunta qué ha ocurrido y él le contesta que la muchacha está muerta, “¿Muerta? No hay razón para que lo esté”, le responde. “No se alarme. No le causaremos ningún problema. Su nombre no será pronunciado”.
Y Eguchi asegura una y otra vez que la joven está muerta, en tanto mira a su derecha y a su izquierda, y solo ve cortinas de terciopelo carmesí.
Ficha técnica
Título: La casa de las bellas durmientes
Autor: Yasunari Kawabata
Novela
Editorial: Austral
Año:2020
Páginas: 112