Crítica de teatro “Mi madre nada”: Cuando nos perdemos a nosotros mismos, dentro de nosotros mismos

Por Magdalena Hermosilla

Mi Madre Nada, la emotiva obra dirigida y protagonizada por la actriz Daniela Castillo Toro, es estrenada en el Teatro la Memoria, poniendo en escena la excavación metafórica de una hija, a la memoria de su madre con Alzheimer, en un juego teatral que se mueve en un lenguaje que sólo la imaginación, los sueños y el teatro logran hacer realidad.

El texto de la obra, con la dramaturgia sensiblemente realizada por Nicolás Lange, está basada en los diarios de Ximena Toro y las memorias de su hija, Daniela. En este diario se encuentran los últimos vestigios, trazos, y recuerdos de su madre antes de comenzar a olvidar. Es una experiencia escénica fuertemente metateatral y autobiográfica, hablando desde la abstracción del olvido, la reimaginación de los recuerdos y el amor entre una hija y su madre, que permanece a pesar de todo.

Este es un monólogo, que se transforma, a ratos, en un diálogo entre Daniela y su madre (que también es interpretado por ella) Donde Daniela intenta incesantemente, encontrar la respuesta a la última entrada realizada por su madre en su diario, que versa solo una letra “A”. En esta búsqueda, Daniela viaja a ciudades imposibles, como el reminiscente de una Moscú donde la madre adolescente se exilió durante la dictadura, y a una rural Berlín, hogar de su madre durante la infancia, donde se encuentra con Auguste Deter, la primera mujer diagnosticada con Alzheimer, quien acuña la famosa frase para describir esta condición como:

“Me perdí a mi misma, dentro de mi misma”

Hay algo bello en esta noción del perderse, pues con perderse no se está refiriendo a algo físico, sino más bien a un estado de ausencia en la mente. Esta frase, que es recurrente en la obra, no habla solamente de la condición de olvido de la madre de Daniela, sino también, hasta cierto punto, de ella misma.

El esquema narrativo de la obra se mueve en formato de arqueología donde, por medio de los escritos del diario, nos introducimos con Daniela dentro de los recuerdos de su madre para volver a encontrarla, para que puedan conversar nuevamente y así hallar la respuesta a estas incógnitas que quedaron en el olvido. El acto de perderse está en perdemos como espectadores en las memorias perdidas en el olvido de su madre, para lograr encontrarla.

Es por esto que el título Mi madre Nada se vuelve tan relevante. Hace referencia tanto a la escena donde su madre se pone, literalmente, a nadar, como también a la metáfora de estar nadando, no sobre agua simplemente, sino sobre todos los recuerdos que la hicieron, alguna vez, ella misma. Este “nada” es el estado de ligereza cuando tu peso es sostenido por la densidad del agua, pero es también el espacio vacío de los recuerdos que ya no están, es una densidad proporcionada por las memorias olvidadas que la sostienen y la ligereza de dejarlas atrás.

Sin embargo, este perderse dentro de la mente no sólo hace referencia a la madre, sino también a la hija. Daniela se pierde en su monólogo, en su propia mente. Sigue un hilo que corre rápido como un tren y a ratos, abruptamente, se detiene. Ella, en su necesidad por darle sentido a la situación que vive y de aferrarse al recuerdo que tiene de su madre, se embarca en este viaje, en un diálogo imaginario consigo misma. Es como si este ademán de intentar comprender la última entrada del diario, pudiera traer alivio y comprensión a su situación. Esto le da a la obra una suerte de carácter onírico, como estar viendo un sueño ajeno de alguien que no quiere perder a una persona que ama y que lucha por volver a encontrarla. Estamos acompañando a Daniela, mientras se pierde dentro de sí misma, dentro de su propia mente.

Esta cualidad onírica y emotiva, propia de la imaginación y el teatro, logra desenvolverse muy bien en la dramaturgia gracias al gran trabajo de Lange y la brillante interpretación y dirección de Castillo, pero es realmente consolidada a través del trabajo técnico: el sonido, la iluminación, la música y la escenografía.

La obra parte en la oscuridad, con un sonido de respiración pesada, ligeramente agitada, al que de a poco se le va agregando una vocalización de la letra “A” (un elemento premonitorio pues luego esta “A” será el hilo conductor que irá guiando los eventos que sucederán al monólogo inicial). Esta apertura genera un momento de tensión previa para el espectador, donde se va gestando la sensación visceral y emocional con la que se recibe el resto de la historia.

Cuando las luces son encendidas, se encuentra la actriz, que apela directamente al público, saludándolo. La ilumina un solo foco, directamente a ella desde arriba, parada junto a un podio donde está el diario de su madre. Mientras lee de él, su voz se distorsiona, cambiando desde la voz de la actriz, a una voz más grave y ominosa. Este recurso se volverá a utilizar cuando Daniela habla con su madre (que es interpretada por la misma actriz) donde habrá una distorsión en su voz que nos hará entender cuando está hablando Daniela y cuando está hablando su madre.

Este interesantísimo trabajo de sonido, realizado genialmente por Ximena Sánchez Egaña, apunta a distorsión del sonido que responde a la distorsión del recuerdo, de la memoria y de la imaginación. Es una voz que parece una sombra de la voz, como un segmento borroso e indefinido de la reinterpretación de algo que solía ser.

Hasta cierto punto, es una reflexión sobre la pérdida de nuestra propia identidad cuando comenzamos a olvidar quiénes éramos, especialmente pensándolo desde el Alzheimer, pero también es un comentario sobre los recuerdos distorsionados que tenemos sobre las personas que conocimos y amamos. Lo que nosotros pensamos que ellos son o lo que recordamos que fueron, no es completamente quienes eran en realidad, sino nuestra interpretación de quienes fueron. De la misma forma, aquí Daniela habla sobre su madre, entendiendo que esta interpretación no es realmente su madre, sino un fragmento de su propia imaginación sobre ella, a sus ojos y en sus memorias.

Hay aquí dos reflexiones sobre el vínculo entre el recuerdo, la memoria y la muerte: primero, nuestros recuerdos nos hacen quienes somos, sin recuerdos no sabemos quién ser y por lo tanto no somos; segundo, existimos a medida que alguien nos recuerda, el olvido, por lo tanto, es la muerte. Este elemento también es destacado por la actriz cuando en su monólogo inicial comenta “La obra termina como termina la vida, con la muerte” pero a diferencia de lo que podríamos pensar, no se refiere a la muerte del cuerpo, no se trata de una ausencia física, sino de alguien que sigue viva, pero ya no es ella misma pues se ha olvidado de todo lo que la hacía ser ella. Es una muerte en vida, una presencia ausente, lo que hasta cierto punto puede resultar incluso más difícil.

Es quizás por eso que se le da gran importancia al recurso de la “A”, la obsesión por encontrar el significado de esta última entrada en el diario es una forma de negarse al olvido. Cuando se revela, luego del monólogo inicial, que esta “A” que se ha venido repitiendo es realmente la última entrada en el diario de su madre, entendemos el grito de la “A” al inicio como un evento premonitorio. Una vez que esto se establece, pareciera ser que puede pasar del grito (una representación del dolor, sufrimiento y confusión) a la armonía, a la melodía. Es un proceso de aceptación, un intento de darle sentido a la “A”, una búsqueda de dirección, el inicio de un viaje.

Este recurso musical será empleado de formas distintas a lo largo de la obra, con  el trabajo de composición realizado de forma admirable por Tomás González. La música está presente para lograr una cercanía con el espectador, un grado de identificación, de canalización y de catarsis -elemento que llegará a su clímax al final-. Pero también es un elemento de distensión, de ligereza dentro del tópico de la pérdida y del olvido, a veces se emplea música que pareciera empática, y otras, anempática, se condicen o no con la carga emocional de los eventos relatados. Eso se asemeja a cómo funcionan, de repente, los sueños, donde pasamos de una escena emocionalmente cargada, a otra que guarda poca relación con la anterior.

Toda la dimensión técnica y de la puesta en escena apunta a potenciar esta característica de la imaginación, de lo onírico, lo subjetivo, lo simbólico, lo íntimo y sobre todo, lo emotivo. Tanto como el trabajo de sonido responde a la distorsión de las memorias y la música al acompañamiento emocional, la iluminación también juega un rol en introducirnos en este ejercicio evocativo. Es una iluminación focal, personal, que va acompañando y exteriorizando las emociones de Daniela mientras nos cuenta este relato de su madre. La iluminación funciona muchas veces en este sentido de la narratividad disruptiva, donde va siguiendo el tren de pensamiento de Daniela y se interrumpe tan abruptamente como ella lo hace. Hay un cambio de luz cada vez que cambia de emoción y de relato.

Esta narratividad disruptiva que se consolida mediante estos aspectos técnicos, también es un testimonio a esta forma de perderse dentro de una misma. El espectador logra sentir como Daniela se va perdiendo a sí misma dentro de esta corriente, de este hilo narrativo, como un tren a toda velocidad, y luego, abruptamente, se detiene. Es como si se autorregulara cuando recuerda que estamos ahí mirándola. Desde un primer momento, Daniela advierte nuestra compañía y nos interpela directamente, incluso en este relato tan íntimo y autobiográfico para ella.

Quizás, es por esto mismo, entendiendo la densidad del asunto que trata, es que decide no ignorarnos y más bien, hacernos parte del viaje. Este cambio, entre su propio ensimismamiento y la interrupción de este para hablarnos a nosotros, es advertido por las luces que cambian y la música que se detiene, a veces va acompañado de un sonido fuerte. Es como si los elementos técnicos se exteriorizaran desde dentro de su cabeza, buscando este sentido disruptivo para nosotros también.

Por su parte, la escenografía, a cargo de la talentosa Laurene Lemaitre, también es sencilla, basada en la noción de pantallas y proyecciones, un par de sillas y un sujetador de micrófono. Pero al igual que la iluminación y el sonido, cumple una misión evocativa y emotiva que potencia la dimensión imaginaria y onírica. La escenografía funciona como lo hacen los sueños, nos transporta de un momento al otro a una congelada Moscú y luego a una pradera en Berlín, logra convertir un telón caído en una casa y de un abrigo grueso en una silla, hacer una madre. Personifica y transforma los elementos de una forma que sólo la imaginación y el teatro pueden hacerlo.

Pero lo más llamativo de la puesta en escena es, sin duda, su capacidad de romper la cuarta pared, como un sueño lúcido, una imaginación con cable a tierra.

Cuando se estipula, en el inicio de esta crítica, que esta obra es fuertemente metateatral, se está haciendo referencia a la marcada tendencia del teatro contemporáneo a hablar sobre sí mismo, es decir, cuando las obras de teatro hablan sobre el teatro; y, muchas veces, del teatro como la solución de algo. Esto se ve potenciado con la característica metateatral de hacernos entender constantemente a los espectadores, que estamos viendo una obra de teatro, fin realizado mediante la ruptura de la cuarta pared.

Claro, una de las principales características que tienen las artes escénicas -y que lo diferencia de otros tipos de arte en cuanto a su alcance con los espectadores- recae en su simultaneidad. El espectador está viendo la obra al mismo tiempo en el esta está ocurriendo y compartiendo el mismo espacio. Esta característica ha sido conscientemente utilizada por el teatro, en especial en las últimas décadas, muchas veces recurriendo a  interpelar directamente al espectador, de la forma en que Daniela nos habla al comienzo de la obra.

Ahora bien, lo que es menos común quizás, y por lo mismo, más interesante, es el hecho que la escenografía nos interpele. La proyección nos habla. Hace referencia a la “gente” que está ahí. La proyección nos va aclarando donde se supone que estamos y comentando sobre los comportamientos de la actriz, traduciendo al español los diálogos en ruso, como si fuera otro actor interpretando el personaje de la escenografía, como si tuviera mente propia. Es como un gran imaginador teatral, una mente de la obra misma que le habla directamente al espectador sin intermediarios. Como si fuera el texto mismo que se encarna en la escenografía. Es fascinante; y, sobre todo, potencia esta idea de que estamos perdidos en la imaginación de Daniela, siguiendo su diálogo interno como un desdoblamiento de su propia mente.

Hay algo en esta reticencia a permitirnos estar completamente inmersos en la obra, en alterar el pacto de verosimilitud cuando se produce esta ruptura, en esta característica metateatral de recordarnos siempre que estamos dentro de una obra, que se vincula también, con su parte autobiográfica. La actriz realiza una obra de teatro basada en los diarios de su madre, quizás con una cierta intención de darle forma a este proceso de estar perdiendo a su madre en vida. Por eso la obra nos hace sentir constantemente que estamos ahí, mirándola, porque esta no es una ficción, es su respuesta a la vida.

Y es quizás por esto que la frase que Daniela evoca hacia el final de la obra “Y el teatro no era suficiente”, nos rompe un poco los corazones, pues entendemos que esta es una de aquellas situaciones que no serán resueltas sólo por plasmarlas en arte. Dolerá de igual forma y no se podrá remediar aquel dolor, aunque sí compartirlo con otros, lo que aliviará, aunque sea un poco, su carga.

Eso es quizás lo que más me llamó la atención, personalmente, en esta obra: la forma en la que conmueve genuinamente a su audiencia. Pocas veces he sido parte de obras que logren llevar a sus espectadores hasta las lágrimas de forma masiva, cruda y sincera, y esta obra lo logra. Todo este proceso catártico, onírico e imaginario del que somos parte, esta obra que es ficción pero a la vez es realidad, que es teatro pero a la vez es la vida, culmina al final de forma realmente emotiva, cuando escuchamos la voz real de la mamá de Daniela, en esta ausencia presente, con el podio del micrófono y los versos entrecortados de El pueblo unido. En ese momento, todos somos Daniela, todos lloramos a nuestras madres perdidas dentro de sí mismas.

La conclusión final, es que el teatro no es la respuesta a los dolores que nos acongojan en la vida, pero nos permiten compartirlos con otros en nuestro paso por ellos. Durante toda la obra, se busca la respuesta de la “A” marcada en la página final del diario. Pero de a poco llegamos a la conclusión que la real razón de esta búsqueda no es por el significado de la “A”, sino por la ansiedad proyectada en la letra. Es el deseo de Daniela de volver a tener a su madre, el miedo a perderla completamente, la intención de corporeizarla nuevamente en una obra, en un recuerdo, o, más bien, la proyección del recuerdo, la interpretación de lo que ella entiende por su madre… Todo es una búsqueda por no perderla, por recordarla, por mantenerla cerca. Eso es lo que nos conmueve.

“No es sobre la letra que le sigue a la A, es sobre lo que te sigue a ti luego de mí” Le dice su madre a Daniela. “Y lo que sigue…  es la vida, tú seguirás viviendo”.

Ficha técnica:

Título: Mi madre nada

Duración: 70 minutos

Dirección y actuación: Daniela Castillo Toro

Dramaturgia: Nicolás Lange

Diseño sonoro: Ximena Sanchez Egaña

Diseño integral escenográfico: Laurene Lemaitre

Vestuario: Paulina Giglio Gutiérrez

Composición musical: Tomás González

Producción: Inés Bascuñán Pérez.

COORDENADAS

Desde el 11 al 27 de julio.

Miércoles a sábado 20.00 hrs.

Teatro La Memoria (Bellavista 0503, Providencia).

Valores: $10.000 general y $5.000 estudiantes y adulto mayor.

Entradas en https://ticketplus.cl/events/mi-madre-nada-daniela-castillo

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