Por Romina Burbano Pabst
Al centro de la sala, entre el humo denso, reposan los cuerpos de los intérpretes tendidos en el suelo, inmóviles, como si el espacio mismo contuviera su energía. Sus ojos cerrados, en un profundo descanso. Respiran lentamente en un ritmo compartido como si fueran parte del mismo latido. Sus cuerpos, adornados por un vestido de tela transparente, casi etéreo, revela un tenue matiz rojo en su interior, como si cada uno llevara en sí una llama latente… un pulso.
Una luz cálida se posa sobre ellos, deslizándose suavemente sobre su piel. Poco a poco, los cuerpos comienzan a moverse, sus movimientos lentos y continuos comienzan a expandirse, separando un cuerpo de otro, desplazándose en distintas direcciones como si buscaran su propio espacio. Aunque se expanden y contraen por el espacio en busca de independencia, una energía invisible los atrae de vuelta, los reúne al centro evitando que se alejen por completo.
El Clan, dirigida por Sofía Riveros, es una obra de danza contemporánea que surge de una investigación sobre la relación entre colectividad e individualidad. En conjunto con la Compañía Materia Lab, en la que participaron catorce intérpretes, el elenco profundiza estos conceptos a través de cuatro dispositivos escénicos: el Cardumen, el Rito, la Máquina y la Fiesta.
El montaje indaga en las tensiones y sinergias entre el individuo y la sociedad, pero también reflexionan sobre la liminalidad. Los cuerpos existen en un espacio intermedio, donde no poseen características previas y son despojados de toda etiqueta social, ilustrando cómo cada singularidad está relacionada a algo más grande, algo así como un micelio. De esta manera, los y las intérpretes se sumergen en una danza de encuentros y desencuentros, donde todos son parte del mismo estado liminal, coexistiendo en esa frontera indefinida entre lo individual y lo colectivo.
Sus movimientos lentos y calmados, emergen un juego entre la dispersión y la cohesión. Existe una sincronía entre los intérpretes que, a pesar de formar una unidad, no se pierde nunca su individualidad. Se mantienen en una constante transición entre el ser uno y ser juntos. Mientras su danza avanza, el centro de la sala se convierte en un punto de encuentro con la alteridad, un espacio compartido con los otros cuerpos. Sus gestos aireados y fluidos, aunque parecen por momentos dispuestos a disolverse en la masa, conservan un impulso, un gesto autónomo que delata su singularidad. Al igual que un cardumen, el elenco navega entre la unidad y la dispersión.
Aquí radica la potencia de el Cardumen como dispositivo escénico: los cuerpos están unidos, pero cada uno mantiene un pulso propio, una autonomía sutil que lo mantiene en constante transición entre el grupo y la afirmación de sí mismo. La tensión entre estas fuerzas crea un espacio liminal, donde los cuerpos no se encuentran definidos en un estado u otro sino, más bien, se mantienen suspendidos entre esa dualidad.
A medida que esta atmósfera de interconexión se profundiza, la música se vuelve más intensa y envolvente, las coreografías empiezan a reconfigurarse y los intérpretes a formar nuevos grupos de manera fluida y constante, guiándose a una dinámica de transiciones y agrupaciones. En este punto, la estructura coreográfica explora la dinámica de la pertenencia en el grupo, marcando una transición hacia un estado ritual donde la danza se convierte en un medio de conjunción y reconocimiento mutuo. Dejan de lado su vestuario inicial revelando su vestuario rojo, como si se desprendieran del anonimato para develar algo más íntimo. Aparece el dispositivo escénico el Rito.
Los intérpretes, de a poco, construyen una narrativa que mantiene al espectador en constante reflexión. Una de las partes más interesantes fue la dinámica de contact improvisation, una técnica de danza contemporánea en la cual puntos de contacto físico proponen puntos de partida para la exploración del movimiento a través de la improvisación. En otras palabras, los cuerpos se encuentran en un diálogo de apoyos, empujes, caídas y recorridos.
El uso de contact y las disposiciones grupales cambiantes, develan el Rito como una exploración a la pertenencia y la intimidad, donde el grupo suspende por un momento la individualidad. Los cuerpos, ahora vestidos de rojo, sugieren una transformación, un latido común que está entre ellos, recordando al espectador que el rito no solo une, sino que permite una experiencia de intimidad compartida. Los y las intérpretes habitan un estado en el que el yo se desdibuja en un nosotros, aunque solo sea por un instante.
A lo largo de la obra, los movimientos de los intérpretes adquieren un ritmo creciente. Cada expresión, cada gesto singular parece irse desgastando progresivamente en el tiempo, como si la energía individual de cada bailarín se fuera diluyendo en algo más, apareciendo una cierta fatiga acumulativa. La sincronía comienza a ser más presente, sus movimientos oscilan entre la estructura rígida y momentos de libertad contenida; sus cuerpos se alinean, su espacio se delimita y sus expresiones son sujetas a un patrón que, a cada repetición, va agotando su capacidad de diferenciarse.
En este punto el grupo ya no es un colectivo, ni una comunidad: ha mutado en un símbolo de absorción, una estructura que aprisiona la individualidad dentro de un sistema. La coreografía se convierte en un reflejo del mecanismo de homogeneización, donde los mismos movimientos se replican en cada cuerpo, dejando en evidencia una individualidad desorientada y atrapada en la dinámica de la estructura. En cada repetición, los bailarines se adentran en una especie de masa indistinta, su lenguaje corporal es más rígido, menos espontáneo, como si sus gestos fueran dictados por una fuerza externa. Estamos, nuevamente, presentes ante un estado liminal, pues los intérpretes existen en una frontera incierta: son partes de un conjunto, pero a su vez, intentan conservar su propia esencia.
En un momento de aparente desesperación durante el dispositivo de la Máquina, consumida por el grupo, una de las intérpretes intenta liberarse, su cuerpo lucha contra la masa que la retiene. Se mueve de un lado a otro, sus pasos son rápidos y erráticos, buscando un espacio que le permita afirmarse a sí misma fuera de la estructura, fuera de los estímulos. Sus gestos se tornan intensos, pero su intento de escape es continuamente absorbido por el flujo del grupo, devolviéndola una y otra vez hasta que estalla en un grito. Esta lucha por escapar del agobio y la absorción recuerda al espectador la constante presión que vivimos en un mundo hiperproductivo y digitalizado, donde el individuo se enfrenta a la pérdida de la autonomía, y es absorbido por la uniformidad de la red y el ritmo incesante del flujo de información.
La intensidad de la Máquina es tal que los cuerpos caen al suelo, su cansancio era notorio y su respiración agitada impregna el espacio. Este momento marca el inicio de un quiebre con la estructura anterior, cada intérprete empieza a moverse con un impulso propio, las singularidades surgen nuevamente. El espacio escenográfico, que en un inicio parecía vacío y dispuesto totalmente para los y las intérpretes, ahora es transformado. Una mesa de madera, bufandas de plumas rojas y rosadas irrumpen en el espacio, dando paso al dispositivo escénico final: la Fiesta.
Aquí, la liberación individual se presenta, a la vez, con el colectivo. Se genera un limbo donde cada uno es libre y se mueve entre su propia espontaneidad y la energía compartida, generando un espacio donde lo individual y lo grupal coexisten sin anularse. El espacio liminal de la fiesta, no es solo un punto de celebración: es una frontera abierta que permite el tránsito entre ser uno y ser todo.
En este momento de felicidad compartida, lo que sería el último espacio de transición; se desdibujan los límites entre quienes interpretan y quienes observan. La escena invita al público a integrarse en esta danza compartida, borrando la separación escénica y convocándonos a una experiencia sin barreras. Solté el lápiz y la libreta, siendo invitada por uno de los bailarines. Siguiendo los pasos al compás de la música junto con las demás personas del público, nos adentramos a una experiencia de pertenencia única y fugaz, donde la libertad individual se entreteje con la colectividad, dejándonos a todos suspendidos en ese espacio donde lo propio y lo compartido se encuentran.
El Clan no habla simplemente de lo que es la individualidad y en contraposición la colectividad. Es una obra que permite reconocer el umbral entre ambas dimensiones, donde las y los intérpretes habitan la liminalidad. En un constante estado de transición, la obra revela la importancia de los espacios liminales, donde simbólicamente nos convertimos en seres desnudos, donde cada bailarín se desprende de los roles que definen su persona en un efímero estar.
El montaje nos invita a reflexionar nuevas formas de relacionarse con otros como con uno mismo. Aquí el cuerpo no está sujeto a las reglas ni expectativas, intérpretes y espectadores participan en una exploración de lo simbólico como algo cambiante, un lenguaje que permite redefinir y experimentar nuevas posibilidades.
En esta danza de estados liminales, los y las intérpretes nos invitan a reconocer nuestra propia experiencia de lo individual y lo colectivo, la belleza de lo incierto y lo indefinido. Un espacio suspendido de juicio que nos abre ante nuevas formas de conexión y resistencia. El Clan es un recordatorio de habitar conscientemente los estados de transición.
Ficha Técnica
Título: El Clan
País: Chile
Dirección: Sofía Riveros
Asistencia de Dirección: Javiera Morales
Interpretación: Nishme Aguad, Rodrigo Aparicio, Francisca Calvo, Valentina Cid, Paulina Dejeas, Natalia Fica, Rayén Fuentes, Gerardo Garrido, Scarlet González, Cristian Llaituqueo, Paz Román, Monserrat Uribe, Belén Villagra, Martina Yáñez (Cía. Materia Lab)
Producción: Maite Azúa, Javiera Morales, Sofía Riveros
Narrativa y Coaching Actoral: Carla Jiménez
Música: Vicente Larroulet
Iluminación: Gabriel de la Hoz