Crítica de cine “Memorias de un caracol”: Que la ternura presente les permita a todos llegar hasta el final de esta historia

Por Álvaro Guerrero 

Esta película se abre con un primer plano de algo que a primera vista parece una papa, pero en realidad es una mujer en la agonía, una anciana en pleno tránsito a la muerte, y de pie junto a la cama despidiéndola, otra mujer mucho más joven, casi una niña en apariencia, llena de lágrimas en los ojos.

Se dice que los grandes maestros lo han sabido desde siempre, que la muerte es infilmable. Cabe preguntarse si acaso la animación puede subvertir esa limitación estética ya no, en este caso, abordándola, sino de frentón mostrándola en el inicio de la película. “Adiós Pinky”, espeta con lágrimas en los ojos Grace, la frágil protagonista de Memorias de un caracol, y entonces el relato se inicia y vuelve bien atrás, a la época de la primera infancia de dos niños: Grace y su hermano Gilbert, quienes viven con un padre bonachón pero frustrado, alguien que desde su natal Francia ha recibido ya no los embates sino derechamente la fatalidad del destino que toca con toda su fuerza implacable a los protagonistas de esta historia, durante los 90 minutos de duración.

El tono, la dominancia de una paleta de colores en negro, marrón, ocre y blanco, y la seguidilla de desgracias que asolan las precarias vidas de los dos niños, en especial desde que se quedan huérfanos y son separados en la Australia de los años setenta, son la expresión narrada de la depresión, aun por sobre la tristeza que inunda las habitaciones, los recuerdos y anhelos que se van acumulando en las cartas que estos dos hermanos se envían desde los dos extremos geográficos del país. Todo expresado en una técnica de animación en stop motion, que, por la profundidad que otorga lo hecho a mano en una historia de este ánimo, atrapa la atención como un “deber de ver” lo que se está mostrando. El sufrimiento no empalaga como podía suceder con Réquiem para un sueño (2000), porque la energía es más depresiva y los hallazgos visuales se mueven un poco más rápido que los sentimientos de la protagonista, pero no mucho más rápido. Y aquí no hay adictos.

Grace, cuyo sentimiento de indefensión ante un mundo implacable no hace sino acrecentarse a medida que su voz nos va contando la historia, contrasta con la aparición de Pinky, una mujer adulto mayor que ha vivido su vida con una intensidad que recuerda a la Maude (Ruth Gordon) de la inmortal historia de amor (y sexo) entre una octogenaria y un muchacho de 20 años sin ganas de vivir, que Hal Ashby filmó hace más de cincuenta años: Harold y Maude. Pinky es tan libre que se permite generar una amistad genuina con la joven Grace, alguien que ha tomado la metáfora de los caracoles que se enroscan dentro de su caparazón para rehuir de los horrores del mundo. Sus ojos son enormes depósitos de lágrimas y temor, y a medida que los años pasan y los dos hermanos no vuelven a verse, vamos atestiguando los mundos opuestos donde ambos habitan: desde el hogar que le toco a Grace, formado por un matrimonio adicto al pensamiento positivo, las sonrisas obligadas y los libros de autoayuda que han reemplazado las novelas clásicas que ambos niños leían de pequeños junto a su padre, y el ambiente puritano rural de una familia de fanáticos religiosos donde ha ido a parar un siempre rebelde Gilbert, quien a pesar del abuso sistemático de una madrastra cruel que roza la psicopatía, resiste lo turbio hasta un final que guarda una sorpresa.

Memorias de un caracol sigue su crónica de desaliento donde el tema central es el miedo a los otros, una galería de matones, esposos que guardan más secretos dolorosos, el daño que el mundo puede ocasionarnos desde el diario vivir, desde lo cotidiano. Y los secretos bien guardados hasta que llegue el momento exacto de abrirlos, una especia de justicia que solo puede existir gracias a la voluntad de hacerlas reales por parte de determinadas personas, quizá elegidas con pinza, y que la protagonista descubrirá para salir del pozo de sombras que configura casi toda la historia.

Memorias de un caracol puede llegar a padecerse en su hilera de infortunios narrados desde una voz que no tiene vergüenza de mostrarse en su fragilidad, su baja autoestima, su depresión. Como El brutalista, una película que muchos definirán como obra mayor, esta película opone dos horrores: las corrupciones del mundo y la incapacidad de su protagonista para salir del cascarón, siempre llevada y dominada por los vaivenes del destino, solo que aquí (y seguimos guardando las distancias con la obra, de cualquier forma, monumental de Brady Corbet), la esperanza arriba finalmente a puerto en forma de ganas de vivir gracias al cariño y el respeto auténtico de unos pocos, e independiente de donde sea el lugar. La pesadilla logra salir del largo y angosto pasillo gracias a palabras precisas, guardadas en el patio, afectos que resucitan, seres humanos en suma. Entonces se puede repetir la consigna de la otra película antes citada: lo importante aquí no es el camino, sino el destino.

Ficha técnica

Titulo original: “Memoir of a snail”

Duración: 94 minutos

Año: 2024

Género: animación para adultos, drama

País de origen: Australia

Director: Adam Elliot

Guion: Adam Elliot

Reparto: Sarah Snook, Kodi Smith Mc-Phee, Eric Bana, Magda Szubanski, Dominique Pinon

Música: Elena Kats Chermin

Fotografía: Gerald Thompson

Distribución: BF distribution

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