Por Paulo Adriazola Brandt
Es dudoso, que a quien se le pregunte si se considera una persona esperanzada, su respuesta sea negativa, es decir, que no tiene esperanza, porque la palabra esperanza es una expresión que se confunde con algo distinto, como es la expectativa o el deseo. Entonces, qué significa tener esperanza, en qué consiste, o cómo podríamos identificarla, son interrogantes que dilucida con maestría el filósofo surcoreano Byung-Chul Han (1959), en su obra El espíritu de la esperanza. Entonces, la expectativa de que algo ocurra como lo deseamos, se refiere a un hecho específico, algo puntual del que esperamos una satisfacción pronta, detallada y visualizada internamente, que, en caso de no conseguirse, provocará una frustración: “El deseo y la expectativa solo aguardan sucesos u objetos intramundanos que los satisfagan”. Pero la esperanza está en otro registro, porque se constituye como “Un estado de ánimo, incluso un sentimiento básico que permanentemente define y templa la existencia”. Por lo tanto, si es que entendemos así la esperanza, si la aceptáramos como un estado de ánimo, una actitud espiritual frente a la indescifrable existencia, lo más seguro es que el número de personas esperanzadas bajaría notablemente, porque además de apartar la expectativa y el deseo, debemos hacer lo mismo con el optimismo, es decir, esa actitud de permanente iluminación positiva, todo irá perfecto, el devenir está a nuestros pies, qué duda cabe: “El optimismo carece de toda negatividad. Desconoce la duda y la desesperación. El optimista está convencido de que las cosas acabarán saliendo bien. Desconoce el futuro como campo abierto a las posibilidades. Le parece que tiene el futuro a su entera disposición”. Entonces la esperanza no es optimismo, ni mucho menos expectativa o deseo.
Por lo tanto, el filósofo surcoreano postula que se trata de un estado de ánimo, una actitud espiritual hacia la vida, es decir, una visión totalizadora de nuestro actuar, cómo enfrentamos las distintas circunstancias que nos ocurren. Y aquí hay un aspecto esencial que nos permite entender la diferencia entre esperanza y optimismo, que parecen ser lo mismo, y es el hecho de que la esperanza contempla y acepta el fracaso, es una posibilidad cierta, pero ante él no habrá frustración, sino un volver a intentarlo, un recomenzar, porque ese tiempo venidero está preñado de incertidumbre: “El advenimiento es inasequible a todo cálculo y planificación. Abre un campo de posibilidades indisponibles”, y “no se puede recomenzar sin esperanza”. Entonces la esperanza alza su mirada por encima de lo actual, de aquello transitorio que ocurre en el presente, y mira hacia lo no nacido, allí habrá un cambio, en ese lugar venidero las cosas estarán mejor y por eso la esperanza es un puente: “Aviva nuestra atención y agudiza nuestros sentidos para percibir lo que aún no existe, lo que aún no ha nacido, lo que apenas despunta en el horizonte del futuro”. Es decir, la esperanza es lo único que nos puede sacar del inmovilismo, nos invita actuar y surge la creatividad, una narrativa.
¿Puede existir esperanza, así descrita, en nuestra realidad consumista? El consumo se tiñe de deseo, o más bien, es esencialmente deseo que nos mueve a obtener algo que también busca ser adquirido, ya sea por su forma, colores, sonidos, y en ese bucle de necesidad rápidamente satisfecha, pero que con la misma velocidad vuelve a crearse otra necesidad, necesariamente nos aislamos porque quedamos atrapados en un placer privado, personal, y la esperanza es precisamente lo contrario, necesita de los demás para existir, es benigna, cordial, y por ello se abre hacia las necesarias interacciones con los otros. Pero como el consumo se estructura a partir de una positividad sin sentido, ciega, porque no contempla el fracaso, las personas se retraen, se ocultan: “El culto a la positividad aísla a las personas, las vuelve egoístas y suprime la empatía, porque a las personas ya no les interesa el sufrimiento ajeno”. El sujeto de la esperanza es un nosotros, el del consumo es un yo. En la sociedad del rendimiento, en la que se alienta y promueve la creatividad pero en un sentido de productividad, donde la novedad es una repetición de lo mismo, no hay esperanza que promueva una acción hacia lo distinto, hacia la innovación. “Hoy, en nuestra sociedad narcisista, la sangre está encerrada en la mezquina circulación de nuestros egos. Ya no fluye al mundo. Faltos de mundo, ya solo orbitamos en torno a nuestro ego. En cambio la esperanza tiene amplitud. Funda un nosotros”.
La esperanza se mueve en el terreno de lo incierto, se desplaza por zonas ignoradas por la razón, ya que nada puede preverse porque nada ocurrirá tal y como lo imaginamos. Esta indeterminación es para la ciencia una certeza, según lo cuenta Carlo Rovelli en su libro El orden del tiempo: “El segundo descubrimiento de la mecánica cuántica es la indeterminación: no es posible prever de manera exacta, por ejemplo, dónde aparecerá mañana un electrón”. En esa angustiante incerteza que es el porvenir, la esperanza es una luz que nos incita a avanzar, desplaza el miedo y reivindica el perdón como una actitud necesaria para seguir caminando, para sortear las dificultades, ya que lo que no era previsible, aquello que no teníamos cómo saberlo, no puede ser causa de un castigo: “No puedo pedir perdón a nadie por aquellas consecuencias de mis actos que no podía prever”.
El miedo nos transforma en supervivientes, nos encierra, en cambio la esperanza vivifica el espíritu, por eso son contrapuestos. La esperanza está hecha de fe y amor, de lo contrario sería un mero sueño, un deseo sin contenido, únicamente fantasía. Y ese contenido es lo que construye la esperanza, una vida donde todo puede ser de otra manera, donde un sentimiento amoroso inunde las posibilidades, y por eso la esperanza se dirige hacia los demás, necesita interactuar: “Quien no sea capaz de dejar de pensar únicamente en sí mismo, no podrá amar ni tener esperanza”. Sin esperanza caemos en el infierno de lo igual, en la repetición infinita. Lo que hace el reo confinado en una celda estrecha recorriendo siempre el mismo espacio. Y esa cárcel es el pesimismo que rechaza todo cambio, no hay imaginación para lo nuevo, no desafía a la muerte, sino que de una manera distinta, la busca. Sin duda, Eguchi, el protagonista de la novela La casa de las bellas durmientes, del gran escritor Yasunari Kawabata, ya ha perdido toda esperanza cuando repite una y otra vez el rito de dormir con jóvenes narcotizadas y vuelve, también una y otra vez, sobre sus recuerdos luctuosos, encerrado en una melancolía indeleble. O Edipo Rey, la tragedia de Sófocles, ya sin esperanza después de conocer su destino cruelmente cumplido, se arranca los ojos para iniciar su destierro, acompañado por su hija Antígona. Para ambos no hay un futuro, no habrá un advenimiento, no existe un porvenir, único terreno donde la esperanza se despliega y no claudica.
El filósofo francés Gabriel Marcel, dijo: “Pensando en nosotros, he puesto mis esperanzas en ti”
Ficha técnica
Título: El espíritu de la esperanza
Autor: Byung-Chul Han
Ensayo
Editorial: Herder
Año:2024
Páginas: 141