Por Paulo Adriazola Brandt
No es usual que una novela tenga un inicio tan cinematográfico, considerando que fue escrita en los albores del cine, y aún no ejercía la influencia decisiva que después produjo en la literatura. El narrador nos pasea por los jardines de la residencia de los Briest, describiendo deliciosamente la fachada, los arbustos, “más allá un columpio”, para desembocar en “la dueña y la heredera de la casa”, es decir, nos presenta a Effi, la protagonista, y su madre, entregadas a las labores de bordado. Esta calma bucólica, tal vez anodina, es solo un espejismo de armonía, que cubre lo que realmente es la sociedad europea, atrapada en una moral victoriana, inflexible y cruel, que pronto padecerá con violencia la protagonista, en esta fantástica novela Effi Briest del escritor alemán Theodor Fontane (1819-1898).
Effi solo tiene 17 años cuando es comprometida en matrimonio con un hombre que tiene más del doble de su edad, antiguo pretendiente de su mamá, Instetten. Y esta jovencita se ve obligada a dejar a sus amigas que siguen columpiándose, con gran felicidad, para atender al que será su marido, en tanto una de las niñas la mira a través de un ventanal, y la llama para que siga jugando con ellas. Pero Effi no puede, porque ha terminado su niñez. Y sabe, o tal vez solo lo intuye, que la vida en adelante estará llena de formalismos, protocolos, y sobre todo de aburrimiento, la gran enfermedad que ha aquejado al ser humano. “El aburrimiento nos incomoda y lo evitamos a toda costa. La mente se inquieta ante lo que le resulta insignificante y busca una escapatoria.”, nos dice Inma Aljaro, en su obra Tedio y Narración. Y para solucionarlo, nuestra protagonista fantasea, busca el remedio en su imaginación, la esperanza de una vida con sorpresas. “Distraerme siempre con cosas nuevas, algo que me haga reír o llorar. Lo que no puedo soportar es el aburrimiento”. En la misma situación se vio Emma Bovary, en la otra gran novela decimonónica Madame Bovary, de Gustav Flaubert, cuando decidió que el camino para enfrentar el hastío, sería la infidelidad.
Todo gran escritor debe practicar con virtuosismo las técnicas narrativas, especialmente respecto de la fisonomía y expresión del narrador, que, sin lugar a duda, es el elemento más relevante de cualquier historia bien tramada. Y en esta novela cobra una importancia radical, ya que su participación influye en la creación de un misterio que será el centro de la trama, porque es quien maneja el tiempo, los saltos temporales (que en esta novela abundan), la cercanía con los personajes, dudar y opinar, pero también, como ocurre en “Effi Briest”, derechamente ocultar información sobre lo que ocurre entre dos personajes, y al mismo tiempo dar pistas ambiguas y generales. Y hay un giro dramático en la historia cuando Annie, la hija de Effi e Instetten, se hiere la frente producto de una caída, y la niñera va a buscar una venda en el armario donde cree que puede estar, y también bota un puñado de cartas, que quedan en el suelo varias horas hasta que el marido las recoge. Y en ese momento los lectores nos enteramos, junto con el personaje, de un hecho que el narrador había escondido. Aunque lo intuíamos, la sorpresa del personaje es la misma que la del lector.
Y luego una realidad tan lejana, situada en la Belle Epoque, pero al mismo tiempo tan cercana, similar a cualquiera que hayamos conocido o vivido, porque una mujer que no recibe de su marido lo que verdaderamente desea, sino frialdad, o simple cortesía, pero jamás “muestras de devoción y aliento, pequeñas atenciones”. Ha ocurrido siempre. Y por supuesto que luego entra en escena un hombre que irrumpe en ese páramo, en ese infierno de lo repetido y predecible, un hombre que sabe cómo seducir a una mujer como Effi, con paciencia y tacto. Es el comandante Crampas, casado con una mujer agria, cansada de sus infidelidades. Effi le escribe a su madre: “Tan sola, sin que pase nada. El nuevo comandante de la guardia es una especie de salvador, un portavoz de solaz. Es todo un caballero y muy educado”. Y la relación se inicia. Al principio solo formalidad, el trato afable pero respetuoso, incluso en los paseos a caballo que hacen junto a Instetten, que pronto realizan a solas, pero bajo la mirada de un sirviente de ella. Luego el narrador se aleja y nos cuenta solamente lo que cualquier personaje podría observar, como los continuos paseos de Effi a la playa, o a las dunas, o que no se encuentra con su sirvienta Roswitha cuando la va a buscar a unos juegos mecánicos, tanto que le dice que ya no es necesario que vaya por ella. Sin embargo, parece que llega su salvación: la noticia de que se trasladarán a Berlín muy pronto, se lo cuenta Instetten, y ella lo abraza por las piernas, como rezando, y le dice “¡Gracias a Dios!”. Después de eso, una carta de despedida a Crampas. Radical y escueta.
Luego una vida tranquila en Berlín. Todo lo ocurrido en Kessin está superado, tal vez no olvidado del todo, pero la vida se abre en su plenitud, las relaciones sociales, los compromisos, y unas vacaciones más al norte. Pero en un armario yace, bien oculto, el fajo de cartas amarradas con una cinta roja. Ahí llevan siete años. Entre tanto Effi no deja de pensar, intentando poner en su sitio todo lo vivido: “Tengo este sentimiento de culpa, pero ¿realmente me pesa? No. Y eso es lo que me asusta a mí misma. Pero así como no tengo un auténtico sentimiento de remordimiento, tampoco lo tengo de verdadera vergüenza”.
Hasta que el manojo de cartas está a punto de desencadenar la furia moral con más vigor que el mismo Derecho, despachando infaustas consecuencias. La apariencia de una buena conducta, de un correcto vivir, aquí se ha roto. Cuando la señora Zwicker conoce la noticia, alcanza a escribir un posdata en la carta a una amiga: “¡Conservar lo que le había escrito otro! ¿Para qué sirven las estufas y las chimeneas?” Seguramente ella lo había hecho, y tal vez todas lo habían hecho, pero actuaron con más realismo que nuestra protagonista. Nietzsche dijo: “No hay hechos, solo interpretaciones”, es decir, que todos los actos humanos son necesariamente interpretados, y depende de qué énfasis se instale en esas interpretaciones. Pero en esas cartas de amor, donde estaba la constancia de lo que había ocurrido en un pasado remoto, no cabía ninguna interpretación, sino únicamente poner en marcha la jurisdicción de la moralidad más severa, incapaz de matizar y perdonar. Instetten le confiesa a un amigo que a pesar de haber sido ultrajado en su honor, “vergonzosamente engañado, no tengo ningún sentimiento de odio, ninguna sed de venganza”. Pero existe algo social que lo tiraniza. “No tengo elección”, sentencia.
Y no quedaba más que ejecutar. La muerte tenía que ser en un duelo entre el marido engañado y el amante; la esposa infiel debía ser apartada de todo contacto social, por supuesto que también de su hija; los padres de esta mujer no debían recibirla en su casa. La muerte civil. No es muy distinta a la vida de reclusa en un convento. Algo de esto ocurrió, y lo demás fue matizado por una especie de perdón. Pero aun así, los sentimientos pasan inadvertidos en esta novela para que percibamos esa atmósfera de indolencia que lo inunda todo, el constante prejuicio y la crueldad.
Al final, la madre de Effi Briest se pregunta: “¿No habremos tenido nosotros la culpa?”
Ficha técnica
Título: Effi Briest
Autor: Theodor Fontane
Novela
Editorial: Penguin Clásicos
Año:2016
Páginas: 382