Por Juan José Jordán
La edición de los cuentos completos del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro es una gran noticia; 95 relatos de 4 décadas de trabajo, de un narrador que se mantuvo a distancia del Boom y la primera plana. Asistimos al taller de un artesano del relato que se esmeró en encontrar diferentes formas de narrar, qué lenguaje usar, que mundos retratar. Es por esto que una de las primeras cosas que llama la atención es la variedad estilística, como si Julio Ramón hubiera escuchado diversas voces creativas y no se decidiera enteramente por ninguna. Una exploración constante, alejada de dogmatismos.
Se comentarán algunos relatos representativos para apreciar cómo su estilo fue mutando con los años, pero manteniendo ciertos puntos de interés.
En sus inicios se percibe la influencia de autores como Maupassant, con esa cercanía por lo lúgubre y oscuro, como en Pierrot, aquel espeluznante relato del maestro francés donde hay un pozo al que arrojan a los perros sin dueño y toda la calle escucha sus gemidos hasta que se van se van apagando lentamente. Los gallinazos sin plumas, publicado en el libro del mismo nombre del año 1954, tiene cercanías con este estilo. Dos hermanos, Enrique y Efraín, son enviados todos los días a rebuscar entre los basureros de la capital para encontrar comida, pero no para ellos, que hubiera sido la solución más esperable y Ribeyro suele sorprender al lector torciendo el camino: Pascual, un chancho que el abuelo mantiene en un corral devora lo que los niños encuentran. Se trata de la interacción de dos mundos: la calle con la sorpresa llena de fascinación que les produce voltear basureros y rebuscar entre desperdicios, y por otro lado, el infierno diario al interior de la casa, como la sensación que tiene Enrique al regresar solo con el resultado de la búsqueda: “Al entrar al corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo obligó a detenerse. Era como si allí, en el dintel, terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas penitencias”. Está todo el tiempo presente la idea de abrirse camino ante un mundo indiferente y cruel.
Sin pretender escribir tratados sociológicos, los relatos en ocasiones sirven para analizar temas peliagudos, pero, a diferencia de lo que ocurre con cierta literatura, no se escribe desde el afán evangelizador del que va abriendo camino. Alineación, publicado en Silvio en el Rosedal (1977), en este sentido es un texto muy interesante: es la historia de Roberto, joven mestizo hijo de una lavandera, que se esfuerza desde niño por parecerse a los blancos, mimetizarse hasta el punto de renegar su identidad y encontrar una nueva y así nace Bob. Luego de sufrir por el rechazo de la bella Queca por su color de piel, decide que su única opción es radicalizar su metamorfosis. Su jefe no mira esto con buenos ojos, llegar con ropas de gringo, pelo decolorado y planchado no le gusta nada, ya que “(…)Nada lo reventaba más que no ser lo uno era”. Y ahí está el asunto, ¿quién determina qué es uno? ¿existe un contrato tácito que regula nuestra personalidad y preferencias, dependiendo del lugar de nuestro nacimiento?
Convencido que su destino está en otro lado, con un amigo que conoce en un instituto de idiomas se va a vivir a Estados Unidos y todo se precipita en rápida caída.
Solo para fumadores, del libro del mismo nombre del 87, es una crónica en donde fumar ocupa un lugar de primera importancia. Su vida no se puede contar sin encender cigarros de distintas marcas, dependiendo de los que tuviera al alcance en un momento determinado. No está exento de dramatismo, como cuando trabajando en una agencia periodística en París, se le revienta una úlcera y es llevado de urgencia al hospital. Su estado es calamitoso y el doctor que lo atiende le dice que tiene que dejar de fumar absolutamente. Pero el paciente se conoce y sabe de lo inútil de ese esfuerzo, así, ya reintegrado a sus funciones tendrá nuevas crisis por lo que “la ambulancia se convirtió en cierta forma en mi medio normal de locomoción”. Es un testimonio de un viaje sin retorno, o eso pareciera, que de alguna manera recuerda al alcohólico de la película “Leaving Las Vegas”, imposibilitado de poner freno a su hábito, pero nunca pierde el humor y esa cosa amable de la prosa de Ribeyro.
En un momento de desesperación, notando que algo incomprensible lo empuja a persistir encendiendo cigarrillos, aventura una teoría personal que le ayude a entender su comportamiento, huyendo de las clásicas interpretaciones psicoanalíticas: “lejos de mí, sin embargo, el ampararme en Freud, no tanto por él, sino por sus exégetas fanáticos y mediocres que veían falos, anos y Edipos por todo sitio. Según algunos de sus divulgadores, la adicción al cigarrillo se explicaba por una regresión infantil en busca del pezón materno o por una sublimación cultural del deseo de succionar un pene. Leyendo estas idioteces comprendí por qué Nabokov – exagerando, sin duda- se refería a Freud como el “charlatán de Viena”. Esta distancia y cierto escepticismo le permite desarrollar una línea personal de pensamiento, lo que también se refleja en el hecho de no afirmarse a ninguna escuela literaria de forma devota.
Julio en el Rosedal es un cuento extenso, en realidad más parece una novela en miniatura, no solo por la extensión si no por esa forma de condensar universos en pocas líneas. El deseo es algo que rehúye, nadie consigue lo que realmente quiere y los personajes tienen que conformarse con las vueltas que va tomando su destino. El Rosedal es una hacienda ubicada en la sierra peruana, codiciada por su cercanía al pueblo y la fertilidad de sus jardines. A Silvio le cae como un balde de agua fría el encargo de hacerse cargo de esta tierra que recibe de herencia. Ya con cuarenta años pensaba por fin dedicarse a la práctica del violín, la pasión de toda su vida que había dejado de lado ya que desde joven atendió en la ferretería de su padre, quien, a su vez, no pudo cumplir su sueño de volver a Italia como triunfador, por el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
El infinito es un tema que paraliza, el lenguaje se vuelve medio inútil ante esa sensación de estar frente a algo que desborda. Y es por ahí que Julio encuentra un mensaje: desde el mirador de la hacienda puede distinguir que las rosas del jardín forman figuras que interpreta como un código cifrado en clave morse. Primero da con la palabra RES, luego la invierte y le da SER, pero sigue siendo igualmente imposible de abarcar. Cada una de estas combinatorias por algún tiempo regula su comportamiento, como si estuviera con la tranquilidad de haber encontrado su verdadera misión. Así, con RES compra vacas y le da un empuje a la actividad ganadera de la hacienda, pero después de un tiempo lo deja. A lo mejor se trata de SER aquello que siempre quiso y desempolva el violín. Toma clases con un profesor, con quien da un concierto: “Curvado cada cual sobre su instrumento crearon en esos momentos una estructura sonora que el viento se llevó para siempre, perdiéndose en las galaxias infinitas”. El artista se funde en el instrumento y deja de ser tan importante el tema de quién es uno. Se está tocando, fundido en el sonido y el instrumento.
Finalmente piensa que probablemente no sea una palabra si no que una sigla. Pero tras llenar varias hojas con distintas opciones, algunas con más sentido que otras, se da cuenta que está en el punto de partida. Hasta que recibe una postal de una prima italiana pidiéndole que por favor la reciba a ella y a su hija. Cuando se apronta a contestar inventando alguna excusa educada, se fija que las iniciales de su pariente son las de su obsesión. La coincidencia no puede ser tanta. Así, su prima y su bella hija Roxana llegan a El Rosedal y por un tiempo las cosas parecen estar en su elemento. Pero los desvelos de uno rara vez le importan a otro. Silvio no quiere revelar su secreto, piensa que su sobrina se tiene que dar cuenta sola y rápidamente se produce una barrera comunicativa. Como en Alienación, está el problema de quién es uno. Silvio toda su vida estuvo en busca de algo sin alcanzar a entender bien qué era. Claro, estaba el violín, pero si no hay público ¿tiene sentido tocar? Si no hay testigos y el gesto artístico se pierde en la inmensidad, ¿existe? Pero quizá esa no sea la pregunta, lo que importa es si la persona tiene una relación sincera con lo que hace y si es así, seguirá tallando la piedra, por una necesidad, aunque sea un gesto que perdido en la nada.
Los cuentos de Ribeyro sorprenden y no se agotan en una primera lectura. Hay detalles, frases misteriosas, detalles en objetos secundarios que le entregan vida al texto. Al mismo tiempo, nunca se deja de lado la intriga, el contar. Por más que se recurra a categorías abstractas, no olvida que se está escribiendo textos narrativos y, por lo mismo, tienen que pasar cosas. Un maestro del relato que por razones misteriosas nunca llegó a la masividad, permaneciendo en un lugar a la sombra, lo que probablemente le permitió más libertad.
FICHA TÉCNICA
Título: “Cuentos reunidos. La palabra del mundo”
Autor: Julio Ramón Ribeyro
Género: Cuentos
Año: 2024
Páginas: 984
Editorial: Penguin Randon House