Por Magdalena Hermosilla
La cordillera de la Patagonia respira. Respira en el viento que fluye a través de ella. Inhala en los silencios prolongados, exhala en los movimientos de sus animales, en el murmullo de las casas de madera y en las voces que recitan versos en su nombre. Adentro… Afuera… La película se abre como una respiración conjunta de quienes la habitan, entre lo humano y lo no humano. Este es un latido que hace de la pampa algo más que un paisaje, un fondo, la hace cuerpo vivo que se expande y se contrae. Desde ahí, todo lo que vendrá —la vida de los campesinos, la crudeza del trabajo, la quietud de la naturaleza— parece desplegarse bajo un mismo ritmo vital, como si lo trivial y lo trascendente fueran parte de una misma cadencia, como si la película misma se construyera en el acto de respirar.
Al sur del invierno está la nieve es un evocador documental chileno dirigido y escrito por Sebastián Vidal Campos, producido por Cine Lárico y Trino Films. El filme nos transporta al sur más extremo del mundo, la Patagonia chilena, donde un grupo de pobladores —bagualeros, puesteros, ganaderos, arrieros y sus familias— convive en un entorno de belleza hostil, enfrentando el frío, la soledad y una naturaleza implacable. La película se construye a partir de un diálogo íntimo y silencioso entre estos modos de vida, la dureza del territorio, relatos ficcionados y la poesía de Rolando Cárdenas, que funcionan como un contrapunto lírico y melancólico frente a las imágenes. Desde ahí, Vidal Campos despliega una propuesta que oscila entre lo contemplativo y lo reflexivo, lo interior y lo exterior, donde lo crudo y lo bello se entrelazan hasta volverse inseparables.
Uno de los rasgos más sugerentes del documental es su punto de vista. Si bien el campesinado y sus costumbres aparecen como el sujeto central, la cámara abre el relato a otras perspectivas. Los animales y los paisajes no son simples telones de fondo, sino protagonistas también, en sí mismos. En varios pasajes, el filme parece situarse en la mirada de un caballo, en el dormitar de un perro, en los andares del rebaño, o en la vastedad de la pampa, otorgándoles una voz silenciosa pero decisiva. De este modo, lo humano no ocupa el lugar exclusivo de centro, sino que comparte la escena con el entorno natural y animal, en un gesto que expande la noción de protagonista hacia un registro más amplio y sensible.
La tradición cinematográfica a la que responde Al sur del invierno está la nieve se inscribe dentro del giro anti-antropocéntrico predominante en el contemporáneo, un campo de experimentación que desplaza el protagonismo humano hacia los territorios, los animales, las máquinas y los procesos materiales. Este gesto responde tanto a una sensibilidad ecológica en tiempos de crisis medioambiental como a un interés estético por ensayar nuevas formas de percepción.
Desde los setenta, filmes como La Région Centrale de Michael Snow propusieron miradas que desplazaban el punto de vista hacia lo no-humano. Esto permaneció en los años ochenta, con otros documentales como Koyaanisqatsi (Godfrey Reggio, 1982) que expandieron esta mirada, donde la humanidad aparece subsumida dentro de un ritmo y un mundo más vasto. Esto ha sido posteriormente ensayado cada vez con más frecuencia en lo contemporáneo por cineastas como Eduardo Williams con El auge de lo humano I (2016) y III (2023), el Sensory Ethnography Lab con filmes como Sweetgrass (2009) o Leviathan (2012), o Zhao Liang con Behemoth (2015), entre otras muchas propuestas similares.
Estas películas abandonan la perspectiva humana para sumergirse en la experiencia sensorial del entorno que trasciende lo narrativo tradicional, son contemplativas, de ritmos dilatados, nos muestran los puntos de vista de aves, máquinas y fuerzas de la naturaleza. Muchas veces se presenta desde una óptica alegórica y crítica, donde la devastación de la tierra, el utilitarismo hacia los animales y los cuerpos humanos se muestran como parte de un mismo metabolismo extractivista propio del antropoceno. En este contexto, Al sur del invierno está la nieve dialoga con una tradición extensa que, sin excluir a lo humano del todo, lo propone en una equivalencia narrativa. Descentra para pensar su lugar dentro de ecosistemas más amplios.
El anti-antropocentrismo adquiere un peso particular cuando se enmarca en películas que, de manera explícita o no, problematizan la relación que los seres humanos hemos forjado con lo no-humano. En este sentido, la despersonalización con la que tratamos a los animales, que es uno de los aspectos más crudos de esta película, revela una distancia que nos vuelve ciegos a su sufrimiento. Los reducimos a mercancía, a fuerza de trabajo o a recurso explotable.
El cine que se desplaza hacia perspectivas no-humanas no solo propone una ampliación estética de la mirada, sino que también obliga a reconocer las violencias normalizadas sobre aquello que hemos convertido en objeto. La cámara, al registrar estas formas de existencia fuera de la lógica utilitaria, introduce un cuestionamiento ético sobre nuestra manera de habitar y dominar el mundo.
Esto también abre la incómoda pregunta de hasta qué punto quien filma tiene la responsabilidad de no intervenir y limitarse a observar. La crudeza con que se exhibe la violencia hacia los animales instala una incomodidad que atraviesa tanto a quien registra como a quien mira. La angustia del espectador surge de presenciar el dolor sin posibilidad de modificar aquello que ocurre frente a la cámara. En esa distancia, emerge incluso el impulso de querer traspasar la pantalla para interrumpir lo que sucede. El cine, en este punto, se convierte en un espacio paradójico que denuncia y visibiliza, pero al mismo tiempo reafirma la imposibilidad de intervenir en lo real que muestra y de entenderlo como parte de la realidad en la nos estamos introduciendo. Aceptar la crudeza del entorno.
Y esta angustia que generan las imágenes, palpable y hasta audible en la sala, se ve intercalada con escenas de contemplación. Ahí radica la inteligencia del filme. La crudeza se alterna con belleza. La inhalada ansiosa y tensa que producen las imágenes del sacrificio y la violencia encuentra su contrapeso en una exhalada aliviada frente a los planos de la Patagonia. Las montañas imponentes, los atardeceres extendidos, la pampa abierta, la cordillera que se despliega como un cuerpo vivo. Entre el dolor y el sosiego, la película construye una experiencia que obliga a entrar en ese ritmo vital compartido, donde cada tensión exige su descanso, cada herida su silencio, cada exhalación su aire nuevo.
El trabajo fotográfico es central para la construcción de esta atmósfera. Largos planos fijos se convierten en la base formal del filme, permitiendo que el espectador respire junto con la cordillera y la pampa. La cámara observa con paciencia, capturando la grandiosidad de los paisajes y la quietud –o ferocidad– de los seres que la habitan. Hay un cuidado evidente por la composición, tanto en lo simétrico como en lo disonante, lo que genera tensiones visuales que acompañan la narrativa. La belleza y la crudeza conviven en cada encuadre. Los grandilocuentes planos generales de los exteriores muestran la inmensidad, otorgando escala y perspectiva. La fotografía no se limita a reproducir imágenes, construye atmósferas. Es este intrincado trabajo el que hace cuajar el convertir a la naturaleza y la vida rural en un cuerpo sensible que respira y vibra junto con quienes lo habitan.
Esto se realiza en contraste con el trabajo de los interiores, donde se recurre a planos detalle de conjunto cerrados, casi furtivos, donde la cámara parece observar desde un lugar secreto, desapegada de su presencia física, olvidándose de sí misma. Esta mirada sutil, típica del cine de observación contemporáneo que privilegia a protagonistas no humanos, permite que los sujetos —humanos, animales o paisajes— se desplieguen con naturalidad, sin la intrusión de una cámara que los domine.
La iluminación refuerza esta sensación. Donde los interiores se muestran a contraluz o con luz tenue, mientras que los planos exteriores explotan la expresividad lumínica del paisaje, contrastando la intimidad del espacio cerrado con la amplitud y majestuosidad de la pampa y la cordillera. Así, la técnica fotográfica articula la experiencia sensorial del espectador, alternando proximidad, distancia, secreto y revelación.
La producción sonora también es un recurso muy bien utilizado en esta ecuación. Se despliega con un cuidado notable, generando una intimidad que acompaña la mirada de la cámara. El sonido se acerca hasta convertirse en un plano detalle auditivo que establece una experiencia sinestésica con el espacio y los personajes. Este tratamiento refuerza la cercanía de los planos interiores, donde la cámara observa de manera próxima y contenida –casi como si se confundiera con los objetos y cuerpos– y al mismo tiempo, funciona como contrapunto frente a los exteriores que muestran la grandiosidad del paisaje desde la distancia mientras los sonidos se perciben cercanos, invitando al espectador a una experiencia sensorial profunda, donde la proximidad y la lejanía se entrelazan y complementan el relato.
La respiración que marca la película en el flujo entre lo dentro y lo fuera no solo articula la experiencia sensorial también establece —y es quizás, incluso, es propiciada— por uno de los elementos más elocuentes de la película, su comprensión profunda del tiempo. El filme despliega una consciencia de dilatación temporal. Las estaciones se introducen de manera gradual, se construye paulatina y ascendentemente la crudeza y la muerte, los respiros se vuelven lentos y pausados, y la música, inicialmente mínima, crece hasta inundar las escenas con su presencia. Esta progresión pausada constituye la forma misma del filme, la imponencia calma de la Patagonia.
Este efecto se potencia gracias a un trabajo monumental de montaje. Al inicio, la película adopta un tratamiento cercano al de otros filmes del mismo estilo, con largos planos fijos donde la civilización y las personas permanecen ausentes, dejando que el paisaje y los animales ocupen el centro de la escena. Gradualmente, los seres humanos se van introduciendo, siempre fuera de campo, desde la distancia, a contraluz, con “rostros desdibujados intencionadamente”, como señala su director. Sus voces y relatos emergen, pero su presencia visual se mantiene subordinada al entorno y a las relaciones jerárquicas entre los no-humanos, reforzando así la idea de un mundo donde la vida se percibe primero desde sus interacciones con la naturaleza y solo secundariamente a través de la intervención humana.
Pero luego, conforme avanza el filme, los relatos humanos comienzan a ganar presencia, aunque más que prevalecer sobre los demás, se equilibran con las historias de los animales y del paisaje. En cierto momento, dejamos los exteriores y nos adentramos en los interiores de los humanos, vemos los rostros de los habitantes con claridad, escuchamos sus relatos y percibimos cómo, en ocasiones, incluso miran directamente a la cámara, estableciendo un contacto con el espectador. Y luego, la cámara retorna al exterior, meciéndose entre ambas dimensiones, entre la intimidad y la vastedad de la Patagonia, inhalando y exhalando, articulando un ritmo vital que hace del documental una respiración conjunta entre quienes habitan y observan este mundo.
Y esta temporalidad progresiva es también una que congela. La Patagonia aparece como un lugar congelado en el tiempo. Cubierto de nieves de varios inviernos que están montados como uno solo. Como si el propio invierno no identificara el paso de su tiempo. La forma en que está montada la película —especialmente en la producción sonora, con radios de distintas épocas— intensifica esa sensación. Todo parece detenido. El oficio ganadero se realiza prácticamente igual que hace ochenta años, y la vida cotidiana se despliega con una cadencia casi intemporal.
Junto al tiempo y las estaciones se despliega la mortalidad como el hilo conductor central de la dimensión narrativa, como un ritmo que la película sabe medir con precisión. El relato de la muerte se vuelve más presente con el advenimiento del invierno más crudo. A medida que las heladas aprietan, las escenas de pérdida dolorosa y la dureza de la vida rural se intensifican. La película inhala la crudeza y el dolor, y exhala la quietud y la contemplación de un paisaje que parece inmortal. La dureza de los relatos y la belleza de la Patagonia se entrelazan, recordándonos que la vida y la muerte coexisten en un mismo ritmo, y que la consciencia temporal del espectador se construye a través de esa progresión pausada y envolvente.
A la vez, esta progresión narrativa se ve acompañada por un trabajo musical sumamente consciente. Al inicio, la música es mínima, casi nula, y se mueve casi exclusivamente desde lo intradiegético, fundiéndose desde los sonidos del entorno. Sin embargo, cuando comienzan los relatos escritos, estos adquieren una nueva cualidad acompañados de hermosas y nostálgicas piezas musicales –compuestas por Milton Núñez Mora– que los envuelve. A medida que el invierno y la mortalidad se vuelven más crudos, la música se hace progresivamente más predominante, inundando y desbordándose incluso más allá del relato que acompaña, tiñendo sutilmente las siguientes escenas, extendiendo así su resonancia emocional.
En este documental la muerte se presenta como parte intrínseca de la vida. La Patagonia es un territorio tan bello como hostil. Es tierra de vida y de muerte. “En este lugar aprendemos que no se debe llorar a los muertos”, afirman en la película, y esta máxima atraviesa sus imágenes y relatos. Vamos escuchando contantemente los reportes, las notas necrofílicas, obituarios y relatos ficcionados de personas que narran su propia muerte en la Patagonia. A esto se suman las imágenes de corderitos abandonados en la nieve, cadáveres de terneros, ovejas sacrificadas por carne y reportes de los miles de animales que mueren cada año por la escasez de alimento o congelados en las crudas condiciones del invierno. La presencia de la muerte es constante, ominosa y de alguna forma, también natural. Y su intensificación a lo largo del relato funciona con precisión narrativa porque sabe articular el tiempo, la estación y el ritmo de manera impecable.
El final de Al sur del invierno está la nieve sorprende por su aparente insustancialidad. Simplemente nos encontramos un corderito perdido en la nieve, como testigo silencioso de la vida que persiste en medio de la dureza del invierno. Nada cambia, el sol no reaparece. El tiempo sigue detenido en el frio invierno. Pero en esa aparente trivialidad se revela la esencia de la película. la crudeza de la muerte convive con la belleza de la vida.
Los versos finales de Rolando Cárdenas cobran aquí su pleno sentido: “Yo te recuerdo así, como un regalo innecesario del sol”. El sol, en estas durísimas condiciones, es la esperanza de que la vida prevalece en medio de tanta muerte. Recordándonos que reconocer la crudeza es también reconocer la belleza. Y así, en el silencio y la nieve que parecen infinitos, en la soledad del corderito escarchado en medio de esa blanca vastedad que se hace cada vez más pregnante, resuena en nuestras retinas el verso del poeta magallánico, que da nombre al documental: “Más al sur del invierno está la nieve, que se repite siempre inagotable y sola.”
Ficha técnica
Título: Al sur del invierno está la nieve
Duración: 96 min.
Año de estreno: 2025
País: Chile
Dirección y guion: Sebastián Vidal Campos
Producción: Cine Lárico y Trino Films
Fotografía: Aurora Rojas
Montaje: Pedro Abarca
Música: Milton Núñez Mora
Diseño sonoro: Roberto Espinoza y Roberto Zuñiga
SANFIC 21