Por Magdalena Hermosilla
Hay una idea principal que Ana expresa desde un principio: Ellos, quienes fueron detenidos y desaparecidos en dictadura, no son solo rostros impresos en pancartas, ni nombres que se gritan en una consigna. Son hombres y mujeres que vivieron, amaron, soñaron. Padres y madres que arrullaron a sus hijos, jóvenes que se enamoraron por primera vez, trabajadores y trabajadoras que pensaban en un futuro posible. Sin embargo, el horror de un régimen los arrancó de la vida y de la memoria, reduciéndolos a fotografías en blanco y negro. En el fervor de la lucha por la justicia corremos el riesgo de olvidar esa humanidad concreta, y frente al retorno impune de discursos que justifican lo injustificable y defienden lo indefendible, también hay quienes buscan borrar incluso esas imágenes, despojarlos de toda historia.
Es en ese cruce —entre lo humano y lo político, lo íntimo y lo histórico— donde se inscribe el libro Compañera Ana González: Una autobiografía. En sus páginas, Ana reconstruye la vida de una mujer sencilla, llena de anhelos y esperanzas, que fue marcada por la pérdida de su esposo, hijos y nuera en dictadura, y a la vez, teje la memoria de toda una generación atravesada por la violencia. Así, su testimonio no se limita a la denuncia, sino que abre un espacio para recordar que quienes fueron arrancados de su lado no eran mártires abstractos, sino personas comunes, con alegrías simples y proyectos truncados. La voz de Ana en el recuento de su propia historia se alza como un gesto de resistencia que busca devolverle espesor humano a la memoria, impedir que la desaparición se prolongue en el olvido.
En su autobiografía, Ana reconstruye su infancia y juventud con una lucidez sorprendente, plagada de claridad y abundante ternura. Relata sus orígenes humildes en Toco, un pequeño pueblo del norte, y el constante movimiento que marcó su vida y la de su familia hasta asentarse en Santiago. Sin embargo, lo más significativo del relato de su juventud es un gesto recurrente, casi ominoso, que señala constantemente lo que vendrá. En cada fragmento de ternura, de juegos infantiles, de inocencia y fraternización, introduce un recordatorio doloroso, del hecho que marcó el resto de su vida. Es como si trazara un antes y un después de la detención y desaparición de sus familiares. Y en el recuento posterior de los hechos que atravesaron su vida, se le hace inevitable, teñir a todo ese antes, con el dolor que vendrá después. De esta manera, la ligereza de los recuerdos tempranos queda atravesada por una sombra, anticipando que esa vida íntima y cotidiana se transformará inevitablemente en parte de la historia política de un país entero.
Esta etapa parece llegar a fruición cuando Ana ingresa a las Juventudes Comunistas. Éste es el momento más álgido de luz en el relato de su juventud, lo recuerda con la ilusión de quien descubre un horizonte nuevo, con la emoción de saberse parte de algo más grande que ella misma, de un proyecto colectivo que hablaba de justicia y dignidad. Esa experiencia, relatada con gran entusiasmo, refleja el espíritu de una generación que veía en la organización y el compañerismo la posibilidad real de transformar el país. Y es allí donde comienza ese momento que entrelaza su historia con tantas otras, las de miles de jóvenes y trabajadores en Chile que compartieron esa misma esperanza, ese mismo ímpetu de cambio, que más tarde sería abruptamente interrumpido. Lo que en Ana se nos muestra como un recuerdo íntimo y entrañable, se convierte al mismo tiempo en un retrato político de un país que soñaba y que fue traicionado.
Así, este relato trasciende el registro individual para convertirse en un ejercicio de memoria colectiva. En sus páginas lo íntimo se funde con lo histórico, recordándonos que ninguna vida se despliega en soledad, sino siempre en relación con un tiempo y un país. Uno de los aspectos más importantes del libro es precisamente mostrarnos que la memoria es, en sí misma, un puente entre lo personal y lo común: cada experiencia, cada dolor, cada gesto cotidiano, resuena en un entramado social más amplio. En la voz de Ana reconocemos no solo la historia de una mujer y una familia golpeada por la dictadura, sino también la memoria de una generación, de un pueblo entero atravesado por la violencia y la resistencia. Su testimonio nos interpela porque nos habla de ella, pero también —y sobre todo— de nosotros.
El testimonio de Ana González se inscribe, además, en una tradición latinoamericana donde la memoria ha sido levantada, una y otra vez, por las voces de las madres que buscan reparación y justicia. No es casual que una de sus mayores huellas públicas —de la cual habla siempre con mucho orgullo y profundo cariño a lo largo del libro— la fundación y presidencia de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD), que convirtió el duelo privado en un gesto político colectivo.
En ese gesto se hermana con otros movimientos de la región, como las Madres de Plaza de Mayo en Argentina, la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y mártires por la liberación nacional en Bolivia, el Movimiento por Nuestros Desaparecidos en México, la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos en Colombia, y tantas otras expresiones sociales y culturales, que, desde el amor y la ausencia, transformaron el dolor en resistencia.
Y tanto como esta autobiografía nos muestra cómo la memoria opera desde el principio de hacer colectivo lo individual, de extrapolar lo personal hacia la experiencia compartida por un país entero, también realiza el gesto inverso al humanizar lo histórico. Con gran sencillez y humanidad en cada palabra de su poética y emotiva escritura, Ana consigue dar vida a aquellas figuras consideradas como un nombre más en la historia, fijadas como consignas o fotografías que recorrer en un frío museo. Sus palabras las sacan de las pancartas.
Cuando describe sus sentimientos la primera vez que conoció a su esposo Manuel, o sus recuerdos con sus hijos Luis Emilio y Manuel hijo, es imposible no pensar en nuestros amores, en nuestras madres, padres e hijos. Y cada vez que describe el dolor que significó que les fueran arrebatados, no volver a verlos nunca más, no podemos evitar pensar en cómo hubiésemos reaccionado nosotros si hubiésemos estado en su posición, el dolor que significaría para nosotros haber pasado por ello, nosotros, quienes no lo vivimos. Esto les devuelve su espesor humano, lo que es, finalmente, el fin profundo de este libro, recordarnos que estas consignas no son solo un verso en la historia, sino personas reales, con gente que los amó y para quienes su ausencia duele hasta hoy.
Así, este libro nos recuerda con claridad por qué seguimos buscando. En un contexto actual donde con frecuencia se escucha la idea de que “hay que dar vuelta la página” o que “es mejor dejar atrás los resentimientos para poder avanzar”, las palabras de Ana nos demuestran porqué avanzar implica lo contrario. Nos recuerdan que quienes fueron detenidos desaparecidos o ejecutados políticos no son un episodio remoto de la historia. Fueron seres amados, atesorados por sus familias y comunidades. Y cualquiera que haya vivido la desaparición de un ser querido sabría que no se trata de resentimiento, sino de amor. De ahí la fuerza de este testimonio, pues muestra que la búsqueda no es un capricho ni una obsesión, sino un acto humano universal.
Lo más hermoso del libro es precisamente cómo rescata la humanidad de quienes fueron arrancados de sus hogares y convertidos en símbolos. Nos los devuelve como personas concretas, con gestos, con voces, con memorias de vida. Y en ese gesto nos permite a todos —incluso a quienes nacimos en otra época, incluso a quienes no venimos de familias atravesadas de alguna u otra forma por esta tragedia— reconocernos en esa experiencia. Ana nos ayuda a comprender por qué alguien puede, como ella, dedicar la vida entera a buscar a los suyos y a no dejar nunca que sus nombres y sus rostros sean borrados de la historia. Ese puente entre su memoria y la nuestra es lo que hace de este libro una obra tan necesaria.
Este libro genera en su lector una admiración profunda hacia Ana. Hacia su bella y lúcida escritura, cargada de una dolorosa poesía que conmueve incluso en sus momentos más íntimos. Y admiración también hacia su trayectoria como activista política por la memoria, pues hasta el último de sus días, habiendo partido de un origen tan sencillo, se convirtió en una de las figuras más relevantes del país en materia de derechos humanos. Su perseverancia, su fuerza inquebrantable y su esperanza en la justicia son una verdadera inspiración, un ejemplo de cómo el amor y el dolor pueden convertirse en impulso para transformar la memoria en un espacio de resistencia.
Y ese gesto central del libro que Ana escribe sobre sí misma —devolver la humanidad a sus seres queridos, sacarlos de la abstracción de las pancartas y los memoriales— también parece aplicarse, quizá inadvertidamente, a ella misma. Porque Ana González no es solo una activista, un ícono de la memoria, un rostro en las marchas. Ella fue también una niña que corría y jugaba descalza junto a sus hermanos por las calles de tierra de Toco, una adolescente que llegó en barco a Valparaíso soñando con una vida mejor, una joven que abrazó la esperanza en las juventudes comunistas, una madre que amó a sus hijos, una esposa que amó a su compañero. Al escribir este libro, Ana se devuelve a sí misma su propia humanidad. Ya no solo símbolo, sino persona de carne y hueso. Y ese gesto, tan profundamente humano, es quizás el regalo más valioso de su testimonio.
Ficha técnica
Título: Compañera Ana González: Una autobiografía
Autora: Ana González de Recabarren
Editorial: Ediciones B / Penguin Random House
Año de publicación: 2025
País de origen: Chile
Género: Autobiografía / Testimonio / Memoria histórica