Por Álvaro Guerrero
Ver en septiembre, a pocos días de las celebraciones de fiestas patrias, el clásico del teatro chileno Animas de día claro, cobra un especial sentido dados los elementos que uno podría identificar como muy propios a una especie de identidad nacional, y en particular a cierta tradición cultural que entronca la historia nacional con la de las artes en general. Uno se pregunta por aquello que nos representa como forma de un estado anímico común, de ideales y dolores aterrizados a escala de la calle, del camino rural, en una etapa política previa a las grandes convulsiones y utopías que dominaron la “escena” social desde mediados de los años sesenta, hasta llegar al golpe militar de 1973.
Ánimas de día claro fue escrita por Alejandro Sieveking y estrenada allá por 1962, con la dirección a cargo de su amigo Víctor Jara. El actual montaje, dirigido por María José Pizarro, respeta el texto original y hace uso del espacio escénico de una forma muy concentrada en tres pilares: la pequeña casa rural donde el mito dice que “penan” los espíritus de cinco hermanas que murieron hace ya tiempo, habiendo vivido toda una vida en ese mismo lugar, el escenario aledaño a la casa donde se desarrolla casi toda la acción, y por último una especie de ventana al campo a un costado del escenario, donde se vislumbra la silueta de un camino de campo por donde cada una de las mujeres van despidiéndose, ya derechamente como sombras espectrales que desaparecen bajo el sonido y la luz de rayos caídos del cielo que iluminan el “día claro”.
Los actores y actrices que interpretan el grupo de hermanas ánimas portan máscaras de mujeres vetustas, mientras que los otros visten como campesinos, uno de los cuales, Indalicio, desea comprar un terreno por esa zona. Al ver a este último, Bertina, ánima de 80 años, y que al igual que todas sus hermanas, puede ser vista por los vivos como si fuera una más entre ellos, se enamora y decide transfigurarse con una apariencia de veinte años. Sin embargo, un lunar en el rostro que la acomplejó durante su vida, impidiéndole haber siquiera besado a un hombre, se mantiene ahí. Pero a Indalicio no parece importarle cuando decide corresponderle ese amor insinuado, sin saber claro está, el secreto sobrenatural que su amada le esconde. El nudo central es ese: la historia de amor entre un fantasma y un humano, ambos provincianos, pueblerinos. En ese sentido, y a modo más instintivo que derivado de una reflexión o revisión, me pregunto si puede haber algo más chileno que eso. Aun cuando inmediatamente emerja la pregunta de que si lo profundamente identitario en ese país de 1962, corre también para el Chile actual, o funciona más bien como un eco del pasado que se va volviendo cada vez más inaudible.
Es cierto que en Latinoamérica los muertos coexisten con los vivos en una simbiosis que va desde Pedro Páramo, de Juan Rulfo, al mural Presencia de América Latina, del también mexicano Jorge Gonzales Camarena, en la Pinacoteca de la Universidad de Concepción. Pero lo que destaca es el particular estado anímico que atraviesa la obra teatral, ese que sintoniza con la tristeza de un país lejano en el tiempo y el espacio, perdido en los confines del mundo, entre la cordillera, el desierto y el océano, y para la cual en esta historia se levanta una cura de alegría melodramática, cara a la cueca y su baile, y que aleja a Ánimas de día claro de ser un lamento o una comedia. Hay tanto humor, por ejemplo en los sustos de los dos pueblerinos que no se atreven a entrar a la casa, como teatro físico escenificado en movimientos exageradamente plásticos para personificar emociones o reacciones. El mito de las hermanas manda que cada una vaya abandonando definitivamente este mundo cuando logren cumplir un deseo que les fue negado en vida. La forma en que lo hacen, despidiéndose de Bertina y entre ellas mismas, para desaparecer en la oscuridad y reaparecer como sombras tras el velo de la pantalla dispuesta tras la acción principal, se revela como fina poética de un diseño teatral austero y matemáticamente preciso. Nada sobra, nada falta allí.
Al final es claro que la historia de amor es realmente imposible. Sieveking opta por el tono melodramático para ejemplificar una tristeza más honda, la de la soledad y el casi seguro olvido, a pesar de las promesas hechas para el reencuentro futuro. Soledad en el ánima que queda esperando, dignidad de los árboles que florecen solo entonces por primera vez desde quizá cuanto tiempo, y en la revelación de lo pequeños, discretos y sencillos que eran los sueños truncos, y finalmente cumplidos de cada una de las hermanas. Es un Chile profundo, tristemente alegre y socarrón, o alegremente triste, pero muy directo en este sueño que reúne a los muertos con al menos uno de los vivos.
Ficha técnica
Título: Ánimas de día claro
Dramaturgia: Alejandro Sieveking
Dirección: María José Pizarro
Asistencia de dirección: Daniela Espinoza
Elenco: Martina Ruiz Duve, Santiago Macchi, Franco Falcón, Leonardo Segura, Cristóbal Muñoz, Cristóbal Bravo, Valentina Escobar, Sofía Rodríguez, Fernando Yamal, Ignacio Tolorza
Diseño: Gabriela Torrejón
Diseño sonoro y de iluminación: María José Pizarro
Mapping: Ignacio Tolorza
Producción: Pamela Jaque y Cizarro producciones
Compañía: Colectivo CTM
Edad recomendada: + 10 años
Duración: 80 minutos
Coordenadas
Teatro Mori: Bellavista 77, Recoleta
Del 5 al 21 de septiembre (de jueves a domingo, 20:00)
18 y 19 de septiembre habrá funciones.
Entrada general $10.000
Entrada estudiantes y tercera edad $8.000
Descuentos sobre valor general:
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