Julio César Olivares
Durante las últimos treinta años Paul Thomas Anderson ha demostrado, una y otra vez, ser uno de los autores más completos, hipnóticos y eclécticos del cine contemporáneo. Sea en la noche californiana, donde sapos pueden llover del cielo; en plena fiebre petrolera de comienzos del siglo XX o en el mundo de la alta costura londinense de los cincuenta, las películas de PTA suelen ser una combinación única de ambición formal, profundidad emocional y dominio narrativo, con dosis altas de riesgo y autenticidad.
Así, a quién podría sorprenderle que el último estreno de un director que no suele fallar, esté a la altura de la leyenda. Y, sin embargo, Una batalla tras otra, lo nuevo del director de Boogie Nights se siente tan único, como monumental y urgente. Ésta, probablemente su obra más accesible al público general, es una adaptación bastante libre de Vineland de Thomas Pynchon -terreno que ya había tocado en 2014 con Vicio propio-, una sátira política sobre la resaca que dejó la revolución hippie, con la era Reagan de fondo.
Sin destripar detalles -hay muchos muy jugosos que vale la pena descubrir en la pantalla grande-, la película sigue a un exmilitante revolucionario llamado Bob Ferguson (Leonardo DiCaprio), que cría a su hija, Willa (Chase Infiniti), en la clandestinidad y deberá rescatarla de las garras de un antiguo enemigo (Sean Penn) que reaparece 16 años después de haber derrotado a la célula insurrecta.
La apuesta, vale destacar, traslada la historia postrevolucionaria al Estados Unidos de la actualidad y muestra una imagen bastante oscura de los tiempos. No es casualidad que en la primera escena de la cinta, los French 75 -el nombre del grupo revolucionario del que formaba parte DiCaprio- vigilen un centro de migración militarizado con el objetivo de liberar a sus prisioneros, en un EE.UU. que ha hecho de la deshumanización de los migrantes una de sus prioridades. Ahí aparecen una serie de temas que toca la obra: el fracaso de la revolución, el legado de los padres, los traumas generacionales, la frágil supervivencia en la solidaridad, los fetiches del supremacismo blanco.
El prólogo -de unos cuarenta minutos- nos presenta a esos revolucionarios que creen en la vía de la fuerza para “corregir los errores” de aquellos que controlan el poder. Los vemos poner bombas, liberar migrantes y asaltar bancos para financiar sus expediciones. El resto de la película nos deja con sus sombras, aquellos que se toparon con el muro de la realidad, que cayeron apaleados por las circunstancias y tuvieron que pasar al anonimato para evitar caer bajo el peso de sus acciones.
En esos 16 años que pasan entre el prólogo y el resto de la acción EE.UU. no ha cambiado demasiado, con la salvedad de que el militar a cargo de estos centros de detención (Penn) ha ido subiendo de cargo, acumulando medallas y méritos. Los French 75 no lograron cambiar el mundo, y ahora les toca a sus hijos responder por el intento infructuoso de sus padres.
No es extraño pensar que el motor de la película está en la inquietud de Anderson -ahora en sus cincuentas, padre de tres hijas y un hijo adolescentes- acerca de este mundo quebrado que le estamos legando a nuestros hijos. La hija de Bob Ferguson, Willa, no eligió las cartas que le tocaron (o los dados, dice Bob) y, sin embargo, le tocará hacerse cargo de las responsabilidades de las generaciones que estuvieron antes. En esa relación padre-hija, personajes que curiosamente no comparten más que tres escenas, está el corazón de la película. Bob y Willa pasan de ser padre-hija a niño-cuidadora en cuestión de segundos, pero se necesitan, se quieren y se cuidan mutuamente, incluso con todas las brechas generacionales que pueda haber.
El Bob al que da vida DiCaprio (que sigue demostrando ser uno de los mejores actores del mundo) es un personaje aletargado por dieciséis años de vagancia, alcohol y marihuana, cuya única misión es asegurar el bienestar y la sobrevivencia de su hija. Un personaje patético a ratos, perdido durante buena parte del metraje y muy pocas veces a la altura de las circunstancias, pero que cumple con lo único que se le puede exigir: ser un padre, estar ahí para ella.
Willa, en cambio, representa la fuerza y la determinación de la juventud, incluso si el escenario es sumamente adverso. Su intérprete, Chase Infiniti, que debuta en cines con este rol, se enfrenta de igual a igual con sus contrapartes adultas -la mayoría con varias décadas de experiencia- y deja ver, particularmente en el tercer acto, que aquí ha nacido una estrella.
Por otro lado está el Coronel Stephen Lockjaw de Sean Penn, en una actuación impresionante, que bien podría animar la temporada de premios venidera. Con elecciones muy singulares y precisas en su postura, en su forma de caminar, de hablar y en una serie de tics que hace con su rostro, Penn logra crear a un personaje tan temible como repugnante, patético y, en algún grado, hasta simpático. Uno de los grandes villanos del cine contemporáneo y una caricaturesca pero fehaciente representación del fascista moderno: animado por deseos mezquinos y terriblemente banales, capaz de derrumbar todo lo que sea necesario para lograrlos.
Pero, más allá del trío protagónico, la película no puede entenderse sin un coro de personajes secundarios y terciarios a la altura. Desde la apasionada y magnética Perfidia, interpretada por Teyana Taylor -clave en la historia, tanto por su presencia como por su ausencia-, hasta la presencia sabia y relajada del Sensei (un gran Benicio del Toro). Eso, sin contar a supremacistas blancos, monjas cultivadoras de marihuana, militares varios, revolucionarios caídos y otros tantos actores no profesionales, que se lucen en los pequeños momentos que tienen y que terminan por elevar el todo de una apuesta gigantesca que cumple lo que se propone.
En Una batalla tras otra, Anderson mantiene a todos sus colaboradores trabajando al máximo de sus poderes, destacando enormemente el trabajo de Jonny Greenwood en la banda sonora, que captura la paranoia, la furia y el deseo de los personajes; y el del editor, Andy Jurgensen, que le da un ritmo trepidante a una película de 2 horas 40 minutos que nunca se siente larga.
Anderson es capaz de poner en pantalla a sus influencias (las persecuciones de The french connection, los conflictos entre la vida política y la familiar que muestra Running on empty, o la estructura coral de las películas de Robert Altman), pero a la vez crea algo que se siente nuevo, tanto por atrevimiento como por logro.
El trabajo de cámaras de PTA es impresionante, su habilidad en el uso del montaje, la construcción de tensión y el ritmo despiadado que le imprime a la narrativa culminan en una obra entretenida, trágica, divertida y emocionante. Todo eso a la vez, por muy hiperbólico que pueda parecer.
A ratos comedia, a ratos thriller criminal, lo que predomina en Una batalla tras otra es la acción: explosiones, balaceras y persecuciones, cada una sustentada sobre el peso narrativo de lo que están viviendo sus personajes. Una persecución automotriz a través de una carretera recta con subidas y bajadas es tan eléctrica e impresionante que me hace pensar que para eso se inventaron las películas. Pero por muy extraordinaria que sea técnicamente, es el peso dramático de los conflictos de sus personajes el que logra que secuencias como la de esa persecución se vuelvan maravillosas. El trenzado afectivo de los revolucionarios los mantiene unidos y a nosotros expectantes por sus destinos. Los códigos de la insurrección se convierten en un lenguaje de amor. Y la lucha por el futuro se convierte en nuestros ojos en la lucha por la vida de Willa.
Políticamente Una batalla tras otra tiene muchos puntos en común con Eddington, pero corren por carriles distintos. Si el neowestern de Ari Aster buscaba demostrar los efectos feroces del sometimiento tecnológico al que terminamos por rendirnos en pandemia y encapsular la locura de los Estados Unidos modernos, Una batalla tras otra busca recuperar la potencia —y la dificultad— de la acción colectiva en un momento en que el tejido político parece desgarrado sin remedio.
Ya no se trata solo de resistir la alienación individual de la que da cuenta la cinta estelarizada por Joaquin Phoenix, sino de volver a imaginar lo común en medio de un paisaje saturado de cinismo, polarización y fatiga democrática. Si Eddington señalaba la desorientación como síntoma de una sociedad rota, Una batalla tras otra describe las dificultades y los quiebres de la acción colectiva, al mismo tiempo que aboga por su necesidad.
La obra no idealiza la movilización, ni propone soluciones fáciles; más bien, escarba en las contradicciones de un presente donde cada intento de solidaridad parece amenazado por la fragmentación. No hay épica en sus páginas, sino persistencia: la lucha como acto cotidiano, torpe, a veces fallido, pero indispensable. No hay panfletos, tampoco no hay héroes; solo una narrativa guiada por humanos falibles que intentan darle vuelta al destino.
Una batalla tras otra examina la alicaída llama de la revolución y propone pasar la antorcha a los que vienen. El mundo sigue estando en un estado gris en el que es difícil escapar del desánimo (poco cambió en esos 16 años). Los protagonistas ya jugaron sus cartas y fallaron. Les tocará entonces a sus hijos. Es su momento de tirar los dados, de creer en ideas, de tomar decisiones, cometer errores y seguir adelante, una batalla tras otra. Los padres estarán a su lado, viéndolos crecer, intentarlo y fallar. Y habrá tanta belleza en ese acompañamiento como en el intento mismo. Tanta como en esta obra maestra.
Ficha técnica
Título original: One battle after another
Duración: 162 minutos
Año: 2025
País de origen: Estados Unidos
Director: Paul Thomas Anderson
Guionista: Paul Thomas Anderson
Reparto: Leonardo DiCaprio, Chase Infiniti, Sean Penn, Benicio del Toro, Regina Hall y Teyana Taylor
Género: Acción, comedia, thriller
Estreno: 25 de septiembre
Distribuidora: Warner Bros. Chile.