Por Álvaro Guerrero
Algunos cantos o lamentos de la poesía, pueden, o deberían en su universalidad, trascender las formas en los que son dichos, la performance misma. El canto lírico de García Lorca en Bodas de sangre, las canciones que enriquecen la acción dramática en espacios de tiempo entre escenas muy cargadas de tensión o pesar, las metáforas o imágenes poéticas en los diálogos (“nubes llenas de pájaros”, “él era como un rio negro”, “el caballo grande que no quiso beber agua”), todo el caudal verbalizado en escena, parece mostrar un dialogo entre lo épico, grandilocuente, y aquello que el mismo Lorca definió como consustancial a su Andalucía: “Granada ama lo diminuto”. Personalmente lo siento como una lírica que gusta mucho de jugar con lo “grande” como si fuera “pequeño” confundido con lo pequeño como si fuera grande, sin olvidar nunca, tanto en Bodas de sangre como en poemarios tales como Romancero gitano o Poema del cante jondo, la materia idiosincrática del contexto histórico cultural que la rodea, la tierra de donde nace. En ese sentido, para el caso de la representación escénica, la música de la obra lorquiana se transfunde con la palabra en una sola atmósfera que respeta los tiempos que corresponden a cada una.
Para escribir Bodas de sangre, García Lorca se inspiró en una noticia del periódico donde se describía el crimen en el que cayeron dos hombres, el recién casado y el amante que huyó con la novia. En el caso policial, ambos se aniquilaron con armas de fuego. Lorca cambió eso por el mayor dramatismo que auguran los cuchillos en la poesía del hado que termina en tragedia. La madre del protagonista, en los primeros diálogos habla directamente de la maldición de las dagas, ella, que ha sufrido en el pasado la perdida de seres queridos por la furia homicida del metal entrando en el cuerpo. El escenario del presente montaje se compone de telas rojas que cubren con sus encajes del cielo al suelo, y de un gran círculo grisáceo al medio, formado por cuchillos que cuelgan. Sangre y acero afilado componen el horizonte visual de fondo.
En esta versión que Mariana Muñoz dirige en el Teatro Finis Terrae, la música cobra un rol central que estructura, o incluso subordina, la palabra en un torrente de interpretaciones de las canciones, o adaptaciones de la acción a ellas, que parten desde el inicio mismo con la ubicación de los músicos y cantantes actores a los costados, con sillas como si de una “peña” se tratara. Aunque una que en su estética mezcla elegancia con abstracción, estilo coloquial con caos, como si de la ya descrita tensión y unión de opuestos se tratara: la de lo pequeño con lo grande. Sin embargo, y a primeras, creo que en este caso cuesta dejar establecida una conexión entre ambos universos, el de la palabra y canto lorquiano de una tragedia que se avecina, con el bullicio colorido y musicalmente ecléctico del montaje.
La obra se inicia con una imagen reveladora del tono y ánimo tras la propuesta: el hijo que se va a casar, junto a su madre, ambos actores con micrófonos de mano, al modo de los animadores de un evento o de cantantes sobre el escenario. Alrededor “revolotean” músicos, la latencia constante de alguna explosiva intervención sonora o dancística. Los textos que avecinan el drama son declamados con la propiedad que la obra original reclama, pero están entramados en una insistente cobertura de espectáculo y aún más, de ciertos elementos como el de los micrófonos que cumplen también un cierto papel de distanciamiento o extrañamiento con el carácter fatalista de lo contado, y sobre todo expresado. Pero la poesía de Lorca sigue ahí, como bastión, norte, faro y barco mismo. Y yo me pregunto, en la delicadeza de lo lírico, si acaso no se trata de una forma de expresión tan española, y en particular tan andaluza, que complique el traducirse con total libertad al lenguaje musical y estético (en cuanto a coreografía y baile) de ritmos tan distintos como lo son la cueca, la cumbia, el rock o el pop, todo en una sola larga pieza de ilusiones salpicadas por el miedo, fatalidades ya predispuestas desde el mismo nombre rotundo y decidor de la obra, amor truncado por la violencia de la pasión y finalmente de la venganza. O quizá, si me permiten el atrevimiento, fantaseando habría apostado por Lorca y la cueca, o Lorca y el rock, o la cumbia. Es decir, la identidad desde la música trabajada en un solo ritmo y traducida a la poética del vate español, a lo largo de todo el montaje.
Por otra parte, hay momentos donde el texto se queda en una acción primaria, por ejemplo: “iremos a comprar medias”, y como un coro que se repite una y otra vez con esa misma frase, los intérpretes bailan y cantan, una y otra vez. Esa adaptación como espectáculo vuelve a alejarme del fondo del asunto y de sus ramificaciones poéticas, que en la obra original alcanzan hasta las dolidas canciones que recuerdan lo que ha ocurrido y lo que vendrá. La apuesta ha sido revitalizar el texto encapsulando momentos y palabras claves para que las mil músicas diversas fluyan. Mucha gente aplaudió, yo a pesar de un elenco de actores cantantes que lo hacen bien en ambas facetas, no pude convencerme nunca.
Ficha técnica
Título: Bodas de sangre
Autor: Federico García Lorca
Dirección: Mariana Muñoz
Elenco: Lorena Bosh, Moisés Angulo, Mauricio Flores, Paulina Cortez, Jorge Arecheta, Marcela Millie, Juan Pablo Villanueva, Gabriela Arancibia
Diseño integral: Paulo de la Fuente
Diseño audiovisual: Matías Carvajal
Composición musical: Composición colectiva
Producción general: Sofía Paine
Asistencia: Fernanda Letelier
Compañía: Producción Finis Terrae
Edad recomendada: + 14 años
Duración: 1h20
Coordenadas
Teatro Finis Terrae
Pocuro 1935, Providencia
Del 2 al 26 de octubre
Jueves y viernes 20:30 horas
Sábado y domingo 19 horas
Entrada general $13.000
Descuentos sobre valor general:
Adulto mayor $8.450 (35% dcto.)
Estudiante $6.500 (50% dcto.)
Súper jueves $6.500 (50% dcto.)
Descuentos con Tarjeta vecino Providencia