Por Juan Marín
“No sé por qué la gente espera que el arte tenga sentido. Debemos empezar a aceptar el hecho de que la vida tampoco tiene sentido”. Esta reflexión de David Lynch resuena con fuerza al enfrentar su partida. Me cuesta creer que sea real, me resisto a aceptar que el maestro ya no está entre nosotros, y aunque en el fondo sé que es cierto, ojalá esto solo fuera un mal sueño “lynchiano” del que podamos despertar. Lynch, un genio incomprensible, de esos que uno cree que son eternos, se ha ido. Su muerte, como sus películas, no sigue un patrón lógico. Nos deja desorientados, como una de sus narrativas laberínticas. Pero estoy profundamente agradecidos por todo lo que nos dio.
David Lynch no fue solo un cineasta. Fue un creador único, un vanguardista cuya estética y visión nunca tuvieron parangón. Su estilo inconfundible nos sumergió en viajes oníricos y pesadillescos, en los que cada paso nos llevaba a lo más profundo del subconsciente. Como un ícono del surrealismo moderno, Lynch dominó como pocos el arte de plasmar el horror: no el horror inmediato y palpable, sino el que se oculta en lo inexplicable, en lo oculto bajo las capas de lo que creemos conocer. En su cine, el “sinsentido” de las tramas se transformaba en un universo vasto, un cosmos de belleza inquietante, donde lo extraño y lo sublime se fundían. Cada película y serie era un manifiesto del surrealismo como forma de explorar la condición humana en sus dimensiones más profundas y oscuras.
Antes de ser cineasta, Lynch fue pintor, y desde sus primeros trazos ya se atisbaba una fascinación por lo onírico y lo grotesco. Influenciado por el expresionismo visceral de Francis Bacon y el surrealismo de René Magritte, era inevitable que su arte en la pintura se transformara en imágenes en movimiento. Así nació Eraserhead (1977), su ópera prima, que fue en parte una extensión de sus propias pinturas y, paradójicamente, la obra más perturbadora de su filmografía. La atmósfera sombría y aterradora de Eraserhead es una pesadilla que solo Lynch podría haber concebido: una experiencia sensorial que no se entiende, sino que se vive. El feto grotesco, que no es exactamente un feto ni un ser humano, sino una criatura inubicable, sigue siendo una de las imágenes más inquietantes del cine. Es tan desconcertante que Stanley Kubrick mostró la película a su equipo durante el rodaje de El resplandor para lograr la misma atmósfera opresiva de horror psicológico que en la obra de Lynch.
En 1980, Lynch dio su primer gran paso en Hollywood con El hombre elefante, una película que, de alguna forma, rompió las convenciones de la industria. En un contexto donde el terror corporal estaba fuerte, liderados por cineastas como David Cronenberg y John Carpenter, Lynch reinventó el género al basarse en hechos reales para ofrecer una reflexión universal sobre la compasión, la discriminación y la falta de empatía en nuestra sociedad. El horror de El hombre elefante no radica en la deformidad física de Joseph Merrick, sino en la crueldad de un mundo incapaz de ver más allá de las apariencias. Es una obra que recupera la humanidad de los “monstruos”, algo que no se veía con tanta profundidad desde grandes obras como Frankenstein de Mary Shelley o Freaks de Todd Browning. La escena más desgarradora de El hombre elefante, cuando John Hurt dice: “No soy un monstruo, no soy un animal, soy un ser humano”, sigue siendo un grito de humanidad en medio de la barbarie que siempre nos eriza la piel.
En 1984, Lynch se embarca en uno de los proyectos más ambiciosos de su carrera: la adaptación de Dune, la icónica novela de ciencia ficción de Frank Herbert. Sin embargo, esta película resulta ser una de las más controvertidas y debatidas dentro de su filmografía. Aunque la historia de Dune tiene la marca de Lynch, la película se siente como una obra más de la industria que de un director con un sello personal inconfundible. Fue un desafío titánico y el resultado final, un fracaso de dimensiones colosales, demostró que incluso los genios tienen sus tropiezos. Tras la negativa de la productora de confiar en la visión subversiva de Jodorowsky para el proyecto, Lynch fue llamado a reemplazarlo. El director mismo ha reconocido que nunca quedó conforme con el corte final de Dune y lamenta no haber tenido el control absoluto sobre la edición de la película. Pero lo cierto es que el fracaso no fue culpa de Lynch. Fue el reflejo de una industria de Hollywood cada vez más dispuesta a interferir en el proceso creativo.
Sin embargo, el tropiezo con Dune no fue más que un breve paréntesis en una carrera que, en lugar de desmoronarse, se revitalizó con una de sus obras más aclamadas y convertida en un clásico de culto: Blue Velvet (1986). Con esta película, Lynch se consolidó como uno de los grandes visionarios del cine contemporáneo. Blue Velvet no solo es una de sus obras más influyentes, sino que representa el momento en que su estilo único se redefinió por completo. Esta mezcla de cine neo-noir con un surrealismo perturbador, acompañada de un universo cinematográfico totalmente distinto a todo lo conocido, marcó un antes y un después en el cine. La presencia de la canción In Dreams de Roy Orbison, que todavía resuena en nuestra memoria, se convirtió en el alma de una de las escenas más icónicas de la historia del cine. Por supuesto, no se puede olvidar la magnética y aterradora interpretación de Dennis Hopper como Frank Booth, uno de los psicópatas más sádico jamás creados, quien, con su máscara de gas, se convirtió en una figura del cine transgresor. La música de Angelo Badalamenti, con sus melodías melancólicas, fue la clave para definir la atmósfera de una película que no solo redibujó el cine de detectives, sino que también nos introdujo en “un mundo extraño”, como solo Lynch puede crear.
En 1990, Lynch volvió a sorprender al mundo con una películas excéntrica y a la vez disparatada: Corazón salvaje. Si con Blue Velvet había reinventado el cine negro, aquí transformó el género romántico con una historia de amor tan peculiar como vibrante. Con las carismáticas actuaciones de Nicolas Cage y Laura Dern, quienes interpretan a una joven pareja rebelde, Lynch ofreció un retrato explosivo de una relación apasionada, llena de humor irreverente, situaciones surrealistas y una locura tan “lynchiana”. A pesar de las críticas mixtas que recibió en su estreno, Corazón salvaje consiguió la Palma de Oro en Cannes, un reconocimiento merecido a una obra original que destila una energía punk y una libertad creativa fuera de lo común. Las frases absurdas como “Me tienes más caliente que el asfalto de Georgia” o la perturbadora interpretación de Willem Dafoe como Bobby Perú, un sociópata sin dentadura, demuestran que Lynch tiene la capacidad de convertir lo más absurdo en algo inolvidable. Esta película, subvalorada en su momento, se convirtió en una referencia para algunos cineasta como Quentin Tarantino y Oliver Stone, quienes han bebido de su espíritu al crear Asesinos por naturaleza.
Durante los años 90, David Lynch se embarcó en su primera incursión en la televisión con Twin Peaks, una serie que se convirtió en un hito y un verdadero fenómeno de culto. Con esta emblemática serie, dejó una huella imborrable en el medio, revolucionando la televisión y creando una narrativa que aún hoy sigue cautivando a generaciones de espectadores. Twin Peaks no fue solo un viaje al corazón del misterio, sino una experiencia sensorial única, donde lo absurdo y lo profundo se entrelazaban de manera sorprendente. El legado de la serie perdura y en 2017, Lynch sorprendió a sus fans con una nueva temporada para Netflix. Como cabía esperar del genio de Lynch, no se limitó a responder las preguntas que dejó la serie, sino que las multiplicó, generando más incógnitas y enigmas. Era Lynch en su máxima expresión. Si hay algo que permanece en la memoria de quienes vimos Twin Peaks, es la banda sonora compuesta por Angelo Badalamenti, capaz de evocar una amplia gama de emociones. Una música que, como la serie, es simplemente maravillosa.
En 1997, Lynch retomó su estilo único pero esta vez desde el terror psicológico con la inquietante Carretera perdida. En esta obra, construyó un laberinto narrativo donde los personajes se vuelven enigmáticos y el surrealismo teje una atmósfera tétrica. La película nos lleva a un viaje al interior de la psicología humana, desafiando las percepciones del espectador y sumergiéndonos en un mundo lleno de interrogantes. Hasta el día de hoy, me sigue perturbando la escena de la llamada telefónica de Bill Pullman con el misterioso «hombre pálido»: ¿cómo es posible que esté hablando cara a cara con él y la voz en el teléfono sea la suya? Solo en la mente difusa de Lynch podía suceder algo tan desconcertante. De hecho Michael Haneke le debe mucho a Lynch, por Caché, donde se perciben claras influencias en la trama de la película
En 1999, Lynch nos sorprendió nuevamente al hacer Una historia sencilla, su película más convencional y la que menos se asemeja a su estilo habitual. A pesar de su tono accesible y directo, no deja de ser una excelente obra. Es una película lineal, simple, cotidiana, minimalista, conmovedora y profundamente humana. En este caso, Lynch se aleja por completo de los elementos perturbadores y surrealistas que suelen definir su cine y ofrece una historia mucho más comprensible e íntima. Basada en hechos reales, Una historia sencilla narra la travesía de un hombre mayor, Alvin Straight, que, al enterarse de que su hermano Lyle ha sufrido un accidente cerebrovascular, decide emprender un largo viaje en su cortadora de césped para reconciliarse con él. La actuación de Richard Farnsworth, quien fallecería un año después del estreno, es impresionante y emotiva, aportando una gran humanidad al relato. Aunque es una de sus obras más tranquilas, Lynch logra crear una experiencia visualmente hermosa y sensiblemente enriquecedora.
A comienzos del siglo XXI, el 2001 revolucionó el cine con Mulholland Dr. Una de las películas más conocidas y aclamadas de David Lynch. Para muchos, es la mejor de su carrera y no puedo estar más de acuerdo con esta afirmación. La BBC la posicionó como la mejor película del siglo XXI y en su caos, su genialidad y su capacidad para desafiar la lógica, es una obra maestra del cine contemporáneo. Mulholland Dr. no es solo una película; es una exploración a lo más hondo del subconsciente, un rompecabezas narrativo diseñado para no encajar, o quizás si, dependiendo de la interpretación de cada espectador. Nadie ha sabido plasmar los sueños como Lynch. Es una película que uno debe ver varias veces —al menos cinco— para intentar comprenderla, pero incluso entonces, la comprensión sigue siendo escurridiza. Naomi Watts, junto a Laura Harring, entregan actuaciones memorables, formando una dupla con una química increíble. La película, con su apariencia del sueño americano, oculta bajo la superficie una pesadilla llena de intriga y psicología. David Lynch decía que “me gusta una historia que tenga una estructura concreta, pero que también contenga abstracciones. La vida está llena de abstracciones, y la manera en la que la desciframos es a través de la intuición”. Esta filosofía se refleja perfectamente en Mulholland Dr. En este funeral cinematográfico “no hay banda”, necesitamos guardar “silencio” porque estamos de luto, su visión artística siempre nos retó a encontrar nuestras propias respuestas. Pero hoy en día no encuentro respuestas a este triste fallecimiento.
En 2006, David Lynch nos regaló su último largometraje: Inland Empire. Un viaje surrealista que desafió los límites de la narrativa cinematográfica. David Lynch como un heredero de Luis Buñuel, lleva su cine a nuevas alturas de abstracción, adentrándose en un territorio puro de la mente. Es quizás su proyecto más experimental, bizarro y “Creepy”. Trabajando nuevamente con Laura Dern y Justin Theroux, Inland Empire es un viaje lisérgico de tres horas que niega cualquier intento de interpretación racional. Es una experiencia inmersiva y desorientadora donde la realidad se difumina, y lo único que se puede hacer es dejarse llevar por esa demencial propuesta de un director que nunca temió desafiar la percepción del espectador.
Además de sus célebres largometrajes, su serie y pinturas, Lynch nos regaló una inmensa cantidad de cortometrajes y experimentos audiovisuales que demostraron su inquietud constante por explorar nuevos lenguajes artísticos. También incursionó en la música, creando sonidos y atmoósferas tan originales como su cine. Su relación con artistas como David Bowie es un testimonio de su influencia cultural y Bowie mismo se inspiró en Twin Peaks para uno de sus discos más emblemáticos. Es difícil aceptar que Lynch se haya ido sin dejarnos una última película. Sabemos que estaba trabajando en una serie con Netflix que jamás veremos terminada y que también tenía un proyecto animado que la plataforma y ninguna gran productora se atrevió a financiar. Mientras tanto, las mismas industrias que prefieren apostar por productos comerciales vacíos y superficiales, lavan sus manos ante la oportunidad de apoyar a una leyenda como él. Lamentablemente, ese es el precio de un mundo que no siempre valora a sus verdaderos artistas. Aunque su partida deja un vacío irremplazable, el legado de David Lynch perdurará a través de sus creaciones más icónicas, que seguirán desafiando a nuevas generaciones de espectadores y cineastas. Lynch vive en el corazón de la cinefilia y su huella, tan profunda como eterna, nunca desaparecerá. Murió en su lecho, mientras Los Ángeles se incendiaban, el «Fuego camina conmigo”. Esta no es solo una carta de amor a su cine, sino también un profundo agradecimiento. En esta vida, no existirá nadie como tú, David. Esa mente tuya, tan inalcanzable, original e insuperable, siempre será una inspiración. Este es mi homenaje a uno de los más grandes referentes del cine contemporáneo. Querido David, ojalá que ahora este sueño sea eterno, pero como siempre, desde otra dimensión.