Por Natalia Contesse
En medio de tanta incertidumbre, en medio de tanta aberración e injusticia, cuando vemos morir asesinadas a mujeres y hombres que defienden la tierra, los bosques, los ríos, la naturaleza que nos sostiene y nos permite seguir cantando y soñando un espacio de belleza y abundancia; en medio de todo lo que se resquebraja y se desvanece, el poeta Elicura Chihualilaf nos regala la insondable palabra ternura.
Ternura como fuerza revolucionaria, como motor de acción capaz de mover y remover nuestra voluntad y sangre, nuestros cuerpos. Ternura como escudo y arma para alcanzar aquello que a veces nos parece tan utópico o lejano, aquellas formas estéticas y éticas de la dimensión espiritual de una nación milenaria, que ha tejido una relación de sensibilidad y afecto con lo inconmensurable que le rodea; una relación con aquello que le permite, desde siglos y día a día, celebrar el milagro de la sencilla y poderosa existencia.
“Nuestra lucha es una lucha por ternura”, nos dice Elicura, mientras intenta entregarnos una y otra vez, a través de su oficio, en sus versos profundos, un legado ancestral que va tomando cada día más fuerza, urgencia y vigencia.
Me gusta la idea de poner en diálogo dos momentos históricos extraordinarios. Por un lado, el premio Nobel que recibe Rigoberta Menchú el año 1992, como un gesto y un hito sumamente relevante a nivel político y cultural dentro de la América de esa década. Ese premio trajo consigo reivindicaciones de los saberes e identidades indígenas, reconocimiento de derechos, firmas de decretos y convenios, proceso y cumplimiento de ciertas profecías (Pachacuti), levantamientos sociales, peregrinaciones colectivas y alianzas entre distintas naciones y comunidades indígenas.
El Nobel que recibe Rigoberta sin duda llegó a desplegar y fortalecer aún más todo esto, activando también las pedagogías de las lenguas nativas y otras prácticas ancestrales, removiendo más y más los procesos humanos de retorno a esos antiguos saberes que fueron prohibidos, perseguidos y destruidos durante la conquista europea. Saberes que, dicho sea de paso, siguen siendo aún condenados, ignorados y encarcelados.
Ahora, el premio que ha recibido Elicura Chihuailaf debe ser igualmente un gran hito social, cultural, político y medioambiental, por nombrar algunos de los ámbitos en los que, estoy segura, este reconocimiento viene a incidir, remover y activar. De alguna manera ambos reconocimientos se hermanan y ensamblan, con un sentido histórico común y con posibles consecuencias compartidas.
Todo esto, por supuesto, si logramos ser el pueblo, ser las mujeres, los hombres, los niños y niñas que no solo viven la experiencia de sumergirse en aquellos poemas, en esos verdaderos recados confidenciales ‒voces de antepasados y antepasadas que nos traen de vuelta la ternura del rocío de la mañana, de la neblina sobre el bosque y de todos aquellos sagrados lugares a los que la poesía de Elicura nos traslada, y cuya palabra nos enseña a sentir y mirar‒, sino ser también el pueblo que decide encarnar aquella invitación que el poeta nos comparte. No basta con conformarnos solamente con alzar la bandera de Wallmapu. “Todos y todas somos Alter Nativos/Nativas”, nos dice Elicura; todos y todas llevamos dentro una semilla nativa que aguarda el inminente momento de su eclosión, su tiempo de germinar para ser la flor y el fruto vivo de esa fuerza de revolución que habita en la ternura de la tierra, del fuego, del aire y del agua. Ternura que nos permite entablar un diálogo real con todo aquello que nos escucha de la tierra, los bosques, los ríos y de nosotros mismos como humanos.
Sigamos leyendo la poesía de Elicura Chihuailaf. Que llegue a los cuatro rincones de nuestra inteligencia y alma, y haga caminar nuestros pasos hacia aquella sabiduría capaz de enriquecer el destino de toda forma de vida en esta Tierra. Que este reconocimiento nos ayude a ser parte de un buen vivir, que nos incite a encarnar con justicia, dignidad y autonomía, un renovado Kvme Mogen. Que este premio sea un premio de la ternura.