Por Jorge Arriagada
Cuando en agosto de 2008 Tony Manero se estrenó en cines nacionales, no llamó tanto la atención del público. A pesar de ganar premios en varios festivales internacionales y ser seleccionado en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes, el segundo largometraje de Pablo Larraín llevó 86 mil espectadores en su tiempo en cartelera, superado ampliamente por películas como El Regalo (198.395) y 31 Minutos (217.122), la película nacional más vista ese año.
Hoy, el tiempo le sienta bien. La cinta que inauguró la trilogía de la dictadura de Larraín, completada por Post Mortem (2010) y No (2012), se ha convertido en una de las crónicas modernas más crudas sobre la dictadura y, por eso mismo, más veraces. Su protagonista Raúl, interpretado brillantemente por Alfredo Castro, vive obsesionado con el personaje de Fiebre de sábado por la noche (1977). Quiere ser Tony Manero. Bailar, hablar y vivir como él. En un Chile golpeado por la represión y la violencia de los primeros años de la dictadura de Augusto Pinochet, el sueño lo aísla de la realidad.
Inmersa en un contexto social y político incierto y peligroso, también incluye elementos de la cultura popular que contribuyen a desviar la atención. Una participación especial de Enrique Maluenda recrea el programa El Festival de la Una, donde Raúl imita a Tony Manero en un concurso, su principal obsesión. En paralelo, el mismo cine como personaje importante. Raúl ve obsesivamente Fiebre de sábado por la noche, repite los diálogos y llora al ver la proyección de esos pasos de baile en la pantalla. Cuando sacan la película de cartelera, mata a los trabajadores y se roba la lata con el celuloide. Su obsesión lo lleva a poseer la película. Revisa los negativos para recrear exactamente el traje del personaje de John Travolta. Vive inmerso en el cine.
Sus obsesiones chocan con un círculo que teme al régimen y que lo defienden porque “mantiene” al país ordenado, pero no logra hacerlo consciente de la realidad. Raúl se convierte en un ejemplo de la alienación que puede sufrir una persona en situaciones extremas, donde el estándar es sobrevivir y cuidarse a sí mismo. Quizás la mayoría del público no supo ver las diferentes capas que ofrecía la película, que lleva a su protagonista al extremo. Mata a golpes a una anciana y le roba su televisor a color luego de ayudarla tras un asalto. Tras Fuga (2006), su primera película, Larraín y Mateo Iribarren plasman sus sueños más perversos en el guión de Tony Manero.
A diferencia de sus otras películas, acá el acento y las palabras utilizadas se sienten más reales. Las emociones son acompañadas de reacciones acordes a los tiempos y al grupo social que ocupan. La cámara en mano sigue a los personajes, que siempre están sucios, dando una sensación documental que a veces es interrumpida por extraños jump-cuts que desconciertan en momentos importantes.
«Hay vida mía puesta en la pantalla, sin duda», dijo Alfredo Castro a El Mercurio durante la presentación de la película en Cannes. Quizás por eso su actuación destaca particularmente, porque sigue siendo importante la representación con el personaje, sobre todo en esas circunstancias.
Hoy presentando El Conde, que muestra a un Pinochet vampiro cansado de vivir, Pablo Larraín pareciera haber terminado esa etapa de personajes indefensos que luchan contra la vida y a veces contra su vida, para pasar a grandes personajes con grandes problemas.
La idea más potente de Tony Manero es, finalmente, la sugerencia de que tiempos violentos crean personas violentas, y que siempre estamos propensos a repetir ese patrón.
Ficha técnica
Título original: Tony Manero
Dirección: Pablo Larraín
Guión: Pablo Larraín, Mateo Iribarren y Alfredo Castro
Reparto: Alfredo Castro, Amparo Noguera, Héctor Morales, Paola Lattus, Marcelo Alonso y Elsa Poblete
Año: 2008
Duración: 98 minutos
País: Chile/Brasil
Distribuidora: Fábula