Por Paula Frederick
La fábula que nos convoca, contada en blanco y negro, ocurre en una galaxia paralela, pero no tan, tan lejana. Entre la bruma constante y las ruinas de un espacio perdido en el tiempo, vislumbramos al protagonista de esta historia: un sanguinario vampiro de 250 años, que tiene ganas de morir. Después de fingir su muerte y retirarse con su mujer Lucía (Gloria Münchmeyer) y su fiel mayordomo (Alfredo Castro) a un rancho en el sur de Chile, el conde Augusto Pinochet (Jaime Vadell) ya no quiere más guerra. Se siente vacío, desmotivado. Comprensible, ya que ha vivido suficientes vidas: nació durante la revolución francesa, cuando fue testigo de la decapitación de sus admirados Rey Luis XVI y María Antonieta. Luego, su macabra figura se mantuvo presente como una sombra en las democracias de los dos siglos siguientes, hasta destruir la de un pequeño y olvidado país en el sur del mundo. Con su capa oscura y sus vuelos nocturnos, el conde ha dejado tras de sí una estela de sangre, dolor y destrucción. Pero eso no le quita el sueño. Simplemente, está cansado y aburrido de que lo llamen ladrón.
Esta crisis existencial llama la atención de sus cinco hijos (Amparo Noguera, Antonia Zegers, Catalina Guerra, Marcial Tagle y Diego Muñoz), que llegan a visitarlo luego de un lúgubre viaje por el mar austral, como si se dirigieran al reino de Hades guiado por el can cerbero. Su intención es dividir la herencia y salir de ahí con los bolsillos llenos. Porque, tal como lo dice el conde, “mis hijos no saben trabajar”. Para ordenar las finanzas, aparece en escena una joven y misteriosa contadora (Paula Luchsinger), con un pasado religioso, que además promete exorcizar al conde de su demonio interior y ayudarlo a encontrar la luz. “¿Por qué no puedo morir?”, repite el personaje en cuestión. Y con él, siguen vivos sus instintos asesinos y autoritarios, su sed incontrolable de poder y sus crímenes contra la humanidad.
Después de la trilogía sobre el golpe de estado del 73, El club y los retratos de Pablo Neruda (Neruda), Jackie Kennedy (Jackie) y Diana Spencer (Spencer), el director Pablo Larraín finalmente confronta la presencia fantasmal que palpita en gran parte de su cine: la figura del dictador Augusto Pinochet. Con El Conde (Premio Mejor Guion Festival de Venecia 2023), ese espectro que siempre resonaba fuera de campo ahora toma forma, sangre y carne, volviéndose un cuerpo cinematográfico concreto. Su presencia, gris y hastiada, es la representación simbólica de un mal que invade cada rincón y se niega a desaparecer. Como una maleza que adquiere formas distintas, se expande y vuelve a crecer. Simplemente, porque nadie ha sabido cortarla de raíz.
Más allá de su espíritu lúgubre y lo dramático de su génesis narrativa, El Conde es una película que hace reír. Una sátira deliciosa y brillante, demostración elocuente de que el humor y el cine pueden ser armas legítimas de lucha. La película de Larraín, en sus puntos más altos y gracias a sus excelentes actuaciones, no solo entrega momentos de risas, sino también despierta del letargo y, sobre todo, refresca la memoria. Esa que a veces es demasiado frágil.
Al mismo tiempo, su viaje narrativo se vuelve un archivo visual del siglo XX, dimensión que fue cuna de la “imagen en movimiento”, la transformación de los dispositivos y formatos (como en Post mortem y No) y la sinergia entre soporte y contenido. Es, además, una película profundamente cinéfila. Su fotografía estuvo a cargo de Edward Lachman (Las vírgenes suicidas, Carol, I’m not there), por lo que cada fotograma nos regala algún guiño sabroso: La Juana de Arco de Dreyer, el Nosferatu de Werner Herzog, los rostros en primer plano de Bergman, cualquier escena del cine de Tarkovsky. Mientras se suceden las imágenes, lo macabro no le quita espacio a la belleza. “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, habría dicho el filósofo alemán Theodor Adorno. Pero a veces, el arte es el medio más legítimo para perpetuar una imagen y volverla memoria infinita.
La casa post mortem donde viven los Pinochet, aislada del mundo y en una dimensión suspendida, está en ruinas. Cada paso de sus habitantes no solo destruye una leña podrida del piso o una teja del techo. Su estructura empieza a desmoronarse cuando los argumentos y la legitimidad de sus habitantes se desvanecen. Incluso, cuando la fantasía del “vampiro eterno” que encuentra el amor en sangre fresca y nueva, se hace insostenible. La atmósfera de western, lejana y fría, como un plano secuencia de John Ford, hacen referencia también al mito fundacional. Ese cine que retrata los inicios de los asentamientos humanos y sus jerarquías, que determinaron comportamientos y estructuras de poder obsoletas y retrogradas, pero que en algunos rincones del mundo aún perduran.
Fuera de campo, la voz en off de una mujer inglesa nos narra los hechos, volviendo continuamente a la dialéctica entre democracia, poder, instituciones religiosas y totalitarismo. Su relato, en otro idioma y desde una cultura distinta, parece querer recalcar la universalidad de lo que se cuenta, como si la barbarie de nuestra historia reciente no solo nos perteneciera a nosotros, sino que al mundo. Como si la historia fuera una dimensión circular, donde cambian los contextos, los años y los protagonistas, pero nunca la esencia humana.
Al final de esta fábula, que más parece cuento de terror, probablemente no encontremos moraleja. El Conde es una pesadilla frenética y alegórica, que a veces pierde su lógica y extiende su premisa efectista un poco más allá del límite. Pero no importa demasiado. Es sin duda una experiencia cinematográfica cruda, que abruma y embriaga. Decir que se trata del punto esencial de la carrera de Larraín, es presuntuoso y apresurado. Tendrán que pasar los años, ojalá no 250, para analizar su alcance con perspectiva. Por ahora, queda la sensación de una obra matriz, fundamental en su espectro cinematográfico, que luego de algunos excesos y baches anteriores, encuentra un inesperado equilibrio. Entre la medida justa de pretensión, la sobriedad del cine fundacional, la belleza que no cae en manierismo, el humor negro que te hace reír hasta las lágrimas. Un cuento sin final feliz y que, colorín colorado, aún no ha terminado.
Ficha técnica
Título original: El Conde
Director: Pablo Larraín
Guion: Guillermo Calderón, Pablo Larraín
Elenco: Jaime Vadell, Gloria Münchmeyer, Alfredo Castro, Paula Luchsinger, Antonia Zegers, Amparo Noguera, Catalina Guerra, Marcial Tagle, Diego Muñoz
Productora: Fábula
País: Chile
Año: 2023
Duración: 110 minutos
En salas nacionales y en Netflix, desde el 15 de septiembre