Por Magdalena Hermosilla Ross
“Yo no te tengo miedo”
Maria, Frankenstein (1931)
Los habitantes de un pueblo de la Castilla en la década de los 40 se reúnen en la sala comunal para ver una película en blanco y negro que, en ese contexto, era un acontecimiento excepcional. Entre ellos, se encuentran dos niñas: Ana e Isabel. En un mundo donde la televisión aún no había llegado a los hogares rurales, y las imágenes en movimiento no eran parte cotidiana de la vida, la llegada de una película como Frankenstein (1931) tenía un impacto enorme. Desde el primer momento, el director Víctor Erice, con su película El espíritu de la colmena (1973) nos sitúa en el acto de ver cine y reflexiona en torno al poder que éste tiene para influir y transformar el pensamiento de sus espectadores, especialmente en una mente joven e inocente como la de Ana, que está en pleno proceso de formación, en la flor de la infancia y dentro del ambiente represivo y silencioso de la posguerra española .
El Espíritu De La Colmena es una película de drama artístico de 1973, que se inscribe dentro del movimiento de la Nueva Ola española. Dirigida y coescrita por Víctor Erice, esta película es considerada como la mayor obra del director, una de las mejores películas de los años 70 (y del siglo XX), uno de los mayores y más influyentes clásicos del cine español, así como una de las mejores películas sobre la infancia, además de contener una de las mejores actuaciones infantiles del cine con la interpretación de Ana Torrent, de apenas 7 años en aquel momento. Junto a ella, la película cuenta con las estelares interpretaciones de Fernando Fernán Gómez, Teresa Gimpera e Isabel Tellería en los roles principales.
Ambientada en tierras castellanas nada más terminada la Guerra Civil, la película trata sobre una familia que vive en un entorno rural. El padre (Fernando Fernán Gómez) es un ávido apicultor y escritor sobre el mundo de las abejas, mientras que la madre (Teresa Gimpera) se dedica a cuidar del hogar y las niñas mientras oculta un amorío con un soldado al que va a ver a la estación de trenes. La relación entre la pareja es distante y silenciosa, con interacciones mínimas entre ambos. Donde realmente se concentra la trama es en las niñas, Isabel (Isabel Tellería) y Ana (Ana Torrent), dos hermanas de ocho y seis años respectivamente. Mediante ellas vemos y entendemos el mundo, en especial, desde los ojos tristes, solitarios y fascinados de Ana. El día que se proyecta la película El doctor Frankenstein de James Whale en su pueblo, a la pequeña Ana la visión del film le causa tal impresión que no deja de hacerse preguntas al respecto. Frente a esto, su hermana mayor le asegura que el monstruo está vivo y se oculta cerca del pueblo, creando en ella una obsesión por encontrarlo.
Para Ana, ver Frankenstein no es simplemente una experiencia de entretenimiento; es un evento transformador que pone en marcha el resto de la trama. La influencia del cine en la psique de Ana es tan poderosa que se convierte en el centro de su obsesión y en el catalizador de su imaginación. La figura del monstruo, que Ana interpreta de manera ambigua, no como una amenaza sino como una entidad a la que puede y quiere acercarse, con quien se identifica de alguna manera, refleja la capacidad del cine para abrir nuevas dimensiones en la mente de los espectadores.
Aquí entra en juego un metacomentario sobre el cine –propio del carácter autoral de las nuevas olas europeas de la época que podemos ver con otros directores como Godard o Truffaut, donde el cine reflexiona sobre sí mismo–. Erice parece estar sugiriendo que el cine no es solo una representación de la realidad, sino que tiene la capacidad de manipular la percepción y crear nuevas realidades en la mente del espectador. Es por esto que cuando los planos entre ambas películas se fusionan y el presentador de Frankenstein apela directamente a nosotros con la frase «Señoras y señores, no olviden que lo que van a ver es una ficción. No se lo tomen tan en serio» es un momento crucial, ya que establece un vínculo directo entre la ficción que los personajes están viendo y la que nosotros estamos observando. Es una advertencia de que las imágenes no deben tomarse literalmente. Sin embargo, para Ana, la ficción de Frankenstein es completamente absorbente; en su literalidad de niña, se toma en serio lo que ve, y las fronteras entre la realidad y la fantasía se desdibujan, entendiendo al monstruo como una figura a la que debe dar sentido en su propio mundo.
Hay una intención en la película, de hacer latente este cruce entre la inocencia cálida de la niñez y la presencia ominosa, quieta y silenciosa de la muerte, de la guerra. Se hace evidente el contrapunto entre los ojos grandes y soñadores de Ana y esta idea del “monstruo” que la tiene tan cautivada. La película tiene una cantidad ínfima de diálogo que permite construir esta atmósfera de silencio y quietud que cala en el espectador de forma inquietante. La mayoría de los diálogos se dan entre las niñas, generando así una construcción de atmósfera que se interpreta desde la contraposición de la percepción del mundo que tienen Ana e Isabel con la atmósfera fría y desolada de su realidad circundante.
La película está impregnada de un silencio denso, que genera una sensación constante de peligro, de algo latente que nunca llega a explotar, pero que permanece como una sombra en el trasfondo. Los grandes espacios vacíos, los paisajes desolados de Castilla, y los silencios entre los personajes adultos, particularmente los padres de Ana, son parte de esta narrativa visual que nos deja inquietos. Esto puede leerse en distintos niveles, desde la experiencia personal de la infancia, hasta una crítica sutil del contexto histórico de la posguerra española. Es por ello, que la fascinación de Ana con el monstruo de Frankenstein resulta interesante de analizar, pues no se basa en el miedo, como podría ser en el caso de los adultos, sino en una curiosidad inocente, una empatía hacia lo que es percibido como diferente o monstruoso, una compañía dentro de este contexto de soledad.
Ana, al igual que la niña María en la película de Frankenstein, se acerca a él no con temor, sino con curiosidad, con una disposición a entenderlo, lo que refleja su capacidad cándida de ver más allá de las apariencias. Después de todo, Ana es parte de aquella generación que nació después de la guerra, inserta en un un mundo adulto marcado por el duelo, el silencio y la represión. Se encuentra en un entorno de desencanto y desesperanza que la afecta directamente a pesar de no entender su causa. Observa lo circundante con detención y curiosidad, intentando comprender en su mente e ilusión de niña el mundo desilusionado en el que se encuentra.
Esta relación de Ana y el monstruo podría ser analizado desde varias aristas. Quizás el monstruo simboliza la España marcada por los traumas de la guerra, o bien, por la opresión del régimen franquista; quizás es un anhelo de conexión que tiene dada su soledad imperante en una dinámica familiar distante; quizás se convierte en una identificación por aquél ser diferente, incomprendido, absorto en su propia soledad; quizás solo representa la fantasía propia de la niñez… de cualquier forma, la película retrata las imaginaciones de la infancia como una manera de procesar y resignificar el mundo que rodea a los niños, en especial, en un entorno cargado de opresión y silencio. Ana vive en un mundo interno, un refugio donde proyecta sus miedos y deseos en figuras como el monstruo, una especie de espejo de su propia soledad y alienación.
El monstruo de Frankenstein, en este contexto, funciona como una figura que representa tanto el miedo al pasado (las heridas de la guerra) como la esperanza de que algo más humano y comprensivo puede surgir de ese miedo. La represión franquista operaba sobre la base del miedo a la alteridad, a todo aquello que no encajaba dentro de su rígida ideología, y en ese sentido, el monstruo encarna esa otredad temida y rechazada que a ojos inocentes como los de Ana no generan temor, sino que compasión y aceptación. Al igual que el monstruo de Frankenstein, Ana busca conectar con algo más allá de las limitaciones de su realidad, pero lo hace en un contexto en el que las posibilidades de expresión y liberación están sofocadas por el miedo y la incomprensión.
En este sentido, el silencio y la quietud sofocante que satura cada escena podrían ser un reflejo del ambiente represivo de la posguerra española. En 1940, España estaba sumida en las secuelas de la Guerra Civil (1936-1939) y bajo la dictadura franquista. Aunque la película no menciona explícitamente este contexto, su presencia sobrevuela el filme. La familia de Ana parece atrapada en una rutina de aislamiento emocional, donde las conversaciones son escasas y los sentimientos están reprimidos. La madre, por ejemplo, escribe cartas en secreto a un amante ausente, una sugerencia de la sensación de pérdida y añoranza. El padre está absorto en su colmena, un símbolo de un mundo ordenado pero vacío, que refleja el estancamiento de una España que intenta reconstruirse bajo la rigidez del régimen.
¿Desde dónde surge, entonces, esta relación con la colmena? Víctor Erice plantea que el título surge realmente de “el libro más hermoso que se ha escrito nunca sobre la vida de las abejas” libro del que es autor el gran poeta y dramaturgo Maurice Maeterlinck. En esa obra, Maeterlinck utiliza la expresión ‘El espíritu de la colmena’ para describir ese espíritu todopoderoso, enigmático y paradójico al que las abejas parecen obedecer, y que la razón de los hombres jamás ha llegado a comprender. De cierta forma, la referencia que hace el director al libro de Maeterlinck nos lleva a considerar que este mismo espíritu enigmático al que las abejas obedecen sin cuestionar, todopoderoso y paradójico, parece dominar el pueblo y la familia de Ana, todo su contexto. Las personas, como las abejas, siguen sus roles y actividades sin entender completamente el porqué, obedeciendo un orden impuesto que va más allá de su comprensión. Se mueven de forma automática, con un cierto desdén y una profunda falta de sentido. La colmena pareciera referirse también a la vida bajo el franquismo, un sistema donde la obediencia ciega y el cumplimiento de las normas que estructuran la vida social, crean un vacío existencial.
Esta disgregación y automatización del comportamiento la evidenciamos, sobre todo, en los adultos de la película. Al principio, la historia de los niños viendo Frankenstein, la del apicultor, y la de la mujer en la estación del tren parecieran no estar vinculadas una con las otras, hasta que nos percatamos que son todos miembros de la misma familia. Se presentan, entonces, desde el primer momento, los tres tópicos que hilan la trama: El cine (el vínculo entre el monstruo de Frankenstein y Ana); la colmena (la obsesión del padre por el comportamiento de las abejas); y el tren (el anhelo de la madre por una vida distinta). Desde un comienzo vemos una familia fragmentada y disociada, con anhelos frustrados, y cuya atmósfera de desvinculación se perpetúa a través de la falta de diálogo. En un ambiente marcado por la represión, fragmentación y el silencio tras la Guerra Civil, el cine se convierte en una fuente de reflexión sobre lo que no se puede decir abiertamente. Ana vive en un hogar donde las emociones están reprimidas, donde cada quien está inmerso en su propia realidad.
En este sentido, si bien los diálogos son pocos, son precisos. Con una cierta cualidad poética y onírica que danza sobre las imágenes de los vastos paisajes de Castilla y los pequeños objetos a los que apunta la cámara. El poema recitado por Fernando sobre la colmena de cristal, elemento presente en todos aquellos hexágonos plasmados en los vitrales de su casona, muestra la idea de la colmena como un lugar de agitación incesante, de actividad frenética y, al mismo tiempo, de falta de sentido aparente. Las abejas, como las personas, se mueven y trabajan dentro de una estructura cerrada y rígida, realizando tareas sin cuestionarse el porqué, atrapadas en un automatismo mecánico.
Así, al final del poema, cuando se relata la reacción de la persona que, al observar la colmena, aparta la vista con un «triste espanto», se entiende cómo ésta podría reflejar el horror y la incomprensión que surge al mirar la vida con demasiada cercanía. Este triste espanto se encuentra en la mirada de Ana y los demás personajes respecto a la realidad que los rodea. Ana, a través de su curiosidad e inocencia, se enfrenta a las realidades de su entorno. Su obsesión con el monstruo de Frankenstein puede verse como una proyección de su incomprensión frente al mundo adulto, estructurado y autoritario en el que vive. La colmena podría convertirse entonces, en una metáfora del control y del vacío emocional que sienten los personajes en este contexto histórico en el que están insertos.
Ahora bien, Erice logra generar esta atmósfera de forma muy efectiva, con decisiones técnicas y de montaje que encapsulan a la perfección el mundo interior de la diégesis y los personajes. Hay una predominancia de dos tipos de plano: amplios planos generales que muestran la pequeñez de las niñas en relación al gigante mundo que les rodea y planos detalle de conjunto cerrado que pone una importancia simbólica prioritaria en los objetos. Cada escena, larga y silenciosa, se toma su tiempo en observar detenidamente los elementos dentro de ella. Las pinturas, las plantas, las velas, el reloj, el campo, el tren, las sombras de sus manos en la pared, etc. serán elementos que logren expresarnos más sobre este mundo y sus personajes de lo que podrían hacerlo cien diálogos.
Los personajes, a menudo, miran los objetos que les rodean con una mezcla de fascinación y desconcierto, de la forma en la que los niños los observan cuando los conocen por primera vez. Estudiándolos, dándose el tiempo de comprenderlos. Los largos planos proponen una tesis visual sobre el tiempo y la contemplación, propio de los filmes de Erice, que se mueven entre lo observacional y la simultaneidad del tiempo. Nos muestran tres historias, de tres personajes que, separados unos de otros, se mueven en simultáneo. En el mismo fragmento de tiempo, cada miembro de la familia ha vivido algo distinto.
En las secuencias en las que hay poco diálogo, especialmente en las interacciones de los adultos, el tiempo parece dilatarse. La quietud, acompañada de largos silencios, obliga al espectador a observar con el mismo detenimiento que lo hacen sus personajes, dándonos a conocer más sobre ellos y permitiéndonos interpretar a nuestro modo su importancia dentro de la trama. Muchas veces nos vemos enfrentados con un diálogo o monólogo que ocurre fuera de campo, mientras vemos planos de los objetos que rodean la habitación, como si el diálogo comentara aquellas observaciones o los objetos comentaran aquellos pensamientos.
Hay ahí, en aquella aproximación a un tiempo que se dilata, una tesis del tiempo estancado, que nos permite observar largamente el entorno, porque no avanza. Los fundidos en negro que van marcando incios y finales, se presentan como una herramienta narrativa clave para manejar las elipsis temporales, pero estas transiciones son inespecíficas sobre la cantidad de tiempo que ha pasado entre uno y otro momento, podría tanto ser una hora, como un día entero. Esto genera en el espectador un estado de incertidumbre y letargo, sugiriendo que la película transcurre en un tiempo donde los días y noches son similares, donde la vida transcurre siempre igual. Un pequeño pueblo detenido en el tiempo de la posguerra, donde el transcurso del tiempo es más subjetivo que lineal. Estos fundidos, junto con los diálogos fuera de campo y la fascinación con los objetos, resaltan una desconexión entre lo que los personajes ven y lo que realmente perciben, reforzando el carácter introspectivo y simbólico de la película y el trabajo referencial que destaca a Erice.
Además de suponer una relación clara entre la imagen en movimiento y la imagen quieta (en especial con los planos detalle a través de los objetos) Está la relación pictórica de los amplios planos generales que también es digna de analizarse. El trabajo de fotografía realizado por Luis Cuadrado hace un uso de la luz y el color que crean una atmósfera visual que recuerda profundamente a la pintura española clásica, evocando a artistas como Diego Velázquez, Francisco de Zurbarán o Jusepe de Ribera. Esta conexión con la pintura clásica no sólo está presente en la manera en que se construyen los encuadres, sino también en el juego de luces y sombras, el uso del claroscuro y la representación de la cotidianidad en un contexto rural y austero.
Las decisiones técnicas de la película, en su cualidad evocativa de la luz y el color, los planos detalles y generales, con sus reminiscencias pictóricas y el montaje con su tesis del tiempo, son un aporte al generar este clima de silencio, quietud y observación que inunda la atmósfera de la diégesis y que sirve como contrapunto al tópico de la inocencia de la infancia, la imaginación y la fantasía. Esto, en conjunto con la idea de la colmena, una perfecta metáfora para encapsular el contexto de la posguerra española, crean un filme magistral que, desde la introspección, nos invita a volver a mirar desde los ojos prístinos de la niñez, que observan igualmente fascinados como aterrados al mundo que les rodea.
A través de las expresivas interpretaciones, la narrativa y de la fotografía cuidadosamente compuesta, El espíritu de la colmena construye una atmósfera de contemplación donde el espectador es invitado a reflexionar sobre los límites entre lo real y lo imaginario, lo presente y lo ausente, lo visible e invisible. Donde nos sentimos como observadores un recuerdo distante de la niñez que nos evoca tanto una sensación de calidez e inocencia como una de temor y traumas inexpresados. Mientras vuelve a nosotros, como el paso de la abeja zumbando errante, la reflexión confusa del mundo adulto sobre la agitación innumerable de nuestros panales, del zarandeo perpetuo, enigmático y loco de la sociedad y el esfuerzo despiadado e inútil en apartar la vista de esta realidad que hace leer en nuestros rostros asombrados de niños “no sé qué triste espanto”.
Ficha Técnica:
Título: El espíritu de la colmena
Duración: 98 minutos
Año de estreno: 1973
País de origen: España
Director: Víctor Erice
Reparto: Ana Torrent, Isabel Tellería, Fernando Fernán Gómez, Teresa Gimpera.
Guion: Víctor Erice, Ángel Fernández-Santos
Fotografía: Luis Cuadrado
Música: Luis de Pablo
Montaje: Pablo G. del Amo
Distribuidora: (No recuerdo quien distribuye, es del ciclo Espanoramas del CCA en conjunto con el Centro cultural de España)
Coordenadas: El ciclo de cine de Víctor Erice, en el marco de la segunda versión de ESPANORAMAS, estará disponible en Centro Arte Alameda (Arturo Prat 33, Santiago) hasta el 26 de octubre. Entrada liberada con previa inscripción por Passline.