Por Álvaro Guerrero
Cuando Wes Anderson surgió a la luz pública como una nueva y peculiarísima voz dentro del cine estadounidense, ya llamó la atención con Rushmore (1998) pero su paso siguiente, The royal Tenenbaums (2001), dejaría marcado el mapa de lo que es su estética: un museo de micro emociones concatenadamente dispuestas a través de recursos narrativos y visuales sobre los que se puede dibujar un mapa físico, incluyendo la muy particular y excéntrica forma que cobran las interpretaciones, sumado a la paleta de colores, la disposición espacial entre atemporal, aristocrática, cool y la verdad muy única, algo que hay que ver para ir definiendo a la marcha. A ratos el estilo amenazaba con comerse a un contenido de seres deslizándose entre geometrías tan enrarecidas como cálidas, un muestrario a pequeña escala del mundo visto como absurdo, pero poblado de humanos que lo hacen necesario. La sensación de las películas de su primer periodo dejaba siempre un sabor agridulce, más festivo, dinámico pero continuamente detenido en momentos claves para que las emociones realmente puedan expresarse en planos ingeniosamente compuestos, como notas de una sinfonía cuya identidad última se escapaba del todo.
A estas alturas, el cine de Wes Anderson ya puede visualizarse también como una franquicia en sí mismo, o un largo rosario de cuentas cada vez más levemente distintas en su tonalidad, aun cuando aventuro un punto de inflexión. Jack Nicholson se convirtió en el tipo de actor que conocemos cuando protagonizó Atrapado sin salida, de Milos Forman (1975). Es quizá su actuación más celebrada y que le valió su primer Oscar, pero aquel rostro de diablo, con las cejas muy arqueadas y tendencia a la morisqueta ya no lo abandonaría más. Atrapado sin salida es una joya inolvidable del europeizado “nuevo Hollywood” de los 70’s, pero a la vez lo que ya estaba presente en su protagonista, terminó por desbordarse. Su título más celebrado a la vez lo encarceló. Algo parecido ocurre con Wes Anderson a partir de Gran hotel Budapest (2014), su película aclamada por excelencia (junto a los Tenenbaums). Los trazos de melancolía y nostalgia entre los personajes y sus pasados vitales están ahí, pero enredados en una especie de carrera o persecución imparable que hace que el conjunto de árboles dificulte la visión de cada uno. El desenlace es tan agridulce como cualquiera de sus películas anteriores, pero se llega ya demasiado agotado entre tantas formas aceleradas al máximo. Las pausas cada vez más se sustentan en la excentricidad por sobre lo íntimo. En una palabra, las formas y los gestos tan típicos en las interpretaciones de sus películas se han transformado en el fin en sí mismo. La puesta en escena de Gran Hotel Budapest es tan bella como cualquiera de Anderson, incluso más. La imaginación desborda, pero ya empiezo a vislumbrar un agotamiento de la fórmula, un divorcio entre los sentimientos humanos y las magnitudes de tanto movimiento y singularidad. La película que nos ocupa ahora viene a ser la consumación de esa “caída”.
El esquema fenicio se estructura desde el humor, y nuevamente, la imaginación. Zsa Zsa Korda (Benicio del Toro) es al igual que Royal Tenenbaums, un millonario que apuesta a perderlo todo, solo que no por iguales dosis de libertad e irresponsabilidad, sino todo lo contrario. Planea llevar a cabo, aun enfrentándose a enemigos en la sombra, el proyecto de su vida que, cómo no, guarda en un sistema de pequeñas cajas correspondientes a cada paso que debe dar. El conjunto de esas cajas lleva el nombre que da título al filme, y proyecta también una especie de juguete complejo formado por una línea de tren, una represa, barcos. Como parte del chiste se suman los intentos por asesinar a Korda, y las excentricidades alcanzan un cenit al apostar toda la idea en un determinado momento al juego del basquetball. En el centro de la historia nuevamente está la dinámica de un padre poderoso, pero lleno de traumas infantiles que lo hacen vulnerable y a la vez impasible (Anderson en estado puro), y una hija que casi no conoce, Liesl (Mia Threapleton), de la que ni siquiera está seguro de ser su padre. Liesl quiere ser monja, lleva el hábito durante casi toda la película, y no sonríe ni una sola vez. Se suma un científico de rostro muy divertido que guarda un secreto, interpretado por Michael Cera, muchos aviones de hélice expuesta en riesgo de caer o explotar, una Scarlett Johhanson que aparece solo por aparecer, y fundamentalmente el riesgo permanente, frenético, atolondrado, de fracasar en una misión cuyo autentico fin tiene mucho más que ver con el descubrimiento de cómo ser padre, y cómo ser hija.
Si la escena de créditos iniciales deslumbra con su plano cenital, en el que las figuras se mueven alrededor de un hombre en una tina, con esas geometrías aparentemente desordenadas y cuya “carne” cobra vida a través de la dirección de arte, pulcra, y paradojalmente cálida, y a la vez distante, rápidamente va surgiendo la duda de si este relato podrá sostenerse, legitimando el sentido del absurdo como un medio para llegar a sentimientos sencillos, limpios, que median entre los humanos y los proyectan hacia un futuro un poco más armónico, o donde el caos cobre algo de profundidad, de sentido: lo que Anderson ha ido perdiendo entre tantas formas cada vez más excéntricas. Y la verdad es que no ocurre. La “carrera de caballos” es cada vez más atolondrada. Zsa Zsa, su hija, los sueños en los que se ve muerto en el cielo, y la troupe de actores famosos haciendo papeles cortos, se van amontonando, corriendo, sea en aviones que se estrellan, o trenes que desembocan en juegos de basketball ya citados. Cada vez hay más chistes y menos pausas justificadas en emociones humanas.
Si esa paternidad en busca de una segunda oportunidad, o los hijos fracturados que ensayan identidades mediante disfraces truncos, es un tópico central de este autor, aquí el juego se ha tornado en el disfraz, y bajo el cuesta vislumbrar un fondo que hunda sus raíces, al fin, en terreno sólido. Lo discursivo muy locuaz pasa a explicar el sentido de tanto movimiento, ya que éste solo sabe, valga la redundancia, continuar moviéndose. Benicio del Toro destaca como el actor brillante que es, otorgando mayor fuerza y dirección a una misión donde todo se nos informa, y a la vez todo debe ser gracioso. Y la verdad está lejos de serlo. Cabe de hecho, preguntarse si no es tanto el humorista que está contando el chiste (Wes Anderson) lo que ha resbalado, sino la gracia del chiste mismo. Las escenas de espíritus y ángeles en el cielo no terminan por aportar nada a la evolución interna del protagonista, y hay momentos jocosos, pero lamentablemente no son la mayoría. Algo se ha perdido en el camino y en este caso no es solo la capacidad de emocionarnos. Hacia el final, la aparición de un villano muy cercano de la familia no solo es caricaturesco, sino que sintomatiza la falta de seriedad en las tensiones de esa misma familia, centro y destino del relato. Sin embargo, tampoco es algo capaz de arruinar al filme, porque lo liviano siempre tiene capacidad de elevarse por unos segundos en el aire, antes de derrumbarse, y sin mucho drama, ya que lo que subsiste son las mímicas.
Ruego que Wes Anderson, en un sentido inverso al otro Anderson, Paul Thomas, que sigue avanzando hacia su propio cielo, evolucione volviendo a sus raíces donde los gestos humanos justificaban la excentricidad, y no al revés.
Ficha Técnica
Título original: The Phoenician Scheme
Dirección: Wes Anderson
Guion: Wes Anderson
Reparto: Benicio del Toro, Mia Threapleton, Michael Cera, Bill Murray, Tom Hanks, Bryan Cranston, Scarlett Johansson, Willem Defoe, Benedit Cumberbatch
Fotografía: Bruno Delbonnel
Música: Alenxandre Desplat
Duración: 105 minutos
Género: comedia, acción, drama
País: Estados Unidos
Estreno: 5 de junio
Distribuidora: Andes Films