Crítica de cine “La Francisca, una juventud chilena”: Un desierto florido

Por Paula Frederick

La vida de la Francisca (Francisca Gallardo), joven de 19 años que nunca ha salido de su natal Tocopilla, gira en torno a dos ejes: uno real y uno imaginario. El primero, su pequeño hermano Diego, diagnosticado con un supuesto autismo y con quien tiene una relación simbiótica y protectora. El segundo, un mundo de sueños, movido por las ganas de salir de Tocopilla, de conocer Iquique, de empezar una nueva vida en Santiago. Mientras se instala a mirar el mar, a través del filtro fucsia de sus anteojos con forma de corazón, su mente la transporta a otra realidad. Una donde no tiene que lidiar con su padre alcohólico, la bencinera familiar donde trabaja día y noche o los cuidados permanentes de su hermano, quien solo confía en ella. Pero el temple de la Francisca no se derrumba nunca. Al menos en apariencia, su ánimo es tan calmo como el paisaje desértico que la rodea. La tormenta la lleva dentro, en sus capas subterráneas, en los colores de una vida soñada que solo pocos tienen la ocasión de ver en su máximo esplendor, como si fuera el desierto florido. El aparente mutismo de su hermano Diego, es de las pocas cosas que a ella la hacen hablar. Entonces, decide aceptar la ayuda de un profesor de la escuela, que muestra un repentino interés por hacerle clases particulares al niño. Eso puede ser una salida, o el inicio de un camino sin retorno.

La Francisca, una juventud chilena, ópera prima del chileno Rodrigo Litorriaga y coproducción de Chile, Bélgica y Francia, es un relato crudo que quiere transformarse en cuento de hadas. Su protagonista lleva todo el peso de la narración en la mirada, que en cada primer plano revela por completo su alma, sus sentimientos más escondidos. Ella es la imagen figurativa de lo que significa ser joven en un lugar alejado del mundo, un espacio muchas veces precario, pero siempre resiliente, una dimensión donde conviven la rudeza del paisaje con su infinita belleza. Lejos de las revueltas, los disturbios, la conmoción incesante de la capital, Francisca solo imagina lo que puede haber más allá del desierto. Así, lleva el día a día en forma parsimoniosa y monótona, quizás en espera de que uno de los tantos sismos que azotan la zona, pueda remecer también su propia vida.

Sea esta dimensión una zona protegida y fértil, o un espacio circular sin movilidad, no es algo que se resuelva del todo. La propuesta de Litorriaga se detiene en otras capas, en los distintos relatos que surgen a partir de una misma realidad. Por un lado, la juventud como concepto universal que, aunque se desarrolle en distintos contextos o realidades sociales, siempre tiene que ver con un despertar, una exploración (real o imaginaria), una incomodidad intrínseca que solo se calma en la búsqueda de algo distinto. Por otro, las dinámicas que se generan entre los individuos en los espacios comunes, sea el colegio, la casa o el negocio familiar. Las relaciones humanas del mundo adulto y sus perversiones, cruzadas por un vértice común que denota un cierto desgano, una inercia en su forma de expresarse. Como si el presente no valiera demasiado y tampoco existiera una idea de futuro.

Todas estas capas son atravesadas por la presencia inminente de los sismos, temblores y terremotos, fenómenos relatados por un locutor de radio y que van tomando el pulso del momento. A veces parecen circunstanciales, otras anticipan algunas de las sacudidas que están por venir. Pero aunque la naturaleza amenace con manifestarse de distintas formas, la ciudad y sus habitantes permanecen impertérritos, calmos como un desierto antes de la tormenta. La Francisca, entonces, se transforma en el único cuerpo cinematográfico que tiene atisbos de movilidad, aunque sea solo en un plano de ensueño o frente a un destino trágico.

Otro aspecto que entra en juego es la aparición fugaz de extranjeros, pasajeros en tránsito que interactúan desde el afuera, y que a pesar de su futilidad cambian algo en el “adentro”. Norteamericanos, españoles, franceses que están de paso y se dirigen a otro lugar, siempre con la vista puesta en un destino lejano. Presencias que, además, le recuerdan a Francisca la diversidad de posibilidades que deambulan más allá de su propia realidad.

Estas capas narrativas que coexisten en absoluta fluidez, sin anularse una con otra, hacen de la película una fuente constante de inspiración. Su simpleza esencial, potenciada por la presencia de actores no profesionales de gran magnetismo, convive con una fotografía bella y arrolladora, que subraya la sensación de inmensidad y soledad, como reflejo también del estado interno de los personajes. Un relato que crece en intensidad y dramatismo, sin nunca perder su sencillez intrínseca, que recoge de manera natural distintas corrientes cinematográficas y las combina entre sí, creando una obra convincente, fluida y emotiva. Cine chileno de factura única, cuyos caminos vale la pena explorar.

Título original: La Francisca, una juventud chilena
Dirección: Rodrigo Litorriaga
Guion: Rodrigo Litorriaga
Música: Eryck Abecassis
Fotografía: Jean-Marc Ferriere
Reparto: Javiera Gallardo, Aatos Flores, Francisco Ossa, Roberto Flores, Varinia Canto Vila, Lester Ransom
Año: 2020
Duración: 80 min.
País: Chile
Plataforma: Punto Play / www.puntoticket.com

 

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *