Por Paula Frederick
“Vuestras ovejas, tan mansas y tan acostumbradas a alimentarse con sobriedad, son ahora, según dicen, tan voraces que devoran hasta a los mismos hombres”. Tomás Moro en Utopía (1516).
La frase inicial de la película de Felipe Gálvez queda suspendida en la pantalla a modo de profecía. Sus letras coloridas y nítidas, entre Sergio Leone y Quentin Tarantino, definen en dos líneas la naturaleza humana que, tarde o temprano, sale a la superficie. Es curioso que el libro citado se llame Utopía, un término de estampa categórica, que puede ser tremendamente ambiguo. El concepto remite a un sueño, pero también a una ambición. Lo que es utópico para algunos, a veces es el infierno de otros. Y la dicotomía entre ambos lados es la que puede anular cualquier utopía de una sociedad mejor.
Pero basta de literatura. Los colonos es ante todo una experiencia sensorial, casi primitiva, que toma un paisaje vivo de una belleza delirante, lo pone en el centro de la narración y le da aún más fuerza, al contraponerlo a la pequeñez del ser humano. Ganadora del Premio Fipresci en Cannes 2023, la película retrata parte del genocidio al pueblo Selk’nam de fines del siglo XIX, con la proliferación de las estancias ovejeras en la Patagonia chilena y el avance inescrupuloso de colonos y mercenarios. En este contexto, Maclenan, un militar inglés; Bill, un mercenario estadounidense y Segundo, un mestizo chileno, inician una expedición para reclamar y delimitar las tierras del estanciero chileno José Menéndez (Alfredo Castro). Las instrucciones son claras: avanzar sin parar, eliminando todo lo que se cruce en el camino. Aún (o especialmente) si se trata de las personas nativas del archipiélago de Tierra del Fuego.
El recorrido lleva a los hombres a mimetizarse con el paisaje. Con sus colores, sus materiales, sus formas salvajes. Mientras avanzan en medio de la hostilidad, parecen desvanecerse y transformarse en espejismos, igual que su propia humanidad. En sus figuras, hay algo de los relatos de Conrad, del desencanto de Hemingway, de la locura silenciosa de Aguirre, la ira de Dios o Fitzcarraldo. Un hambre insaciable de poder, la incongruencia entre un supuesto heroísmo y la cobardía más profunda, esa desolación que avanza al mismo ritmo que los pasos de los colonos, mientras el territorio se hace cada vez más inabarcable.
La fotografía de Simone D’Arcangelo es extremadamente nítida, pero a la vez es sombría, con una cierta nostalgia, una textura de antaño que nos vuelve testigos de hechos que viven en el pasado y resuenan hasta hoy. Cada fotograma es una estocada en el corazón, como las partituras de Harry Allouche, cuyos tambores marcan el paso de una energía desbocada. Lo que queda fuera de campo, lo latente, es también de un dramatismo incontenible. El espectador sabe que, antes o después, la muerte y la atrocidad se abrirán paso. Que ni los cerros ni la niebla ni la noche podrán ser aliados de un pueblo que brilla con luz propia, pero cuyo destino trágico ya está sellado.
En su exitoso recorrido por el mundo, Los colonos ha sido catalogado varias veces como un western. En parte sí lo es. Pero no se trata del formato clásico, ese de las películas de John Ford o Howard Hawks, o la osadía del spaghetti western de Sergio Leone (aunque se hermana más con esta última derivación). Aquí no brillan los valores tradicionales del honor, la lealtad entre camaradas o la justicia por sobre la ambición personal. No hay un “hombre sin nombre” (el personaje de Clint Eastwood en las películas de Leone), ese antihéroe que llega al pueblo desprovisto de un pasado o historia conocida, para hacer justicia, atrapar al malo de turno y retirarse silbando en su caballo.
La propuesta de Gálvez suma valor por remover las bases de un género clásico y transformarlo en un algo más oscuro, a pesar de todos sus colores. Aquí no existen las camaraderías, sino que prima la ambición, la barbarie primitiva, el egoísmo y las ansias desmedidas de poder. Cada interacción entre los personajes, incluso cuando parecen unidos por algún vínculo emocional, puede ser la antesala de una traición. Se trata de una guerra que cada uno pelea solo, sin advertir al enemigo o esperar un ataque previo para reaccionar. El desarrollo de la narración se transforma así en un constante campo minado, donde cualquier distracción, exabrupto o paso en falso significa el final del camino.
Los colonos tiene su génesis en un mito fundacional, pero se siente como el fin del mundo. Como el inicio y el final de un ciclo macabro, que revisita uno de los hechos más vergonzosos y sangrientos de nuestra historia. Aunque la masacre del pueblo Selk’nam sea gravitante en la historia, el relato no cae en el morbo, el exceso de sangre o la brutalidad explícita. Con una narración virtuosa y a fuego lento, parece subrayar que el verdadero salvajismo está en lo implícito, en las múltiples capas de violencia, en la ambición sin límites, en la fragilidad de las relaciones de poder. Este enfoque es novedoso, valiente, y dota a Los colonos de una entonación estética que entra en comunión con lo que vemos y sentimos. Al final, todo puede ser una ilusión. Las falsas intenciones de integración, como si alguna vez los nativos hubieran sido parte del plan de “progreso” y civilización. La integridad humana, que se desvanece ante el primer soplo de viento. La solidez del cuerpo cinematográfico que se empequeñece en la inmensidad del paisaje, a medida que crece su brutalidad.
Ficha técnica
Título Original: Los colonos
Dirección: Felipe Gálvez
Guion: Felipe Gálvez Haberle, Antonia Girardi
Fotografía: Simone D’Arcangelo
Edición: Matthieu Taponier
Música: Harry Allouche
Intérpretes: Alfredo Castro, Camilo Arencibia, Mark Stanley, Benjamín Westfall, Marcelo Alonso, Mariano Llinás, Luis Machín
Productora: Don Quijote Films, Rei Cine, Snowglobe Films
Distribuidora: Cinecolor films
País(es): Chile, Argentina, Dinamarca, Francia, Reino Unido
Idioma Original: Español
Duración: 97 min.
Año: 2023