Crítica de cine “Nadie sabe que estoy aquí”: Milli Vanilli millennial

Por César Cancino

Hace rato que la productora Fábula, de los hermanos Larraín, se han transformado en un oferente importante de contenidos tanto a nivel local como internacional. Han incursionado en la producción, realización, postproducción y dirección de diversos formatos desde el largometraje, los cortometrajes, las series, hasta contenidos diversos, publicidad, etc. Pablo Larraín es el director, principalmente, y su hermano Juan de Dios ejerce como productor. Junto a un gran equipo han puesto su trabajo a un nivel muy importante, con películas premiadas (El club, Una mujer fantástica), series de gran audiencia (Prófugos, El presidente), y también incursionando en operas primas.

Este es el caso de Nadie sabe que estoy aquí, del director Gaspar Antillo. Película que ya está instalada en la plataforma Netflix, con gran éxito de visionados.

Fundamentalmente, Nadie sabe que estoy aquí trata de un tío y su sobrino silencioso y retraído, quienes viven en la zona de Llanquihue, sur de Chile, a distancia de lancha desde la costa. Ambos sobreviven vendiendo cueros y pieles de ovejas, teniendo, además, escaso contacto con el mundo. A raíz de esta transa, y de un accidente sufrido por el tío, una joven se empieza a acercar al tímido sobrino, quien, a pesar de su constante retraimiento, entra en cierta dinámica de proximidad. Nos damos cuenta de que algo de su pasado oculta este muchacho, un gran pequeño detalle que hará fluir la peripecia hacia adelante y hacia la comprensión de los demonios que acongojaban a este solitario joven.

Esta película es claramente una ópera prima. Hace tiempo no veíamos una ópera prima tan ópera prima. Pero a diferencia de otras, Antillo cuenta con toda la infra de una casa productora instalada, dominante y posicionada. Visualmente, la película destaca por una fotografía correcta y prolija por parte de Sergio Armstrong, quien hace mano de toda la textura lumínica que proponen los claros oscuros sureños. La magia del sur. La ambientación y el arte también destacan, con correcto despliegue de épocas y lugares. La puesta de cámara ocupa todas las posibilidades que ofrece la bucolía de ese mundo detenido en el tiempo. Por lo cual, hay bellos planos, bella ambientación, el uso de otros formatos audiovisuales, en especial en los flashbacks que nos aclaran la vida anterior y doliente de este sobrino sureño. Si existe el amigo americano, también existe el sobrino sureño.

El plot es muy parecido a una historia pop que circunda alrededor del inconsciente colectivo mundial: a finales de los 80, existió un dúo llamado Milli Vanilli, de gran éxito comercial, con hits que hasta hoy dan la lata en las radios. Pregúntenles a sus tíos ochentis. ¡Pero los pillaron, pues ellos NUNCA CANTARON sus canciones! Los que lo hacían eran un grupo de morenos quienes grababan las partes, y el dúo aquel ponía la imagen. A tanto llegó la destapada de olla, que la academia musical les quitó un Grammy anteriormente ganado. Todo terminó peor: uno de sus integrantes se suicidó, mientras los verdaderos Milli Vanilli intentaron resarcirse demostrando su gran talento. Pero no resultó, pues no eran guapos ni calientes como el dúo visual. Eran negros y feos. Mundo cruel.

Acá, al personaje interpretado por Jorge García (Lost) le pasó algo parecido. Al parecer, su talento no tenía nada que ver con su imagen, entonces, tempranamente un productor musical (Roberto Vander) convence a su padre (Alejandro Goic) de que solo le “preste” la voz de este niño, y él hará el resto. Terrible. Más encima ocurre algo mas terrible que, al parecer, empuja a este personaje al ostracismo en esta isla o península, conviviendo con Luis Gnecco.

Acá surge el primer problema: si bien la ficción puede, y debe, establecer los puntos de verdad que sea y que le provoque, es difícil tragarse que todo el mundo, o por lo menos todo ese país, conociera al cantante y a la canción aquella, provocando, por ejemplo, que la horda espere enfurecida a las afueras de un canal de televisión, cuando al personaje principal lo van a entrevistar y confrontar con el cantante que prestaba su imagen para mostrarle al mundo esos éxitos pop. ¡Si! Porque a propósito de la relación establecida entre García y una chica costina (Millaray Lobos), un sagaz periodista local (¡!) descubre quién es en realidad este poblador recubierto de hombre del sur. ¡Porque sí!: a pesar del paso de los años, y a que claramente ha crecido y ha enronquecido, es descubierto por este gacetero pueblerino cuando canta, una octava mas baja, la canción que fue hit hace quizá más de 25 años.

En términos de despliegue de guion, todo se pone raro. Como lo es esta especie de realismo mágico que circunda a este personaje excantante: momentos de baile en el bosque, de brillantina surgiendo a borbotones, de luces rosas alumbrando las pesadillas del personaje, etc. Otro detalle no menos importante es considerar aun “raro” o “freak”, al que es físicamente diferente, o al que se pinta las uñas. Nos parece una mirada absolutamente pasada de moda, descuidada, incluso falta de respeto en esta época. Bueno, mal que mal, plataformas como Netflix se nutren de contenidos para que olvidemos un poco: qué pandemia, qué crisis mundial del sistema, qué hambre, qué injusticia, qué desigualdad. Como que al ver el documental de un tipo que abusaba de personas en EE. UU. estuviéramos listos moralmente para el mes. Como lista de compras: ¡romance, check! ¡policial, check! ¡moral, check! ¡ética, check!

La plataforma Fábula, consideramos, está instalando un formato con ciertas limitantes que tienen que ver con, quizá, el sistema de copamiento al que están apuntando: ubicar muchos productos en muchos ámbitos para estar, para tener el contacto, para abarcar, en definitiva, sin importar mucho los niveles de los mismos. No estamos afirmando que los productos Fábula no sean de calidad, pero es claro cierto “establishment” Fábula. Este ultimo estreno suyo, y primero en la plataforma Netflix, tiene todas las cualidades de una súper producción soportada por un súper equipo, pero se permite dejar pasar ciertos elementos de inmadurez creativa. El creador cuenta con todas las posibilidades que le aporta su casa productora, pero las administra dentro de un esquema sin trascendencia aparente, que deja entrever cierto millenialismo de su parte. Finalmente, la sumatoria de buenas ideas no es suficiente en esta dirección, donde, incluso, se ven ciertos guiños a la cinematografía del propio Larraín, con esas escenas que cortan en un ambiente, para caer en otro hablando del mismo tema que en la escena anterior. Un error relacionado a esto es hacer depender todo de la presencia de los celulares y de las RRSS: ¿no hay más mundo que eso? Sin YouTube, al parecer, no pasaría nada con el trauma del personaje principal. Es muy básico aquello. Como las películas de cuando salieron los celulares: sin su presencia, hubiera sido imposible que la o el personaje se enterara de algo, rescatara al hijo o desactivara la bomba, no sé. Es inevitable que la tecnología permée los imaginarios, pero el preciosismo que se plantea en este filme no lo aguanta. No lo merece.

Nadie sabe que estoy aquí es de una muy buena factura soportada, claramente, por una sólida casa productora y un gran equipo, y no la podríamos calificar de pretenciosa, pues la pretensión y tensión pareciera venir de los productores y su hambre de nuevos mercados.

Título: Nadie sabe que estoy aquí

País: Chile

Año: 2020

Dirección: Gaspar Antillo

Guion: Enrique Videla, Gaspar Antillo, Josefina Fernández

Elenco: Jorge García, Luis Gnecco, Millaray Lobos, Solange Lackington, Alejandro Goic, Nelson Brodt, Julio Fuentes, Gastón Pauls, María Paz Grandjean, Eduardo Paxeco, Roberto Vander

Productora: Fábula

Producción ejecutiva: Andrea Undurraga

Producción: Juan de Dios Larraín, Pablo Larraín

Producción general: Eduardo Castro

Asistente de dirección: Ignacia Ilabaca, Juan Francisco Rosas

Dirección de fotografía: Sergio Armstrong

Montaje: Soledad Salfate

Dirección de arte: Estefanía Larraín

Música: Carlos Cabezas

Plataforma: Netflix

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