Crítica de cine “No basta con amar”, de Cristián Mamani «La esperanza de una posible sorpresa»

Por Paula Frederick

¿Qué es lo que basta en el amor y en el cine? Quizás, solo que esté vivo. Lo que ocurre en una película no es un cuadro o un retrato, es un acontecimiento. Un movimiento orgánico que continúa a inventarse mientras sucede, que se regenera, crea nuevas formas y se retroalimenta de la fricción entre imagen y ausencia, silencio y sonido, encuadre y aquello que se deja afuera. Desde el inicio de No basta con amar, ópera prima del chileno Cristián Mamami, se intuye una voluntad: la de retratar su cine, su película, como si fuera un cuadro, una escultura, una pieza de arte. Esto no significa la anulación de un acontecimiento o de una pulsación que augure el desarrollo de una buena historia. Pero es la elección de una forma, que instala una cierta intención.

Mientras la astrónoma Javiera (Daniela Ramírez) viaja a ver a su hijo Samir (Samir Sukni) desde el norte hacia el litoral central después de seis meses de ausencia, donde Samir vive con su padre, José (Néstor Cantillana), el auto desaparece entre las curvas de la carretera. Se transforma en un punto gris cada vez más lejano, apenas perceptible, que a medida que avanza pasa a ser parte de un todo más grande que Javiera, que su hijo, que la ausencia o el abandono, que todo lo que la rodea. Más grande que las estrellas que ella se empeña en observar. Inmerso en una sucesión de encuadres que hablan de una belleza y armonía que está afuera, en el paisaje, en los colores y las formas del territorio, en la inmensidad, en contrapunto a la posible riqueza del mundo interior.

La voz en off que la acompaña, de ella misma y siempre en desfase de su propia imagen, da pistas del objetivo de Javiera: reconstruir una confianza, el vínculo con su hijo. Al mismo tiempo y en otra capa más subterránea, nos habla de esa relación que tambalea, la que aún mantiene con su pareja, que ella va decidida a quebrar definitivamente. Esta dicotomía, avanzar para recomponer y al mismo tiempo destruir, despierta un cierto interés en el desarrollo del encuentro que está por venir. No porque la historia sea particularmente novedosa o proponga, en su naracción, algo muy distinto al relato tantas veces visto: un núcleo familiar en conflicto, una pareja que se extingue, un hijo que no sabe dónde aferrarse. Más bien porque su propuesta visual, y la forma en que se desarrolla, va generando a su vez una inquietud. La esperanza de una posible sorpresa, de un giro de cámara o un cambio de luz, que mantiene viva la ilusión del espectador.

Después del viaje, viene lo esperado. Un encuentro madre-hijo, un desencuentro de pareja. Y el desarrollo lento y a veces torpe, y reiterativo, de estos encuentros. Mientras Javiera ha dedicado su vida a observar las estrellas (cuerpos celestes muchas veces ya muertos, cuya luz y brillo, cuando llegan a nuestros ojos, son solo una ilusión) y a sacar conclusiones sobre un pasado reciente y ancestral para poder evaluar su presente. José cuida y estimula a su hijo Samir, mira hacia el futuro, se enfoca en el proceso. Vive con él justo frente al mar, que va y viene, que se mueve según la marea, que se recambia a través de las olas, que no tiene principio ni fin. Ahí parece radicar la diferencia entre ambos: Javiera ve su relación como una estrella que ya vivió y José como un proceso abierto, circular.
Cuando Javiera y José están solos por su cuenta, o en compañía de otras personas que los rodean cual satélites, la luz es más intensa, los rostros se iluminan, es siempre de día, la imagen es nítida y definitiva. Sin embargo, el encuentro de ambos siempre sucede en lugares oscuros, donde apenas se perciben las siluetas, donde las caras y las voces se confunden. La luz solo llega cuando aparece en escena Samir, eso que alguna vez los unió, ese punto de encuentro que va más allá de ellos mismos.

Quizás todo esto sea un recurso deliberado, casi forzado, que distraiga y haga quedar en evidencia cierta ausencia de fondo, de sustancia. Sin embargo, es una apuesta que logra percibirse y que, hasta cierto punto, otorga valor a la propuesta cinematográfica. Y si no estamos frente a una historia extraordinaria, o a personajes fuera de lo común, esa capa narrativa y visual se transforma en una jugada inteligente. En un elemento valioso que quizás no basta para el enamoramiento definitivo, pero al menos para un encantamiento pasajero.

Al final, No basta con amar arriesga con perderse en el paisaje, en su propia obstinación por la belleza, en la reiteración y abuso de sus recursos estilísticos, que lo acerca más al estudio de un telescopio que a la fluidez del mar. Pero se sustenta en buenas actuaciones, en conexiones humanas, en la inocencia y frescura de Samir y su esperanza que nunca se apaga. Esa esperanza que uno como espectador, a pesar de las posibilidades de tedio o desencanto, mantiene hasta el final, como si también esperáramos un encuentro, una reconciliación, un desenlace feliz, o al menos el avistamiento de una estrella fugaz.

 

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