SANFIC 21 Crítica de cine “Un simple accidente”: El mal del pasado, el mal del presente

Por Álvaro Guerrero

Un simple accidente se inicia con una escena aparentemente casual. Un matrimonio tiene una discusión muy menor mientras el marido conduce el automóvil por una carretera en la noche. De improviso, surge la figura de una niña jugando en el asiento de atrás, lo que provoca que el conductor no logre ver a un perro que termina atropellando. La hija, con su candor infantil, está dolida con el padre, piensa en el animal muerto allá afuera. Eghbal (Ebrahim Azizi), que parece muy serio, tiene que bajarse por ahí para pedir ayuda con el auto averiado. Entonces, Vahid (Vahid Mobasheri), un mecánico que oye su voz, cree reconocerlo como un antiguo torturador del gobierno fundamentalista de Irán. Y junto con avisar y reunir a un grupo pequeño de parientes y amigos que también habrían sido víctimas del mismo verdugo, novia con vestido blanco y su prometido incluidos, decide secuestrarlo y meterlo dentro de una camioneta.

Tal es la trama de la película de Jafar Panahi, casual como el tono que se desarrolla entre los personajes a bordo del vehículo destartalado que Vahid conduce por las calles, mientras se delibera y discute por el destino del supuesto agente del régimen. Tan casual y cotidiana, como farsesca y exagerada, la mañana avanza hacia la tarde y el variopinto grupo va progresivamente mostrando sus personalidades, sin enfatizar ni parecer destinados a algo más grande que ellos mismos durante ese día. La misión es tan improvisada como inseguro el convencimiento de que ese hombre metido en una caja, es aquel que les quebró la vida. Uno de ellos, sin embargo, solo quiere enterrarlo vivo, cobrar venganza lo más rápido posible, con la ansiedad de un trámite que nubla la misión de seguir viviendo. La novia y los demás integrantes solo dudan y eso los hace parecer más vulnerables, y a todo el esfuerzo sin un destino claro tornarse peligrosamente inútil, hasta patético. No son seres del “poder”, desconocen sus reglas, el “secreto” que los hace solo personas comunes y corrientes.

El director Iraní Jafar Panahi, relata una historia que puede parecer lineal pero que es cualquier cosa menos que eso. Uno de los personajes de Kill Bill (2003) de Quentin Tarantino, decía que la venganza es como un bosque, en el camino es muy fácil perder el árbol indicado, pero en este caso ya ni siquiera cabe esa metáfora, sino más bien la del círculo. Uno que comienza cuando eres secuestrado y quienes te aterrorizan no tienen rostro, solo voz, y manos. La van da vueltas y vueltas mientras va cayendo la noche sobre la ciudad. En uno de los planos secuencias más cargados de la película, los integrantes debaten en torno a un árbol solitario en la planicie, pero la comedia va más hacia la discusión sobre sí mismos. El tono jocoso, “liviano”, que Panahi emplea en el devenir de esta pandilla improvisada, tampoco va a conducir a una especie de afianzamiento en sus lazos afectivos. Todo ha sido muy rápido, aprovechando una posible oportunidad de esas que se dan una sola vez en la vida, pero que llegan tan por sorpresa, que no dan tiempo para una sostenida reflexión que conduzca a una decisión inequívoca.

Hacia el final del día, Vahid va a tomar otra decisión lateral y contraria a la venganza, algo que involucra al bienestar de un personaje cercano a Eghbal. Cuando ya todo va a acabar, los que van quedando se enfrentaran a un dilema moral inequívoco, en el momento en que finalmente las máscaras han caído. Ya no se trata de si vengarse o no, eso nunca estuvo en duda, sino de cómo hacerlo, de qué es lo que realmente se quiere para poder dar vuelta la página. En La muerte y la doncella (1994) de Roman Polanski, la víctima llegaba a un punto en el que solo deseaba la confesión de su victimario, alguien que sistemáticamente lo negaba haciéndola parecer como una loca en plena paranoia. La confesión y la vergüenza del verdugo. El proceso para llegar a ese punto era intensamente dramático, cargado de tensión propia de un thriller, algo precisamente inverso aquí, donde la comedia de gestos asoma en un grupo y ambiente mucho menos “elegantes” que en la historia de Polanski. Y es esa la particularidad que hace especial a Un simple accidente: los cambios abruptos y sin mucho “glamour” que representan lo impredecible de la vida, tanto como su fragilidad. La sensación de que ésta se trata de pequeñas, ínfimas, decisiones o impulsos a veces contradictorios o ridículos, mientras allá arriba en algún lugar, el matadero del poder acecha en una liga desconocida, y esto es lo fundamental, profundamente “seria”. Sin lugar para el humor.

El clímax solo requiere de un largo plano fijo, de una intensidad emocional que supera a aquella escena de confesión de Ben Kingsley en La muerte y la doncella, que se sostenía únicamente en la capacidad interpretativa del actor británico. Aun cuando es inevitable relacionar ambas películas, también el cierre ahora resulta más ambiguo, y por ende aterrador. Allá donde Polanski hacia uso de la ironía terrible del triunfo del mal, Panahi enfatiza desde la puesta en escena de ese plano final, también fijo, en la fragilidad, la duda y la posible inutilidad de la piedad, pero también de la violencia irracional. El final de la de Polanski es un golpe en la cara, el de Panahi, un laberinto.

Ficha Técnica 

Título original: It was just an accident

Dirección: Jafar Panahi

Guion: Jafar Panahi

Reparto: Ebrahim Azizi, Madjid Panahi, Vahid Mobasheri, Mariam Afshari

Fotografía: Amin Jaferi

Duración: 105 minutos

Género: Drama, comedia, thriller

País: Irán

Sanfic 2025         

 

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