Crítica de danza “Brasas”: La fiesta de la persistencia

Por Romina Burbano Pabst

Cuando todo parece apagarse,

el cuerpo insiste en moverse.

Brasas, la nueva creación de la coreógrafa francesa Leïla Ka para el Ballet Nacional Chileno (Banch), propone un territorio de tensión donde la esperanza y la desesperanza dialogan en escena. Los cuerpos laten en un pulso que insiste en mantenerse en pie, como si algo interior – secreto – impidiera que el movimiento se apague del todo. El montaje se ofrece como un espejo de nuestra época, atravesado por una pregunta que la coreógrafa lanza al espectador: ¿podemos seguir con la fiesta a pesar de todo lo que está pasando en el mundo?

La fiesta surge entonces como una metáfora de la permanencia, pero también de la fragilidad: cuerpos vitales que insisten en moverse, mientras sus rostros revelan un vacío hermético. En esa contradicción – entre energía y agotamiento, entre impulso y vacío – aparece el gesto poético de la obra. Una escena que vibra entre resistencia y cansancio, entre la necesidad de celebrar y la imposibilidad de hacerlo del todo, invitándonos a mirar de frente el modo en que habitamos nuestro presente.

La obra comienza en silencio: no hay música. En medio de la quietud densa, un cuerpo se atreve a moverse en solitario, rodeado por los demás que permanecen inmóviles, contenidos. Se escucha tan solo el retumbar de los pies danzantes en el suelo y el aire entrecortado de sus respiraciones. Esa primera chispa abre el espacio: poco a poco, los otros cuerpos se suman, hasta que la escena se transforma en un tejido colectivo. Cada intérprete se desplaza con una sutileza casi imperceptible, como si lo esencial ocurriera tanto en el movimiento como en el desplazamiento. Aún en esa individualidad, se sostiene siempre una relación con el conjunto: no es un movimiento aislado, sino parte de un pulso común que comienza a latir en escena.

En ese tránsito paulatino de los cuerpos se revela el primer gesto distintivo de la coreógrafa: la forma en que los bailarines se mueven como comunidad, manteniendo un pulso compartido incluso cuando se fragmentan en planos, niveles, dúos, tríos o trayectorias individuales. La geografía espacial se abre y se repliega con exactitud, generando un sentido de unidad que no se rompe, sino que se transforma. Allí aparece la metáfora de un latido común: el baile como insistencia, como persistencia de un movimiento que se niega a extinguirse.

Los cuerpos se apoyan, se funden, se separan; sus movimientos se repiten, se cansan, se mantienen. Ese tejido coreográfico – hecho de caídas, repeticiones, insistencias, peso y destellos de vitalidad – propone repensar la idea de la “fiesta” y el cuerpo festivo como resistencia. Ese mismo pulso que late en escena resuena de manera inquietante cuando lo proyectamos al mundo exterior: mientras los bailarines insisten moverse, recordamos a quienes luchan por mantenerse con vida frente a la desesperanza cotidiana y toda forma de violencia que parece intentar apagar la chispa de la existencia humana. La insistencia del movimiento se vuelve entonces un acto de supervivencia poética: un gesto de resistencia que, aunque pueda sentirse forzado, refleja la tenacidad del cuerpo frente al cansancio de la vida.

La fiesta se despliega como permanencia: al inicio, chispas de movimiento encienden los cuerpos, un gesto en solitario que poco a poco contagia al conjunto, generando un flujo colectivo que pulsa con energía. Cuerpos que laten al unísono. Sin embargo, como en cualquier celebración, esa energía no permanece de manera constante: la obra muestra cómo la vitalidad se fragmenta, cómo cada cuerpo encuentra su propio espacio, estableciendo distintas relaciones cediendo la fuerza colectiva gradualmente al peso de la individualidad y del cansancio. Finalmente, regresa a un pulso común, pero distinto al inicial: un colectivo agotado, donde cada movimiento conserva el eco de la energía que dio vida a esta pieza. Son cuerpos marcados por el esfuerzo y la tensión acumulada. En esta última etapa, la obra nos muestra el poder de la persistencia: bailar, aunque vacío; mantener el pulso a pesar del cansancio.

Es por esto que la elección de repetir “El hombre que yo amo” y ese lypsinc final de “My heart will go on” funciona como un latido colectivo que, más allá del humor o la celebración, celebra la resistencia misma del cuerpo, su capacidad de mantenerse vivo y activo frente a la fatiga y la adversidad. En Brasas, el cuerpo – insistente – se convierte en un acto de afirmación frente al mundo. Cada gesto, cada caída y cada repetición de movimientos y fraseos es una pequeña chispa que ilumina la escena, recordándonos que la vida se mantiene incluso cuando todo parece desesperanzador.

La coreógrafa Leïla Ka nos enfrenta a la fragilidad y a la violencia del presente, pero también nos ofrece un espacio de resistencia: un territorio donde el movimiento es celebración y protesta a la vez. La obra señala que bailar no es sólo celebración y disfrute, es la insistencia del gesto, la forma en que habitamos el mundo. Frente a guerras, genocidios y violencias sociales normalizadas, nuestro cuerpo se convierte en refugio, resistencia y grito. Aquí la fiesta y la danza no son una alienación de la realidad, son cuerpos conscientes que niegan a rendirse.

Cuando todo parece apagarse,

el cuerpo insiste en moverse.

Ficha Técnica

Título: Brasas

País: Francia – Chile

Dirección: Leïla Ka

Asistente de Coreografía: Jane Fournier

Diseño de Iluminación: Nicolás Jofré

Compañía: Ballet Nacional Chileno (Banch)

Coordenadas

28 de Agosto – 6 de Septiembre

20:00hrs

Teatro Universidad de Chile

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