Por Alejandra Delgado
Máquina, de gloria y olvido, dirigida por Marco Ignacio Orellana y creada junto a la Compañía Amateur, se presentó recientemente en el Parque Cultural de Valparaíso. La obra combina danza contemporánea, performance y un despliegue visual cuidadosamente orquestado.
Desde el primer momento, queda claro que la dirección tiene un fuerte sentido del espectáculo: las imágenes escénicas, las transiciones y la forma en que el espacio se transforma generan una experiencia inmersiva que captura la atención del público sin recurrir a artificios superfluos.
La propuesta se sostiene sobre una estética rigurosa, donde cada elemento -luces, sonido, objetos- parece estar calculado para dialogar con el concepto de la memoria y la fragilidad urbana, un tema que no es nuevo, pero aporta a ese bagaje.
La performer Belén Ceci, suspendida del cabello, se convierte en el eje emocional de la puesta. La acción de colgar del pelo, una disciplina que mezcla resistencia física y riesgo extremo, resulta un gesto tan impactante como poético. No se presenta como un mero truco, sino como una metáfora corporal de aquello que resiste aun cuando parece a punto de quebrarse. Cada movimiento en suspensión, cada oscilación, evoca la inestabilidad (¿precariedad?) de los ascensores porteños que inspiraron la obra. Es una imagen difícil de olvidar, cargada de tensión y belleza. Los espectadores se enfrentan a la vulnerabilidad del cuerpo en su estado más extremo, y ese riesgo genera un clima de expectación que atraviesa toda la función.
La pieza se desarrolla en un espacio casi industrial, que refuerza el concepto de máquina obsoleta y memoria oxidada. Las luces juegan un papel clave en la construcción de atmósferas: focos blancos y fríos, sombras recortadas que multiplican la figura de la bailarina, destellos rojos que sugieren el desgaste, el óxido y el paso del tiempo.
Cada cambio lumínico es medido y, más que iluminar, parece esculpir el espacio. Hay momentos en que la penumbra deja apenas visible el cuerpo suspendido, obligando a observar el detalle de los gestos y la respiración. Esa relación entre luz y oscuridad contribuye a un tono casi ritual, como si cada cuadro escénico fuera una ofrenda a algo que se está perdiendo.
La obra gira en torno a la idea de los ascensores porteños como símbolos de una modernidad que se desvanece. El relato implícito es el de una ciudad que observa sus propias ruinas con una mezcla de dolor y distancia. Hay una melancolía que atraviesa cada gesto, cada sonido, como si el escenario se convirtiera en un espacio de duelo por lo que ya no funciona o han dejado morir.
Esta mirada al pasado, aunque intensa y cargada de sentido, puede sentirse pesimista. En un tiempo que exige pensar en el futuro, en la posibilidad de reinventar y reconstruir, el énfasis en la nostalgia puede generar una sensación de estancamiento. La obra parece preguntarse: ¿qué queda cuando la máquina se detiene?, ¿qué memoria vale la pena conservar? Pero no ofrece respuestas, solo imágenes suspendidas en el tiempo.
La música es uno de los grandes aciertos del montaje. Con una composición que mezcla sonidos metálicos, voces difusas y capas rítmicas casi imperceptibles, el diseño sonoro a cargo de Enya de la Jara, construye un universo sensorial coherente. Hay instantes en que la música y el movimiento alcanzan una armonía tal que el escenario se vuelve hipnótico.
Los sonidos de engranajes, crujidos y ecos recuerdan el funcionamiento interno de los ascensores, pero también la respiración de la performer y el latido de la escena. Este trabajo sonoro no busca imponer emociones, sino crear un espacio abierto a la interpretación.
La escena cuenta además con la presencia de An Devenires, maniobrista que, más que un asistente técnico, se convierte en un operador escénico. Su rol es casi invisible pero fundamental, reforzando la idea de máquina viva que da sentido a la propuesta y acompañando, en silencio, los momentos de mayor tensión.
Una de las escenas más potentes ocurre cuando la performer, en suspensión, gira lentamente sobre su eje, mientras una luz cenital blanca la aísla en un círculo perfecto. El silencio es casi total, interrumpido solo por un leve zumbido metálico. En ese instante, la imagen funciona como una alegoría del tiempo detenido, como si la ciudad y su memoria se hubieran congelado en el aire. Es un momento breve pero de enorme carga poética.
Otro pasaje destacable se da cuando el espacio escénico se inunda con una luz roja intensa, mientras la música aumenta en volumen y la performer ejecuta movimientos mínimos, apenas perceptibles. Esta escena, de gran tensión, parece hablar del desgaste, del dolor y de la resistencia frente a la obsolescencia. Es en este tipo de cuadros donde la obra demuestra su capacidad para contar una historia sin palabras, solo con imágenes y sensaciones.
El desarrollo dramático, no obstante, presenta cierta irregularidad en su estructura final. Hacia el cierre, la obra parece terminar varias veces, ofreciendo una serie de falsas despedidas que interrumpen el flujo emocional. Esa repetición de finales genera una sensación de incomodidad, no tanto por su duración, sino porque el clímax se fragmenta en lugar de resolverse con un solo golpe visual y sonoro. Esta decisión puede interpretarse como un gesto de ruptura, pero deja al público con la sensación de que algo no ha concluido del todo.
Más allá de esa tensión, Máquina, de gloria y olvido sobresale por su capacidad de generar imágenes que permanecen en la mente. No se trata de una obra complaciente ni de fácil consumo; obliga a detenerse, a contemplar, a pensar en lo que se pierde cuando una máquina se detiene y con ella un pedazo de historia. La imagen del cuerpo suspendido, oscilando en el vacío, se convierte en un símbolo de resistencia y de fragilidad, de la lucha por sostener la memoria a pesar de que todo parezca estar destinado al olvido.
La atmósfera general de la obra es de una melancolía serena, marcada por silencios largos, cambios de ritmo lentos y una estética que prioriza la contemplación por sobre la narrativa directa. No hay una historia lineal, sino una sucesión de escenas que funcionan como cuadros independientes, unidos por el tema del desgaste y el recuerdo. Este enfoque puede resultar desafiante para parte del público, pero también es uno de los rasgos que hacen que la obra se distinga de propuestas más convencionales.
En su conjunto, esta pieza escénica apuesta por el riesgo, tanto físico como conceptual. Su fuerza radica en el equilibrio entre la espectacularidad visual y la profundidad del mensaje. Aunque su tono pesimista y sus finales múltiples pueden dejar una sensación ambivalente, la propuesta es sólida, honesta y con momentos de verdadera intensidad escénica. Más que una narrativa cerrada, ofrece una experiencia sensorial y emocional que invita a reflexionar sobre la memoria colectiva, el paso del tiempo y la necesidad de no olvidar aquello que sostiene la identidad de una ciudad.
En tiempos donde el futuro parece incierto, Máquina, de gloria y olvido recuerda que el presente se construye también desde el cuidado de lo que ya se ha vivido. Ese diálogo entre la memoria y la desaparición, entre el espectáculo y el silencio, es lo que la convierte en una propuesta relevante dentro de la escena contemporánea.
Ficha Artística
Dirección: Marco Orellana
Performer: Belén Ceci
Maniobrista: An devenires
Producción: Gabriela Arancibia
Diseño sonoro: Enya de la Jara
Diseño de vestuario: Marcello Pezzuoli
Escenógrafa: José Peligro
Collage: Antonio Candia
Diseño lumínico: Gabriel de la Hoz
Fotógrafo: Víctor Vivas
Dirección audiovisual: Diego Sánchez
Equipo audiovisual: Jairo Marín, Belu
Periodista: Matías Salinas
Artesano Patrimonial: Gilbert Burgueño
Artista Plástico: Francisco Lobo
Guías Turísticos Ecomapu
Travel: Cristian Uribe, Felipe Narbona