Por Joel Poblete
Se cumplió ya una semana desde el estreno mundial de Llacolén, una nueva ópera chilena que cautivó en su debut en el Teatro Universidad de Concepción, y mientras más pasan los días aumenta la convicción de que esta propuesta, impulsada por la Corporación Cultural Universidad de Concepción (Corcudec) y con un equipo artístico y técnico integrado en su mayoría por artistas nacionales, fue un hito histórico para el género lírico en nuestro país, y en general para el medio artístico y cultural.
Componer y estrenar una nueva ópera en Chile es siempre un desafío enorme, que implica muchas variables a tener en cuenta. Desde el debut en el Teatro Municipal de Santiago de la primera obra local, La florista de Lugano de Eliodoro Ortiz de Zárate en 1895, a lo largo del siglo XX apenas una decena de nuevas obras nacionales consiguieron llegar a ser representadas. Y de esas creaciones, pocas consiguieron ser escenificadas en más de una temporada. Afortunadamente en lo que va de este siglo, la actividad en ese ámbito se ha activado y multiplicado de manera notoria, en particular luego de la premiere en 2008 de Viento blanco, de Sebastián Errázuriz, también en el Municipal de Santiago; desde entonces hasta ahora, la cantidad de nuevas óperas que han logrado ser presentadas ha superado en menos de dos décadas el total de obras que debutaron a lo largo de los más de 100 años previos. Se podrá discutir o debatir si todas se pueden calificar por completo como ópera en el sentido tradicional del término, si algunas de ellas son más bien óperas de cámara o incluso pueden ser consideradas cantatas escénicas, pero dejando esa clasificación específica de lado, no se puede negar que el género lírico ha cobrado nuevos impulsos en los años recientes. Sin ir más lejos, basta con considerar que en menos de un año, últimamente se han estrenado cuatro nuevos títulos: primero en noviembre fue La abeja de fuego, con música de Andrés Maupoint, a continuación en mayo pasado fueron dos, No tengan miedo si viene la niebla, de María Valenzuela, y Lágrimas de sal, de Rodolfo Miranda, ambas marcando hitos, respectivamente una como la primera ópera creada por una compositora chilena que llega a estrenarse, y la otra como la primera obra de ese género creada en Tarapacá. Y ahora fue el turno de Llacolén.
A partir de una historia que entremezcla personajes y sucesos históricos reales con elementos de leyenda, la obra cuya protagonista homónima, hija del toqui Galvarino, se debate entre el amor que siente por un capitán español y la lealtad y el deber hacia su pueblo, se ambienta a mediados del siglo XVI en plena Guerra de Arauco, más específicamente en las jornadas previas y posteriores a la batalla de Lagunillas, acaecida el 8 de noviembre de 1557. Ya por la ubicación geográfica de la trama, en la misma zona en la que a pocos kilómetros se desarrollan los hechos y donde se encuentra la laguna en la que se conocieron Llacolén y el soldado y donde ella se sumergirá para siempre, no podía ser más oportuno que el debut de esta obra fuera en Concepción. Y también por la tradición que liga a la capital de la provincia y región del Biobío con el género lírico, como una de las pocas ciudades del país que además de Santiago y de manera persistente han presentado óperas al menos una vez al año, en particular durante las últimas dos décadas; de hecho, a fines del año antepasado en ese mismo teatro ya tuvieron un importante hito, cuando tuvieron el estreno absoluto de El Corvo, del compositor Remigio Acevedo Raposo, ópera compuesta en 1939 pero que aún permanecía inédita y que tuvo al frente a los dos mismos artistas que ahora crearon Llacolén: Victor Hugo Toro como director musical, y Gonzalo Cuadra, en aquella ocasión como director de escena.
Con una reconocida trayectoria de más de dos décadas como director de orquesta a nivel nacional e internacional, Toro ha conducido agrupaciones latinoamericanas, europeas y asiáticas, y también ha destacado como compositor, pero ahora se animó a abordar un trabajo tan exigente como es la creación de su primera ópera. Y para escribir la música para esta historia, necesitaba un libreto que estructurara y desarrollara un argumento que incluía ideas y motivos que ya han estado presentes en diversas partituras de este género a lo largo de los siglos -un amor imposible entre dos pueblos y realidades distintas, los lazos entre padres e hijos, cómo los intereses y sentimientos personales se contraponen con las obligaciones públicas y colectivas-, pero ahora en un contexto histórico anclado en nuestro país.
Para crear el texto a partir del cual escribiría la música, el compositor convocó a quien es reconocido en el medio como uno de los artistas que más sabe de ópera en Chile: Gonzalo Cuadra, galardonado el año antepasado con el Premio Presidente de la República de Artes Escénicas mención Ópera, fundador del Colectivo Ópera Nacional, y quien a lo largo de las décadas se ha desarrollado en esa área como cantante, musicólogo, investigador, docente y director de escena, además de ser el autor de un valioso y muy completo libro, Ópera Nacional – Así la llamaron 1898-1950, centrado precisamente en el análisis y antología de las primeras óperas chilenas. Y con Llacolén ahora añadió otra faceta ligada a lo lírico, como creador de un libreto operístico, misión que implicaba varias exigencias, partiendo por cómo lograr integrar lo mapuche en el marco de una expresión artística de raíces tan occidentales como es la ópera, y que aunque sería mayormente cantado en español (con los dos personajes hispanos cantando en castellano con acento castizo, y los demás en un español más estandarizado), también incluía en diversos momentos palabras y frases en Mapuzungun. Y para esto fue vital la asesoría lingüística a cargo de la escritora y experta Jacqueline Caniguan, académica de la Universidad de La Frontera, quien no sólo aportó sugerencias a partir del Mapuzungun, sino además en torno a la cosmogonía mapuche, para ver de qué manera abordar temas simbólicos, psicológicos y filosóficos ligados a lo que vivían los personajes, y así poder presentar con el debido respeto sus tradiciones y cultura en la obra, en una historia que transcurre en el pasado y tiene contornos de leyenda, pero que de todos modos está muy conectada con la realidad del pueblo mapuche a lo largo de los siglos, incluyendo los tiempos actuales. Porque acá en el centro hay una historia de alcances románticos, pero también hay un conflicto entre dos culturas, dos pueblos, y se abordan temáticas conectadas al colonialismo, los conflictos bélicos y los abusos de poder.
«¿Realmente soy capaz de componer una ópera?», se preguntaba el director de orquesta y compositor Víctor Hugo Toro en el texto de presentación del programa de sala de Llacolén. Si juzgamos por lo que pudimos ver y apreciar en su estreno mundial el pasado miércoles 11, así como en la transmisión que el canal de televisión de la Universidad de Concepción realizó en directo el viernes 13 con la segunda de las tres funciones programadas (y que afortunadamente quedó disponible en su canal de YouTube), definitivamente fue más que capaz, y alcanzó resultados sólidos y notables. En el pasado a nivel histórico se sabe de otras óperas locales que transcurrían en estas tierras durante el período de la conquista española, como Caupolicán, Lautaro e Inés de Suárez, pero o se representaron únicamente en sus temporadas de estreno o sólo regresaron una vez más; estoy seguro de que quienes asistimos a esta nueva creación, estaremos todos y todas de acuerdo en que merece regresar y ser difundida y conocida en el resto del país.
Aunque como en todo hay excepciones, la mayoría de quienes crean una nueva ópera en tiempos contemporáneos, al menos durante el último medio siglo, suelen caer al menos en dos extremos: o despliegan toda su inspiración en partituras muy personales y argumentos y temáticas crípticas o demasiado alegóricas, de tendencias rupturistas, vanguardistas o experimentales que fascinan o cautivan a los musicólogos y a algunos críticos pero ahuyentan o dejan perplejo al público, o componen música muy convencional, siguiendo los moldes melódicos tradicionales de las obras emblemáticas del siglo XIX o parte del XX, con lo que al menos logran dejar conformes a las audiencias, pero el resultado se siente poco arriesgado, y casi como una imitación o sucedáneo de los grandes clásicos.
Lo interesante en este caso es que en Llacolén Toro no se inclinó por completo por ninguno de esos dos extremos. En una enérgica interpretación de la excelente Orquesta Sinfónica de la Universidad de Concepción dirigida por el propio autor, la partitura se sintió moderna y contemporánea, pero al mismo tiempo posee un fuerte influjo melódico que le permite llegar a públicos amplios, y además recurre a las formas tradicionales del género, con una obertura, arias, dúos e incluso en el acto II un gran concertado que une en escena a los seis cantantes solistas de la obra y va creciendo en intensidad, sin duda uno de los momentos más logrados, elaborados y potentes de la pieza. Y a pesar de seguir esos esquemas convencionales, la obra no se siente como algo anquilosado o un artefacto de museo, sino como una creación viva, fresca, que interpela y estimula a la audiencia. A partir del inteligente y por momento poético libreto de Cuadra, que consigue equilibrar los aspectos sentimentales con los alcances sociopolíticos del conflicto, el compositor creó una obra apasionada y de constante intensidad, que desde su dramática, contundente y muy lograda obertura con algunos temas que después reaparecerán durante el resto de la partitura, hasta su hermoso y desolador desenlace, subyuga al espectador con su riqueza melódica, variedad de timbres y colores y capacidad descriptiva (desde la posibilidad misma de generar atmósferas, hasta cuando se alude en el texto a un pájaro o a ser soldado, por ejemplo, y escuchamos en la orquesta cómo un sonido, instrumento o melodía lo representa musicalmente).
Los oyentes atentos podrán detectar o descubrir en la creación de Toro distintos fragmentos que recuerdan desde Puccini y el verismo, lo wagneriano y algún compositor ruso, hasta el impresionismo francés, autores operísticos fundamentales del siglo XX como Britten e incluso más de alguna banda sonora de cine. Pero son sólo pasajes fugaces en medio de un conjunto muy bien elaborado, que se pueden percibir como homenajes, ecos o influencias, pero no restan a la obra su capacidad de asumir una personalidad propia, un sello personal, en especial en la certera manera en que están incorporados en diversos momentos los sones e instrumentos mapuches, que ya desde la obertura se sienten orgánicos y efectivos, no forzados ni incluidos sin mayor justificación. Son varios los instantes y detalles que se podrían mencionar y resaltar, pero para no extendernos demasiado en el espacio al menos señalemos los intensos y muy bien manejados finales de los actos I y II, o los preludios que abren el acto II y III (el primero solemne y severo, el otro con toques de misterio y con el gran aporte del uso de las voces femeninas). Y también hay que destacar la escritura vocal misma, que es un elemento clave en cualquier ópera y que muchas veces queda más descuidada por los compositores contemporáneos; aquí hubo una labor muy acuciosa, tanto en lo que interpretaban los solistas (si bien en algunos momentos se podría trabajar aún más el equilibrio sonoro entre las voces y la orquesta) como en la participación del coro en su utilización a lo largo de la obra, con un magnífico desempeño del Coro Sinfónico Universidad de Concepción, que dirige el maestro cubano -y director ejecutivo de Corcudec- Eduardo Díaz.
En su conjunto, los seis cantantes solistas tuvieron un nivel muy sólido, aunque hay que reconocer que destacaron especialmente las intérpretes de los dos personajes femeninos, partiendo por la protagonista. Ya a estas alturas no debiera sorprender el talento vocal y actoral que habitualmente exhibe una de las mejores cantantes líricas del medio local, la soprano Marcela González, y sin embargo siempre logra cautivar con nuevos logros, así como con su eclecticismo: en febrero cantó nuevamente en Patagonia, la ópera chilena que protagonizó en su estreno mundial en 2022, pero ahora la interpretó en el prestigioso Teatro de la Zarzuela de Madrid, y posteriormente en marzo en el Teatro CorpArtes protagonizó su primera Tosca de Puccini, para entre fines de abril y principios de mayo ser una cautivadora Baronesa en las exitosas funciones del musical La novicia rebelde en el Municipal de Santiago. Ahora, en el rol de Llacolén, fue una protagonista ideal, intensa, por momentos decidida y resuelta, y en otros instantes dolida, resignada y sensible, que consiguió asumir las no menores exigencias de la partitura. Y por su presencia escénica y el canto seguro, bien proyectado y de generoso volumen, la contralto Francisca Muñoz, como la Machi, estuvo espléndida en sus efectivas y potentes intervenciones, en un personaje que aparece en instantes muy puntuales pero que causan impacto en la audiencia.
Además de las dos cantantes, también sobresalió especialmente la firme y sonora voz del excelente bajo-barítono brasileño Saulo Javan como el implacable y severo gobernador español García Hurtado de Mendoza. En el rol del capitán español enamorado de la protagonista, el barítono hispano Juan Salvador Trupia es eficaz configurando un personaje de contornos románticos pero que también representa una de las facetas de los conquistadores, aunque se lo sintió un poco más plano o rígido que sus colegas. El también barítono Diego Álvarez es un convincente Galvarino, reflejando tanto sus dotes de liderazgo como también su rol paternal, con un canto bien matizado aunque su volumen por momentos fue superado por la orquesta, pero hay que reconocer que su grito al término del segundo acto («Marichiweu», «¡Venceremos!») es impactante. En el rol de Millantú estuvo el tenor Rony Ancavil, quien ya ha sido parte de otros importantes estrenos de óperas nacionales, como El Cristo de Elqui y El Corvo; su voz potente y bien timbrada resuelve muy bien su parte, aunque queda la impresión que de los seis solistas es el rol de la ópera que tiene menos desarrollo musical y escénico.
Para la puesta en escena, se convocó al experimentado régisseur argentino Pablo Maritano, quien a lo largo de la última década ha llegado a ser considerado como uno de los directores de escena más reconocidos y creativos del circuito latinoamericano, con frecuentes montajes en escenarios como el legendario Teatro Colón de Buenos Aires, y quien además ya ha destacado en teatros de nuestro país, como el Municipal de Santiago (Los dos Foscari, en 2015) y el Teatro Regional de Rancagua, con una memorable producción para el estreno latinoamericano de la ópera barroca Platée, de Rameau, que en ese entonces recibió el premio del Círculo de Críticos de Arte de Chile.
Con el apoyo fundamental de la arquitecta y diseñadora escénica Marianela Camaño en la escenografía, la iluminación de Mauricio Campos y las proyecciones diseñadas por el artista medial y fotógrafo Cristóbal Parra, Maritano desarrolla una propuesta muy efectiva y dinámica, que sabe emplear el espacio escenográfico con inteligencia y habilidad, considerando que el escenario del teatro no es demasiado grande ni amplio; por eso mismo, los paneles móviles son muy eficaces en los cambios de escena, y las proyecciones visuales y mapping ayudan a hacer más potente el resultado, desde la obertura misma, complementando la escena, sugiriendo espacios y acentuando atmósferas y la presencia de la naturaleza, con efectos tan logrados como la escena final en la laguna, y con notoria presencia de elementos de la cosmogonía mapuche. Además hay que destacar el trabajo en el vestuario, diseñado por Paulina Catalán, especialmente llamativo en los trajes de los dos personajes femeninos. En los aspectos directamente teatrales, quizás algunos determinados momentos pudieron incluir mayor movimiento de los solistas, o la muy determinante escena del corte de las manos de Galvarino, pudo ser aún más convincente, o al menos el cantante puede reaccionar de forma un poco más real, pero son sólo detalles en un conjunto bien planteado en lo escénico.
La ópera se extiende por alrededor de dos horas, y además las funciones incluyen dos intermedios, y los textos son proyectados como sobretítulos, aunque es curioso y distrae un poco que en vez de mostrarse sobre el escenario como la mayoría de los teatros, acá es a los costados. En la función del estreno, se sentía en el ambiente la emoción y la expectativa por ser una premiere tan relevante por distintos motivos, y que además incluyó inesperados instantes donde factores externos le dieron un tono aún más especial, como cuando en los instantes finales, cuando Llacolén ya está en la laguna donde se hundirá para siempre, se empezó a escuchar un sonido de fondo muy intenso y repentino, que algunos pensamos era un efecto sonoro planteado por la puesta en escena, pero resultó ser una persistente lluvia que empezó a caer fuera del teatro, y que agregó mayor fuerza a la presencia de la naturaleza en el desenlace. Desde ya podemos considerar que esta Llacolén es no sólo uno de los acontecimientos más destacados del medio musical chileno en este 2025, sino en los últimos años. Y en la historia de la ópera nacional, definitivamente merece un sitial muy importante.
FICHA TÉCNICA
Título: Llacolén
Autor: Víctor Hugo Toro (libreto de Gonzalo Cuadra)
Dirección de escena: Pablo Maritano
Dirección musical: Víctor Hugo Toro
Orquesta Sinfónica Universidad de Concepción – Coro Sinfónico Universidad de Concepción
Elenco: Marcela González, Juan Salvador Trupia, Rony Ancavil, Diego Álvarez, Francisca Muñoz, Saulo Javan
Escenografía: Marianela Camaño
Vestuario: Paulina Catalán
Diseño de iluminación: Mauricio Campos
Diseño de proyecciones: Cristóbal Parra
Duración: Dos horas y media (incluyó dos intermedios, de 20 y 15 minutos)
Coordenadas:
Teatro Universidad de Concepción
Funciones 11, 13 y 14 de junio