Crítica de teatro “Amores de cantina”: Lo popular y fatal de Chile

Por Álvaro Guerrero

Antes de empezar la obra ya tiene músicos tocando sobre el escenario, dispuestos en el espacio de la misma forma en que lo harán durante el desarrollo de la acción dramática. Y baile. El espectáculo ya calienta motores, invitándonos a compenetrarnos de su atmósfera, de su sentido de pertenencia en cuanto a manifestación de la “sabiduría” popular. Es música tradicional, cuecas, folclore nacional, pañuelos, palmas, entusiasmo. Luego, ya el inicio de Amores de cantina, bajo la dirección de Mariana Muñoz, es un pasaje donde ingresan los actores y las luces se concentran en la acción, pero la música y el baile no se han detenido ni un momento. Solo que el jolgorio da rápido paso a la tristeza y la decadencia del ambiente de bar chileno, poblado de individuos entre nostálgicos y desesperanzados, o con ganas de protestar contra un fondo difuso llamado patria, algo pesado, moroso, que hace languidecer a las personas que no pueden o desean renunciar a su honestidad o su acidez, a la hora de mirar el entorno.

Luis Dubó representa al dueño de la cantina, permanentemente ebrio y perdidamente enamorado del personaje interpretado por Claudia Cabezas, una especie de mujer fatal mezclada con la pasión descascarada que intenta emerger infructuosamente, una y otra vez en los diálogos entre ellos y el resto de los personajes, ocho en total, que frecuentan el lugar. En un momento, Cabezas le dice a un desesperado Dubó algo así como: “Los dolores son lo único real que nos va quedando”, y se refiere a la raza humana, no solo a ellos. En ese itinerario, entre números musicales y el poder ver a los mismos actores cantando y declamando diálogos fragmentarios en instantes de reflexión, la obra se va decantando por sobre todo hacia un estado anímico derivado del anhelo de haber sido felices algún día, en un pasado casi irreal que ya no tiene “fuerza” para asentarse en el mundo. Esa “tristeza” muy chilena se alimenta no solo de música local, sino también de tangos, boleros, rock, la vieja banda sonora de un siglo veinte que se quedó esperando algo que nunca llegó, incluyendo lo que podría llamarse como “amor auténtico”, uno que pudiera liberarnos de nuestras propias miserias, o de las del mundo. Esa idea se va revelando como ilusoria o perdida durante todo el montaje, ya que lo que queda es más bien lamentos y sueños escondidos bajo el oxidado matiz de las confesiones de bar.

Los personajes todavía esperan algo, como si el amor los llevara a entender mejor y a la vez a huir del desaliento que parece rodearlos. Es el micro ambiente de una cantina como símbolo de una nación que hacia el final, recibe un cántico de lamento: desolado, un país desolado. Los personajes parecieran decir: bailamos, tomamos, reímos y cantamos, pero el país no cambia. Uno de ellos exclama en un momento, que se necesitaría una protesta, una sola gran protesta para cambiarlo todo. Pero lo que vuelve entonces, es la música y el canto, una y otra vez. Amores de cantina no es solo una obra de teatro para apreciar, sino una fiesta, una peña donde a ratos los actores invitan al público a batir las palmas, y donde lo musical se interrumpe para dar paso a la frase con sentido, las palabras de “peso”, cargadas de la grandilocuencia típicas de la sabiduría del alcohol. Por eso, aunque el ambiente es festivo, contagioso al interior de la sala, el fondo del asunto y el destino de los seres parece siempre cargado de fatalidad, ya que tampoco hay un blanco tan claro al que apuntar. Solo Chile en su rotundidad histórica, y las malas decisiones personales, motivadas por las ansias de amor, de ser realmente comunidad, aunque sea de a dos.

La ubicación del elenco y los músicos sobre el escenario es fija, cada uno tiene su asiento en una línea dispuesta horizontalmente, de frente al público. La acción se desarrolla a través de personajes que se levantan, sea para cantar, bailar o pronunciar frases evocadoras o divertidas, u o breves diálogos, antes de volver a sus lugares. Todos, con la excepción de un afuerino desconocido que llega al principio sin motivaciones muy claras, son parroquianos habituales que se conocen los unos a los otros de hace mucho. El afuerino que viene con una oculta intención, buscará también enamorar al personaje de Claudia Cabezas, con el consiguiente drama derivado del triángulo amoroso. El teatro físico ejecutado por Luis Dubó en ese plano, destaca, al igual que la voz y magnetismo a la hora de cantar de Ema Pinto, una mujer que aun persigue y cree en el amor.

El muestrario de seres diversos batalla, espontáneamente, por mantener la autenticidad en un ambiente que parece situado en otro mundo respecto al Chile de los mall, de la comida rápida o sofisticada, de la ansiedad por el estatus social. Pero es solo una cantina destinada fatalmente a desaparecer. Personajes y audiencia lo saben, por eso brindemos y cantemos.

Ficha artística

Título: Amores de cantina

País: Chile

Dramaturgia: Juan Radrigán

Dirección: Mariana Muñoz

Asistente de dirección: Germán Henríquez

Elenco: Luis Dubó, María Izquierdo, Ema Pinto, Claudia Cabezas, Francisco Ossa, Claudio Riveros.

Músicos: Cristian Bidart, Juan Pablo Muñeco Villanueva, Bernardo Mosqueira

Diseño de iluminación: José Luis Cifuentes

Productor: Freddy Araya

Duración: 100 minutos

Coordenadas

Temporada: del viernes 23 de mayo al domingo 8 de junio.

Lugar: Centro Cultural Gam, sala A2 (edificio A, piso 1)

Jueves a sábado 19:30 / domingo 18:00

Entradas: $15.000 Gral. $9.750 personas mayores, estudiantes, personas cuidadoras, y personas con discapacidad.

20% descuento para socios Club La tercera (jueves a sábado) / 2 x 1 Gral. Membresía BiblioGam y membresía profesores / 50% descuento solo jueves y viernes para Estudiantes de artes escénicas y musicales, colegios artísticos y socios de SIDARTE, SINATTAD, SCD, ADTRESS, CHILE ACTORES.

Accesibilidad: 14 + años

Esta obra presenta sonidos estridentes y con bajos retumbantes

 

 

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