Crítica de Teatro “Arpeggione”: Belleza y trascendencia de una obra de cámara

Por Jorge Letelier

Última parte de la trilogía Buenaventura, “Arpeggione” es una de las obras finales del dramaturgo Luis Alberto Heiremans, escrita a los 34 años y a solo dos de su repentina muerte en 1964. Como parte de este tríptico cuyo eje narrativo son los diferentes significados que se le atribuyen a la palabra buenaventura, es una de las piezas menos conocidas del autor del que solo se registra una adaptación anterior en 1974, a cargo del Teatro Nacional Chileno.

El éxito que ha provocado esta versión a cargo de Jesús Urqueta y presentada en Matucana 100 (ya con dos temporadas este año y que regresa en enero como parte de Santiago a Mil), más allá de sus grandes aciertos de dirección y actuaciones, cobra importancia al volver a poner el ojo en el autor de “El abanderado”, “Versos de ciego” y “El Tony chico”, un nombre fundamental de la generación del ’50 pero que resulta poco conocido para las nuevas generaciones. Heiremans es un escritor de resonancias íntimas y cotidianas, de aliento existencialista y a menudo con tintes espirituales, que a priori pareciera estar distante en aliento y sensibilidad de la actual producción teatral.

Sin establecer relaciones artificiales entre esta obra postrera y la muerte de Heiremans poco después, “Arpeggione” discurre en un espacio signado por un tono marcadamente crepuscular: es una profunda reflexión sobre lo que no logramos o aspiramos a ser y sobre el territorio de los sueños y deseos que se asocian a la felicidad, ligado al placer estético que otorga el arte.

Concentrada en una sala de ensayos, pone en escena a un cellista consagrado que debe probar a una nueva pianista acompañante ya que su habitual partner está fuera del país. La aspirante no tiene trayectoria y de hecho no es profesional sino que aprendió a tocar el instrumento aunque nunca llegó muy lejos. De edad mediana y solterona, su verborragia desnuda sutilmente un halo de fracaso vital al estar bajo la sombra de su fallecido padre, un connotado músico clásico. El cellista es un tipo huraño, de evidente incapacidad social y con tics que podrían identificarlo como Asperger. Se trata de un dúo improbable y el cómo ambos personajes buscan puntos en común para iniciar un diálogo tiene varios planos de sentido que desde su aparente cotidianidad inicial se expande a niveles sorprendentes.

El título proviene de la pieza Sonata en La menor para arpeggione y piano, de Franz Schubert, creada en 1823 para este instrumento, mezcla de cello y guitarra, y de corta vida. El texto de Heiremans propone un diálogo dramático-musical al estructurarlo según la sonata: sus actos simulan dichos movimientos (allegro, adagio y allegreto) y conducen emocionalmente el relato. Este doble vínculo permite situar en un espacio distinto donde los personajes –muy disímiles entre sí- buscan un punto en común así como el piano y el cello deben comunicarse. La pianista, Rosa, carga tras sí con una vida opaca e insegura, cuya soledad se advierte en sus conversaciones sobre su familia y sus recuerdos. Lorenzo, el cellista, no está para conversaciones triviales y busca lograr el sonido perfecto con ese carácter asocial tan propio de los músicos obsesionados con su trabajo.

Cuando ambos ejecutan sus instrumentos, hay largos monólogos interiores que van dando densidad a la sicología de ambos. Rosa rememora recuerdos de infancia, de un momento de felicidad casi plena en que la figura del padre es clave para entender su presente. En estos largos soliloquios hay una imagen repetida, la del bosque, como metáfora de la creación artística insondable en que se sumerge el padre y al que ella no puede entrar, quedándose a esperar junto a su perro Buenaventura. La idea de la creación artística como un espacio superior destinado a unos pocos le da sentido a la noción de fracaso que sobrevuela al personaje. Lorenzo, por su parte, también se sumerge en monólogos interiores aludiendo a la palabra buenaventura desde la óptica marcada por una infancia en solitario y el sacrificio inherente a una carrera musical.

En ambos casos, la figura simbólica del bosque es un leitmotiv dramático que sustenta sus experiencias. Si para Rosa es ese espacio destinado a unos pocos, el misterioso lugar de la creación y la belleza al que no logra acceder, para Lorenzo es el lugar inhóspito de la soledad y la pérdida, donde no hay eco y en el que se debe avanzar solo. En el texto original de Heiremans la imagen del bosque adquiría presencia física explícita, pero en la adaptación de Urqueta esta figura se torna implícita priorizando el monólogo como recurso y donde apenas una pantalla lo sugiere.

La decisión de simplificar la puesta en escena a lo esencial, sugiriendo desde el texto la figura del bosque y desde la mímesis la ejecución musical (la que es apoyada notablemente desde el montaje sonoro a cargo de Marcello Martínez), permite al director escudriñar brillantemente en la interioridad de los personajes (apoyado también de forma brillante por la iluminación de Tamara Figueroa). Así, los silencios tanto como la melodía de Schubert van organizando el texto en función de sutiles gestos y diálogos que van adquiriendo mayor profusión a medida de que la relación se va complejizando. Urqueta es un notable director de actores y conduce magníficamente este sentido entre lo dramático y lo musical como complementarios. Se necesita para ello dos actores en estado de inspiración total, y tanto Claudia Cabezas como Nicolás Zárate están admirables para componer desde la vulnerabilidad y la melancolía a dos personajes marcados por la soledad y que se comunican casi desde lo no dicho.

En sus previas obras como “Todo se limita al deseo de vivir eternamente”, “Prefiero que me coman los perros” y “Cuestión de principios”, Urqueta se ha ido despojando progresivamente de elementos secundarios para concentrarse en el texto, los personajes y los silencios. Lo que podría parecer una apuesta tendiente a lo convencional encuentra en el texto de Heiremans una modulación perfecta para hacerlo resonar con profundidad, instalando preguntas de hondo significado sobre el lugar que nos ubicamos en la vida y el deseo de anhelar la belleza y el amor como experiencia vital, y la búsqueda ilusoria de la felicidad, que aunque momentáneamente, merece la pena ser experimentada. De esta manera, el montaje se organiza como una pieza de deseos y sentimientos inconclusos, donde Rosa y Lorenzo experimentan un breve acercamiento que luego se desvanece al volver al punto inicial, como un interludio musical en que los sentimientos afloran por un instante, haciendo la vida un poco más amable. Urqueta incluso propone una disgresión al texto con la risa que le provoca la palabra arpeggione a Rosa, generando un momento bellísimo de compenetración total.

Obra de aliento mayor pese a su vocación de cámara, “Arpeggione” interroga sobre la belleza y la trascendencia de nuestros actos, principalmente los más pequeños y cotidianos, y en su agridulce sabor nos revela ese paraíso perdido en que quedan los sueños y deseos de lo que pudimos aspirar y que se convirtieron en recuerdos.

“Arpeggione”

Próximas funciones en Santiago a Mil: entre el 10 y 16 de enero en Matucana 100.

Dirección: Jesús Urqueta

Dramaturgia: Luis Alberto Heiremans

Elenco: Claudia Cabezas y Nicolás Zárate

Diseñadora escénica y operadora de luz y video: Tamara Figueroa

Compositor y operador de sonido: Marcello Martínez

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