Crítica de Teatro
Costanera: «Mistral y sus textos salen a escena»
Por Fernando Garrido Riquelme
- Eres el último de la fila?
- Sí, creo.
- Bueno, ya no lo eres. Siempre hay alguien a tu espalda.
Me río y vuelvo a pensar en lo que estaba mientras sigo el tránsito a la boletería. En eso se acerca una mujer al improvisado ángel de la guarda.
- ¿A quién saludaste?
- A la Cecilia. ¿Por qué? ¿No puedo saludarla acaso?
- ¡Nopo CONCHETUMADRE!, ¡Si vas a saludar a alguien tienes que avisarme!
El aire adquiere una espesura almidonada con el silencio de quienes nos rodeaban. En un instante, todos los fantasmas de la neurosis de la diada, los celos y sus violencias nos visitan.
Estallan las risas.
Entramos a la obra.
La última creación colectiva del ICTUS, señero complejo humano que ha acompañado a la historia del teatro chileno desde mediados del último siglo, vuelve con una creación, la que busca establecer un diálogo vivo con su presente.
En un año que será recordado como el año de la revolución feminista, esta creación colectiva dirigida por Roberto Poblete, pone sobre el escenario a tres mujeres, generacional y emocionalmente distantes unas de otras, las cuales mediante la lectura de la prosa y la poética de Mistral, discuten y exponen sus distintas aproximaciones a la figura mistraliana y por extensión, a sus propias vidas. De ahí que mirarla, leerla, entenderla o abrazar sus contradicciones, sea la chispa que enciende la mecánica del conflicto.
A este proceso, acompañado de una batería de efectos de sonidos que aspiran a ser protagonistas de cada momento, asistimos a diferentes episodios, que intercalan tiempos y escenarios. Estos episodios van develando la naturaleza emocional de los personajes en general, transitando por una galería de situaciones, entre ellas la más recurrente, es la aversión a la muerte del personaje interpretado por Paula Sharim, quien encarna la femineidad finisecular con su culto a la maternidad, el consumo y la neurosis. De ahí la relevancia de Nicole Senerman en escena, quien actúa como la conciencia moral en el conflicto y contraparte, siendo la portavoz no solo de la ética de esta era, sino también su estética y la sobredosis de énfasis que le imprime a cada uno de los objetos de su indagación, lo que se alimenta y aumenta durante la obra. En base a lo anterior se desprende que el rol que juega María Elena Duvauchelle es central, no solo por su relevancia, sino porque realmente es central, ya que es el punto en el cual la báscula encuentra el equilibrio, entre la liviandad de su fijaciones hasta en la sinceridad de sus deseos perfumados por esa fina capa de encanto y calma que en ella dibujan los años.
Ahora, esto desencadena en una comedia plana, intelectualmente elaborada, pero dramatúrgicamente débil. La obra la sostiene la calidad dialógica de sus intérpretes, el oficio acumulado, su destreza en las tablas más que la historia misma, la cual se torna redundante y predecible. Ni siquiera los momentos en los cuales entendemos el tránsito de los personajes logran alcanzar la intensidad o sorpresa esperada. COSTANERA es una obra ágil, intelectualmente acertada y equilibrada, con una hilaridad siempre presente, pero que no logra atravesar más capas, como ella misma pretende. La relación entre las tres mujeres, es en realidad un conflicto psicoanalítico en el cual Sharim, Senerman y Duvauchelle son los extremos de una misma psiquis. Eso no es trivial, ya que en la economía emocional que dibuja la obra, es en Senerman en donde se parten las aguas, es el espacio de conciencia y rebelión, desparpajo y presente, constituyendo todas a la vez, el conflicto en el cual se encuentra la imagen y el destino de ser mujer. En ese sentido, ICTUS logra ser parte del debate de su tiempo, inscribe una mirada en el presente. Pero la obra no cuaja, ni sus quiebres, ni su lectura mistraliana o la bella escenografía, la cual se torna a ratos infértil y suntuosa, prescindible.
De los elementos más destacables, es la puesta en escena del texto de Mistral, no como un objeto fetiche ni estetizante, sino como corpus significante, tematizando sus sentidos y de ahí al desarrollo de los conflictos poéticos, generacionales, sexuales y el rol que juega su imagen como proyección de la propia autoimagen. Interesante resulta como logran darle curso a las contradicciones de la emergencia feminista (ridiculizando hasta su lenguaje), y como el lugar que ocupa cada uno de los personajes va definiendo la lectura que se hace de la Mistral. Y es que una mirada superficial (e interesada) durante años pretendió identificarla con la imagen sosa e infantilizadora de la «educadora», la neurótica «madre maldita» o la insulsa negación de su ser sexual. Bajo ese paraguas, su imagen resucita hoy en la polémica o en la institucionalización, tarea siempre vaga y estéril: la Mistral se resiste al ícono, a la caricatura irreductible o la veneración libidinal de la fauna masculina de nuestras letras; se la mutila y se endiosan sus atmósferas, enjuician sus manías, rasguñan sus complejos. Pero no se le lee. ¿Por qué no está invitada al olimpo en miniatura del mundo cultural chileno? ¿Qué incomoda en ella? ¿Su registro, el desprecio a la necedad modernista, su voz de mujer, la severidad de sus juicios, el preciosismo del uso de la lengua, la inteligencia provinciana, su negación de ser la musa, la víbora, el ángel o el destino de la imaginería sexual y objetual de la pasión, el amor, el compromiso y la conciencia? No lo sé, no sabría darle respuesta en una reseña crítica, y la obra tampoco lo hace, lo cual se agradece, ya que no confunde sus ambiciones con megalomanía.