Los viajes pos de los últimos tiempos teatrales en Santiago, han ido desde lo documental, pasando por el evidente no-teatro (una negación a la teatralidad), y llegando hasta lo museal teatral que propone este nuevo montaje a cargo de Samantha Manzur, con la dramaturgia de Bosco Cayo.
Estos últimos, prolíficos creadores de la escena teatral: Manzur ha realizado un camino por lo pos dramático, siendo interesante su trabajo con «Agnetha Kurtz Roca method», donde jugaba con los límites entre la no representación, el teatro-shock, la ironía, la broma y la cita desprejuiciada a alguna maestra de la propia Manzur. Por su parte, Bosco Cayo ha sido prolífico en cuanto a la dramaturgia, en especial de la mano con la reconocida directora Aliosha de la Sotta.
Acá se involucran nada más y nada menos que con «La negra Ester», montaje cargado de simbolismo icónico dentro de la historia teatral chilena. Claramente, es un hueso duro de roer. Lo hacen desde la perspectiva moderna de lo «museal», palabra que ya nos empuja a algo sobreintelectual, como que de entrada hay que saber entender más allá de lo evidente. Se nos abre un museo: los propios intérpretes nos invitan a un recorrido, con «libertad», y son los propios los que nos reciben dentro de este espacio museístico. Ahí ya vimos ciertos inconvenientes para «entrar» de manera cómoda en este viaje. Quien nos mira? Quien nos guía? Son estos actores/guardias de museo? Estos seres que como que «están» pero no «están»? Cuál es la propuesta: son guías, son los actores que nos invitan a traspasar la cuarta pared que después conscientemente volveremos a respetar? Las posibilidades son tan amplías como lo permite el estilo. Demasiada libertad, creemos, atenta contra las mismas definiciones de lo que se nos invita a ver. Si se rompe es por algo; sino, por algo también. Si se hace como qué, debe ser por algo. Pero creemos que lo no resuelto, o lo dejado al arbitrio del espectador, es eso simplemente: retazos de algún material a medio trabajar.
El museo es otro tema: al entrar al espacio propuesto en esta primera etapa de este montaje, observamos que son varios los pedestales que están vacíos. Por algo debe ser, pensamos. Y lo que efectivamente se exhibe, no logra contener lo que se nos promete: vestigios inmanentes de aquel montaje histórico y fundacional. Al rato se empieza a diluir la textura del museo, acabándose los estímulos que hacen que uno como espectador no quiera sentarse de una buena vez a ver la representación… que se supone no llegará, pues estamos ante un ejercicio «pos».
Cuando empieza lo escénico propiamente tal, entendido como un espacio con disposición público a un lado y actantes al otro, sigue el juego con la exposición de elementos materiales que «pertenecieron» al montaje original de «La negra Ester»: pelucas, postizos, vestidos, y personajes. Más bien cuerpos y el estudio gestual del residuo. Ahí aparecen estructuras bastante interesantes: se trabaja con la reproducción y la cita a los cuerpos del montaje señalado. El estudio de la gestualidad es muy interesante. Los cuerpos de los actores se activan y, a la par de ciertas proyecciones, evocan ciertas sensaciones a nivel de estudio. Hay un juego breve donde se invita a algunos espectadores a que «experimenten» un ejercicio casi sociológico, con audífonos mediante. Es un muy buen momento que creemos se agota muy pronto. Se pierde.
Luego comienza la parte más débil, a nuestro juicio, del montaje. O de la propuesta. No es por la interpretación o por el trabajo actoral, donde los actores ejercen con gracia y compromiso su trabajo. De hecho, es gracias a su desempeño y al despliegue de sus corporalidades que uno puede entrar y enganchar de alguna manera con uno de los principales fines de este montaje: la recreación de un «qué ocurrió después» de la historia creada por Parra, juego con la décima incluida. Es en este punto donde la dramaturgia muestra su lado más débil. Intentar llevar a cabo una continuación del «plot» de «La negra Ester» es una empresa demasiado grande. Más aún, navegar en lo característico Parriano, sus décimas, es de un riesgo gigantesco que, o bien es homenaje o bien deconstrucción. Creemos que en este intento, se quedó en una tierra poco definida, por no decir no resuelta. Y es porque incluso se le hace el guiño a lo político, exponiendo en el montaje que la sucesión familiar a cargo de los derechos sobre la obra de Andrés Pérez se negaba a entregar los mismos para ser usados con fines artísticos. Ahí surgía un universo textual donde sumergirse: el montaje decide quedarse en lo formal, en el ejercicio pos, en la enunciación de un material más.
La sumatoria, acertada o no, voluntaria o azarosa, de materiales, afecta claramente el resultado de una obra de arte. Poner textualidades una tras otra es una decisión delicada y hasta política: un creador genera un movimiento creativo y lo pone al servicio y al juicio del público. Y cuando uno ejerce la «cita», en especial de un registro tan adentrado en la sensibilidad de la cultura de un país, el gesto debe ser determinado y claro. Quedarse en el efecto o solo en el ejercicio podría resultar en un intento fallido. Más aún en este ejercicio pos, donde una vez más se nos invita a navegar en ese lugar que niega la representación y la ficción, dependiendo absolutamente de ella.