Critica de Teatro de “2118, tragedia futurista” de la compañía La Patogallina

 

Por Fernando Garrido Riquelme

Es el año 2118, y en las elecciones presidenciales ha triunfado una candidata anarco feminista. Ante su inminente ascenso, poderes en las sombras complotan contra su llegada provocando un golpe de estado que desata el asedio y asesinato de sus líderes y seguidores. Luego de la catástrofe, un grupo de acción directa que aún no ha sido capturado, confían a Ana la misión de viajar en la máquina del tiempo y ajustar cuentas con la historia y sus personajes (eliminándolos); a fin de salvar un presente en cuyo horizonte, no hay más que la repetición incesante del destino al que nos ha conducido “el gen conservador”. De ahí el nombre de la primera incursión en las aguas de la distopía de La Patogallina: 2118, tragedia futurista.

La aventura de Ana por los túneles de tiempo, nos permite apreciar el trabajo de uno de los colectivos independientes de mayor talento de la escena local. La Patogallina, desde El Husar de la muerte ha hecho su sello la versatilidad expresiva en su propuesta, la que no tiene problemas en integrar los recursos del lenguaje del cine, el circo, los videos juegos y el comic, que la enriquecen y abren caminos que hasta hace un par de décadas, no hacían parte del patrimonio común de la escena nacional. Ninguno de estos elementos se encuentra ausente en 2118; a ellos se les agrega un trabajo coreográfico de cuadros elaborados, los que permiten ver a Ana en distintos planos y escalas de acción. A la multiplicidad de referencias se suma un diseño de iluminación de lo mejor que se ha montado este año, el que nos sumerge en una experiencia teatral de gran factura técnica.

La Patogallina a estas alturas y luego de veinte años se presenta como un concepto que trasciende a lo teatral, como una ética colectiva que descree de la auratización de las individualidades (sobre el escenario), lo que se hace explícito en el desplazamiento del actor-artista por la figura del técnico-obrero en la creación. Lo instala como un vehículo expresivo que se puede encontrar en la banda de rock, sobre las tablas, en la calle, en la gráfica o en la manipulación de muñecos, cómo es el caso de 2118, un canal que aporta al cometido general de los proyectos emprendidos.

Pero 2118, tragedia futurista, a medida que avanza en su desarrollo, decepciona. La imponente escenografía, el diseño de iluminación y los diversos elementos puestos en el engranaje de la obra, no logran dotarla de una mecánica narrativa atractiva. Conforme avanza, cada viaje en el tiempo de Ana es una sucesión de repeticiones y obviedades que ni la poderosa atmósfera de La Patogallina Saunmachin logra subvertir, ni la destreza técnica empleada. No porque la elección de los personajes a eliminar, para salvar el presente de Ana, sea incorrecta, breve o extensa. Bien sabemos que la lista de ilustres candidatos al cadalso, tiene más nombres que los dedos sumados de ambos pies y manos. Pero al término de la obra, la sensación es que da lo mismo que fuesen nueve, cinco, veinte o dos; total, no hay mucho más que aportar al respecto. Cada uno de los personajes, ya sean parte de nuestro cultivado folklore de la indignidad o piedras sobre las cuales se han partido las aguas de nuestro destino, son presentados como si su mera existencia fuese más relevante que las ideas que los constituyen o los contextos que posibilitan su protagonismo.

Ante esta simplificación, que marca transversalmente el desarrollo de la obra, su extensión y unidimensionalidad, la transforman en una experiencia agotadora y redundante. El viaje en el tiempo no aporta en nada a la resolución de los conflictos que plantea el propio mundo en el cual se desarrolla, y termina por ser un paseo guiado a un parque de diversiones donde lo rostros del horror, a cada cuadro, nos recuerdan que lo más interesante de la obra pasó en sus primeros momentos.

La Patogallina en su obra más política, en su puesta en escena más puntuda, se presenta con una potencia crítica infantilizada y más próxima al aplauso adolescente; como el testimonio de una generación avasallada por la posibilidad expresiva, pero carente de la construcción de un discurso que sea más que la imagen calcada de gestas pasadas, presa de una desesperanza aprendida. Y es que la complejidad escénica de las aventuras de Ana (muñecos, coreografías de artes marciales, acciones paralelas, máscaras, etc.) es inversamente proporcional a la complejidad con que es abordada la naturaleza histórica de los procesos de Chile, país que trata de explicar y comprender desde una anodina concepción de “gen conservador”, la cual se presenta insuficiente, lánguida y con escasa profundidad.

Elenco: Sandra Figueroa, Pilar Salinas, Victoria Gonzáles, Laura Maldonado, Antonio Sepúlveda, Cael Orrego, Matías Burgos, Rodrigo Rojas, Eduardo Moya y Juan Fierino 

Dirección: Martin Erazo.

Dirección musical: Alejandra Muñoz | Diseño escenografía: Pablo De La Fuente 

Diseño de iluminación: Martin Erazo 

Diseño de vestuario: Antonio Sepúlveda

Diseño y confección de muñecos y máscaras: Tomás O´Ryan y La Patogallina 

Coreografías de peleas: Christian Farías 

Videos: Francisco Ramírez

Investigación histórica: La Patogallina

Gráfica: Rodolfo Jofré 

Dramática y textos: Carla Zúñiga y Martin Erazo

 

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