
“Tribus”: Mucho ruido, malas nueces
Por Jorge Letelier
“Tribus”, original de la inglesa Nina Raine, tiene ese sustento infeccioso que la hace irresistible frente a cualquier audiencia: un texto de mordacidad brillante, un ritmo dinámico y una progresiva profundidad que instala preguntas que resuenan aún luego de acabada la función.No es raro, por ello, que en solo ocho años, pasó de ser un texto estrenado con éxito en el prestigioso Royal Court Theatre de Londres, a presentarse en el off-Broadway (y ganar el Drama Desk a mejor obra), para llegar a Buenos Aires de la mano del aplaudido director Claudio Tolcachir. Ahora es el turno de nuestro país con Manuela Oyarzún de directora.
En torno a la mesa se reúne una familia en apariencia normal. Conversan, gritan, se interrumpen y se molestan. La ironía se convierte en burla y viceversa. Los padres (Mateo Iribarren y Tamara Acosta) son cultos, inteligentes, hacen de la palabra un acto con significado y a la vez un arma de ferocidad inusitada. Los hijos, Ruth (Andrea García-Huidobro) y Daniel (Nicolás Zárate) tienen ambiciones pero cargan con el drama de no estar a la altura, parecen ser inevitables proyectos de fracaso. Y cuando todos se callan, queda el hijo menor, que no ha pronunciado palabra.Podría ser el perfil de una familia disfuncional típica, pero el texto de Raine está muy lejos del cliché. La figura del padre, un académico obsesionado con el lenguaje, es una especie de tirano entrañable cuya visión teñida de cinismo y prejuicios le ha permitido construir una filosofía áspera pero increíblemente lúcida de la vida en familia. El hijo menor, Willy, retraído desde la corporalidad hasta la ausencia de palabras, pronto comprendemos que es sordo y que ha debido arreglárselas en un mundo repleto de ruidos. El padre cree que la lengua de señas es demasiado concreta para reflejar la complejidad del lenguaje y le ha prohibido que la aprenda. No quieren que sea distinto ni discapacitado, le dicen. Y por ello, pronto comprendemos que su mundo de silencio es un escape ante el casi siempre estéril torrente de palabras que lo rodea.
Todo comienza a cambiar cuando Willy conoce en una discoteque a Silvia (Ignacia Baeza), una joven que está comenzando a perder la audición y se maneja en lengua de señas. Es una explosión, un big bang emocional que le pone en perspectiva toda su vida pasada. A estas alturas, ya estamos encandilados con Willy (servido con pasmosa sensibilidad por el director y dramaturgo Pablo Manzi), con su ingenua mirada romántica y su sonsonete que emula a la perfección a un sordo.
Dirigida con buen sentido del ritmo por Manuela Oyarzún, en su primer acto el texto ha definido claramente a los personajes, el tono y la endiablada asertividad de las palabras, pero de pronto, cuando Silvia es presentada ante la familia de Willy, el choque de estos mundos se hace inmenso, desgarrador. Enfrentándose al humor lacerante que ha sido la norma familiar, Willy -con la ayuda de Silvia- comienza a construir su verdadera identidad fuera de las fronteras familiares y donde realmente tiene sentido su vida, junto a personas que siente y (des) oyen como él.
Ese contrapunto entre el mundo de las palabras que resuenan y la comunicación en lengua de señas es más que una obvia oposición. Así como el desprecio por esa lengua concreta, esa “secta” como dice el padre, se entiende desde la óptica de Willy como la búsqueda de un espacio afectivo, un lugar donde esas palabras que resuenan no sean recriminaciones ni críticas. Es ahí donde el texto de Nina Raine desprende un sentido profundo y critica abiertamente esa idea del desarrollo intelectual como la cima, esa mal llamada inteligencia que no advierte que sin alfabetización emocional no es posible algún tipo de desarrollo integral. Incluso el texto lleva esa reflexión más lejos, al sugerir que en la sociedad actual, fatalmente dominada por el individualismo y el egoísmo, no solo no escuchamos a los otros sino que rechazamos cualquier mirada sobre la vida y el amor que nos saque de nuestras rigideces ideológicas y nuestros paradigmas cada vez más totalitarios. Ese uso del lenguaje, dice Raine, no es más que otro tipo de discapacidad.
Willy, gracias a Silvia, encuentra trabajo como lector de labios en los tribunales de justicia. Muchos casos son resueltos gracias a su capacidad para entender lo no dicho abiertamente y gracias a eso y a la comunidad sorda que no conocía, encuentra su lugar en el mundo. El regreso al hogar y el ajuste de cuentas con su familia, proceso mediado por Silvia ya que Willy se niega a leer los labios y solo se comunica ahora con lengua de señas, es brutal en la medida que deja en evidencia la distancia insalvable entre ser aceptado y ser integrado, requisito básico para fortalecer la identidad.
Si bien es una obra que apela a un realismo descarnado, hay elementos que operan como figuras simbólicas. La música es reveladora a este aspecto, ya que la presencia de un piano en una mitad del escenario –solo, sin otros elementos- juega a establecer un contrapunto espacial eficaz y poético ante tanta estridencia verbal. Es de cierta manera un refugio de belleza, pero es también lo que va quedando cuando la capacidad de oír se va (el caso de Silvia). También es el caso de los subtítulos que por momentos acompañan el diálogo: está puestos de manera arbitraria que entorpecen más que aclaran, dando a entender esta idea de una comunicación fragmentada que incomunica.
Las actuaciones son un caso aparte porque se establecen desde esa delicada línea que va del exceso y la estridencia hacia una descomposición sicológica; se requieren actores con oficio y aplomo. Mateo Iribarren como el patriarca se luce en un papel que es una especie de resumen de anteriores personajes suyos: cínico e inteligente, políticamente incorrecto hasta la exasperación e incapaz de empatía pero imposible de obviar. Una especie de Royal Tenenbaum intelectualizado que además tiene las mejores líneas del texto. Nicolás Zárate como el hijo mayor que regresa al hogar luego de un quiebre amoroso compone un personaje antipático y agresivo que va paulatinamente desnudando sus debilidades y fracturas internas con sorprendente sensibilidad. Como Silvia, Ignacia Baeza sorprende con una vehemente construcción a medio camino entre lo encantador y lo energético, una figura contradictoria pero de gran fuerza. El director y dramaturgo Pablo Manzi (autor de “No amarás” y una de las plumas teatrales más originales del medio), como ya dijimos, demuestra una sensibilidad excepcional para otorgar vulnerabilidad a un personaje que en manos de un mal actor, sería solo una figura pusilánime. Y su técnica para reproducir la forma de hablar de personas sordas es sin duda, un punto alto del montaje.
La puesta en escena tiene zonas de claroscuros que refuerzan la idea de esta oposición entre el torrente de ideas y palabras que no conducen a nada y el silencio y la música como refugio. Quizás si es demasiado funcional a la historia y no tiene autonomía para establecer un vuelo más propio. Pero por sobre todo, esta adaptación que recuerda a las familias contradictorias de Chéjov y la ferocidad sicológica de las obras de Harold Pinter (no por nada es mencionado en una frase dicha por el padre) es un texto agudo que se hace cargo en un momento acuciante de las taras de la sociedad más ilustrada, donde hablamos más de lo que pensamos y sentimos. En su estridencia y fuerza verborrágica, nos dice que el silencio y el escuchar al otro se han convertido en un lujo. En momentos en que el griterío virtual domina la agenda diaria, bien vale la pena reconsiderar cuáles son nuestros niveles de sordera social. Y hacer algo al respecto.
“Tribus”
Dirección: Manuela Oyarzún
Dramaturgia: Nina Raine
Elenco: Mateo Iribarren, Tamara Acosta, Pablo Manzi, Ignacia Baeza, Andrea García-Huidobro y Nicolás Zárate
Producción Ejecutiva: Ignacia Baeza
Producción General: Margarita Santa María
Escenografía e Iluminación: Belén Abarza
Vestuario: Macarena AhumadaDiseño Sonoro: Esteban Oyarzún
Traducción: Rodrigo Olavarría
Coproducción Teatro UC y Baeza Producciones
Teatro UC, Miércoles a sábado, hasta el 9 de junio. 20:00 hrs.