Crítica de Teatro “El velorio”: pequeñas iniquidades cotidianas

Crítica de Teatro
“El velorio”: pequeñas iniquidades cotidianas
Por Jorge Letelier
Ser un actor televisivo tan poderosamente mediático, hace perder la perspectiva de que Álvaro Rudolphy dirige y estrena una obra teatral con saludable frecuencia. El 2013 presentó la comedia “Divorciados” (secuela de la teleserie “Separados”) y en 2016 estrenó “Envenenados” en el Teatro Finis Terrae. Y a fines del año pasado lanzó “El velorio” en el Teatro Ictus, montaje que ahora está en una segunda temporada en la misma sala.
A diferencia de sus anteriores obras, más orientadas hacia la comedia comercial, en “El velorio” Rudolphy demuestra que le viene bien la comedia negra y ácida. Tiene una pluma incisiva y una incorrección política donde elige la ironía fina antes que el grito destemplado. Se aleja así de otros cultores de comedia negra como el Teatro La María (“Los millonarios”, “El hotel”) y las obras del dúo Nona Fernández-Marcelo Leonart (“Liceo de niñas”, “El taller”), más cercanos al esperpento y el grotesco. Y revela, además, un agudo ojo para leer sociológicamente algunos rasgos muy idiosincráticos.
“El velorio” se inicia cuando dos hermanos se encuentran en una capilla despidiendo a su padre. Es un lugar sencillo, pobremente decorado y en un barrio que advertimos marginal. Gabriel (Cristián Carvajal) es mecánico “chasquilla” tal como fue su progenitor y Ana (Tamara Acosta) tiene una discapacidad intelectual no especificada (“lenta” es el adjetivo más usado pero podría tratarse de un Asperger avanzado). La figura del padre no es idealizada, más bien se deja entrever del inicio que las carencias afectivas y materiales de los hijos fueron pan de cada día. Gabriel es un tipo hecho a sí mismo: heredó el oficio y las mañas de su padre, sobreviviendo a punta de mentiras y engaños, mientras que Ana guarda un recuerdo de un padre demasiado cercano y cariñoso que pronto llama nuestra atención.
El texto tiene buen ritmo y desarma con humor varias convenciones populares respecto a los recién fallecidos: que los muertos son todos buenos o el deseo de la familia de dar una digna sepultura. Incluso las bromas escatológicas de mal gusto resuenan bien y recuerda el humor cáustico del cineasta Billy Wilder. El momento detonante es la aparición sorpresiva de la madre (Grimanesa Jiménez), quien los abandonó cuando eran chicos y resurge desde un nivel social superior. Contraria a la corrección política, esta madre achaca del abandono al padre muerto y no tiene la más mínima culpa en reconocerlo. Es interesante cómo Rudolphy contrapone la idea tan arraigada del ascenso social por sobre la lectura tradicional de la familia como contenedor o refugio de los males que aquejan a sus integrantes y la ausencia de afecto, en especial en una clase obrera donde la carencia material se reemplaza con un contrapeso emocional fuerte.
El nudo central es la progresiva revelación de un turbio episodio sexual del pasado que involucra al padre y sus dos hijos, y que pese a la temperatura ambiente de la sociedad respecto del abuso infantil, se expone con acidez y sin discursos moralizantes ni toma de posición. Es valorable que la negrura del texto jamás ceda a lo peliagudo del tema tratado e incluso le agrega dosis de humor absurdo donde el ataúd juega un rol hilarante. En estos momentos, Rudolphy se revela como un dramaturgo fiero y atento a escarbar en las miserias éticas que provocan la marginalidad social y afectiva, donde el dilema respecto al deber (de los padres, los hijos, las familias) cae estrepitosamente. Incluso la llegada de un cuarto personaje (Jaime Leiva), un hijo perdido del padre que se asume viene a reclamar algo aunque no hay nada que repartir, refuerza esa idea.
En momentos en que la esquizofrenia moralista campea a sus anchas, donde condenamos a la muerte pública a quien desafíe la opinión de la masa o se oponga a los fundamentalismos de turno, mientras nos convencemos de la virtud y puritanismo de nuestros actos, Rudolphy nos recuerda que la institución familiar puede ser el peor de los infiernos y que un hijo con discapacidad no siempre es una “bendición del Señor”. Ante esta constatación desoladora y terrible -solo al mirar las cifras de abuso infantil y juvenil-, el montaje expone las hipocresías y taras que nos han llevado a naturalizar o a criminalizar esa realidad exponiendo una fractura interna que va más allá de los discursos oficiales.
Con mínimo de elementos, una escenografía despojada, ausencia de música y solo un elenco de mucho oficio, el montaje parece plantear más allá de la crítica que subyace tras su humor negro, una ambigüedad respecto al por qué ciertos actos ominosos pueden ser normalizados según el contexto en qué se dan. En la sociedad del “todo vale”, donde se busca denunciar ciertos tabúes a través de la imposición de otros, “El velorio” nos plantea, como dice Gabriel, que “uno no es tan bueno ni tan malo, es lo que se puede dependiendo de la mierda en que estás”. Corrosión pura.
El velorio

Dirección y dramaturgia: Álvaro Rudolphy
Elenco: Cristián Carvajal, Tamara Acosta, Grimanesa Jiménez, Jaime Leiva.
Teatro Ictus. Jueves jueves, viernes y sábados, 21:00 horas, hasta el 24 de marzo.
$6.000 general y $4.000 estudiantes y tercera edad (Jueves y Viernes). $10.000 general y $6.000 estudiantes y tercera edad (Sábados).

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