Por Claudio Garvizo
El visionado de esta obra de teatro de la Trilogía Testimonial de Chile, ofrece la posibilidad de una relectura política. Sobre todo, tomando en cuenta lo ocurrido en la revuelta social que nos tumbó el año pasado.
Empaparse de las imágenes que habitan la puesta en escena de la obra Historia de la sangre, después de 28 años de haberla visto por primera vez, resulta un notable ejercicio de resignificación política. El montaje, dirigido por Alfredo Castro, estrenado en 1992 por la compañía Teatro La Memoria, hoy se encuentra disponible íntegramente en www.teatroamil.tv.
La versión pertenece a un catálogo que incluye otras piezas teatrales que fueron presentadas durante el Festival Santiago a Mil 2010, oportunidad en que se conmemoraron 200 años del Teatro Chileno.
Historia de la sangre forma parte de la denominada Trilogía Testimonial de Chile, cuyo trazado lo inició La manzana de Adán (1990), obra que colocó en escena el discurso de cinco travestis prostibularios. El habla de ellos provino, sin ninguna intervención de Castro, de una investigación de título homónimo efectuada por la periodista y escritora Claudia Donoso y la fotógrafa Paz Errázuriz. La Trilogía fue culminada con Los días tuertos (1993), pieza que mostró, también desde una recopilación previa de relatos realizada por Claudia Donoso, el universo de los artistas circenses, luchadores, por ejemplo, de los actores, y otros seres vinculados con el espectáculo, pero también con la muerte.
La articulación de esos discursos-testimonios estuvo a cargo de Alfredo Castro, Rodrigo Pérez y la psicoanalista Francesca Lombardo. Previamente, abordaron un trabajo de investigación en cárceles y hospitales psiquiátricos, que consistió en recabar un cúmulo de oralidades expresadas por personas privadas de libertad e internas que habían asesinado a sujetos que amaban o que amaron alguna vez.
Ver Historia de la sangre por estos días, en contexto de encierro radical, insisto, es un procedimiento de resignificación política. Lo que allí acontece, escénicamente, más allá de que al verla a través de la plataforma creada por Fundación Teatro a Mil haya una mediación tecnológica ineludible, interpela a quien está frente a la pantalla. Y digo pantalla para ser fiel al modo en que es posible experimentar la apreciación de la obra artística.
Se trata de una interpelación que operaría en, al menos, dos niveles. Aclaro que antes de reseñarlos en este artículo, especialmente para quienes no la han visto, me abstendré de dar detalles de algún pasaje, así como también de lo que podría ser el argumento. Subrayo las palabras “podría ser”, dado que esto último es imposible de hilvanar. La obra, a mi juicio, ofrece materialidades, siempre del testimonio como eje, siendo obviamente el testimonio una materialidad escénica en sí, para que el propio espectador o espectadora dibuje un hilo conductor del relato.
Considero que un primer escalón de aquello interrogativo y reflexivo que emana al escuchar los soliloquios de La chica del Peral (Paulina Urrutia), El Chilenito Bueno (Rodrigo Pérez), Rosa la descuartizadora (Amparo Noguera), El boxeador (Pablo Schwarz), La Gran Bestia (Francisco Reyes), Isabel la Mapuche (Maritza Estrada) y el de Laika, la perra (voz en off de Gabriela Hernández), tiene sus raíces en el cuerpo como expresión fisurada, un cuerpo que reclama un lugar en el que las grietas no son literales. Porque es justamente la no literalidad lo que predomina en la puesta en escena. Lo que esos personajes cometieron es irrelevante en la propuesta de Castro y del Teatro La Memoria, lo que adquiere sentido es más bien eso que dejan las esquirlas de los crímenes ejecutados. Impactos que transitan en espacios guturales e intersticios de sus mentes y que en el transcurso de la obra devienen en fracturas de almas en penumbra.
Los resquebrajamientos de esos cuerpos quedarían evidenciados no únicamente en los movimientos ejecutados por los actores y actrices, afloran también en aquello que, en palabras del propio Alfredo Castro, sólo “es posible ver con el ojo del espíritu, con el ojo del inconsciente, con el ojo del terror, con el ojo del humor, con el ojo de la ironía, con el ojo político”[1].
Es la escena no contada, esa que surge en el imaginario de los que van siguiendo el evento dramático y que, en este caso puntual, no estaría enraizada en un modelo aristotélico. En Historia de la sangre, la dimensión narratológica sería comprensible en cuanto legitimidad de seis testimonios evacuados por cuerpos que a su vez fueron expulsados por un sistema que los aplastó al nacer.
El aullido de esos cuerpos delineados en el montaje de 1992, año en que se iba urdiendo eso que el académico del Departamento de Filosofía de la Universidad de Chile, Rodrigo Karmy ha denominado episteme transicional[2], resuena con otros ecos por estos días. La agonía que portan esos cuerpos pareciera ser la misma, no así el telón de fondo de una sociedad que los oprime.
El trasfondo de 2019-2020 nos muestra la caída trágica de eso fraguado en la transición política. La promesa del Chile próspero, ese que el dictador anunció con la fuerza de un profeta a fines de los 70, era factible si los consensos públicos y privados resultaban congruentes con que hubiese justicia en la medida de lo posible. Y aquí radicaría el segundo nivel de la resignificación política de la Historia de la sangre: la dignidad de un discurso excluido que nos muestra eso que no queremos ver.
En la puesta en escena esa dignidad estriba en poesía corporal y textual, versos que circulan en una ausencia absoluta de diálogos, más bien se erigen en los contactos coreográficos que tienen La chica del Peral, El Chilenito Bueno, El boxeador y La Gran Bestia. Con igual potencia, esa poesía reluce en los fragmentos de soliloquio de Rosa la descuartizadora e Isabel la Mapuche, con la salvedad que ellas aparecen en aislamiento, como nosotros ahora, por lo que son: mujer descuartizadora una y mujer mapuche la otra. Cuerpos que ayer y hoy serían considerados, citando a Paul Preciado, como “animales del proyecto político nacional”[3].
La visualidad de esa poesía en la puesta en escena fue un elemento que en 1992 situó a la Historia de la sangre como uno de los títulos más vanguardistas de la escena teatral chilena. Una visión artística que colocaba en entredicho el tejido de esa episteme transicional del que hoy reflexiona Rodrigo Karmy y que en esta cuarentena sanitaria plantea encrucijadas e interrogantes golpeadoras respecto de los cuerpos confinados y mutilados de la revuelta social, esos que continúan encarcelados o aquellos que perdieron total o parcialmente la visión. Cuerpos como los de Gustavo Gatica y Fabiola Campillai.
Ahora bien, y con esto concluyo, invitándoles a ver esta obra por teatroamil.tv, es probable que quienes tal vez sintieron un sabor amargo en sus bocas cuando la vieron en 1992, se reencuentren con una sensación parecida. Aunque podría aventurar que más allá de eso, la mirada de ese público y después de veintiocho años hurgará en zonas que en ese entonces ni siquiera rondaban conscientemente. Especulo, claro está.
Y a los espectadores y espectadoras que, en medio de esta cuarentena, no pueden sentirse como tal en una sala de teatro, y que aún no han visto Historia de la sangre, pasen al sitio antes explicitado y vean sus propias escenas no contadas que afloran durante el visionado de esta.
[1] Entrevista a Alfredo Castro en ARTV; 2008.
[2] https://palabrapublica.uchile.cl/2019/11/20/el-porvenir-se-hereda/
[3] Preciado, Paul. Un apartamento en Urano. Crónicas del cruce; ensayo Las gorilas de la república; Anagrama; 2019; pp. 82.